13 de febr. 2015

notes biogràfiques, 3

1949

“En primer lugar, si yo dirigiera una revista, nunca publicaría una columna llena de notas biográficas. Muy pocas veces me he preocupado de saber el lugar de nacimiento de un autor, el nombre de sus hijos, su plan de trabajo, la fecha de arresto por haber traficado con armas durante la rebelión irlandesa (¡el muy granuja!). El autor que te cuenta estas cosas es proclive a tener colgado su propio retrato con una colorida camisa desabotonada y seguramente busca un trágico perfil de tres cuartos. Inclusive puedes contar con que se refiera a su esposa como una persona maravillosa o una mujer formidable. He escrito varias notas biográficas en distintas revistas y dudo de haber sido honesto alguna vez. Esta vez sin embargo pienso ir un poco más lejos de mi período Emily Brönte para trabajar y encerrarme en un Heathcliff. (Todos los autores, no importa a cuántos leones le hayan disparado o cuántas rebeliones hayan soportado en persona, se van a la tumba siendo mitad Oliver Twist, mitad Mary, Mary, Quite Contrary) Esta vez voy a ser escueto y luego me iré a casa. Llevo diez años escribiendo bastante seriamente. Para ser modesto hasta al extremo, diré que no nací escritor, pero ciertamente soy un profesional. No creo haber escogido la literatura como una carrera. Simplemente empecé a escribir a los dieciocho años y nunca me detuve. (Quizás esto no sea del todo verdad. Quizás sí escogí la escritura como mi profesión. No lo recuerdo en realidad. Vuelvo a ello muy fácil y rápidamente.) Estuve en la Cuarta División en el Ejército. Casi siempre escribo sobre gente joven.”
“J. D. Salinger Biographical”, Febrero de 1949


“En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.”
El hombre que ríe”
Nueve cuentos
J.D. salinger

(fragment)

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