Traducció, per part de l'escriptor Javier Marías, d'un
conte inèdit en espanyol de J.D. Salinger titulat "The heart of a broken
history" que va aparèixer l’any 1941 a la revista Squire.
“Todos los días Justin Horgenschlag,
auxiliar de imprenta con un sueldo de treinta dólares semanales, veía muy de
cerca a aproximadamente sesenta mujeres a las que nunca había visto antes. Así,
en los cuatro años que llevaba viviendo en Nueva York, Horgenschlag había visto
muy de cerca a unas 75.120 mujeres distintas. De estas 75.120 mujeres, así como
25.000 tenían menos de treinta años de edad y más de quince. De las 25.000 sólo
5.000 pesaban entre cuarenta y siete y cincuenta y siete kilos. De estas 5.000,
sólo 1.000 no eran feas. Sólo 500 eran razonablemente atractivas; sólo 100 eran
realmente atractivas; sólo 25 podrían haber inspirado un largo, despacioso
silbido. Y de sólo 1 se enamoró Horgenschlag a primera vista.
Bien, existen dos clases de femme fatale. Existe la femme fatale que es una femme fatale en todos los sentidos de la
palabra, y existe la femme fatale que
no es una femme fatale en todos los
sentidos de la palabra.
Se llamaba Shirley Lester. Tenía veinte
años (once menos que Horgenschlag), medía
un metro y sesenta y tres centímetros (lo cual le dejaba la cabeza a la altura
de los ojos de Horgenschlag), pesaba 53 kilos (ligera como una pluma para
llevarla en brazos). Shirley era taquígrafa, vivía con su madre, Agnes Lester,
una vieja entusiasta de Nelson Eddy, a la cual mantenía. Respecto a la belleza
de Shirley, la gente a menudo la describía así: “Shirley es tan mona que parece
un retrato”.
Y en el autobús de la Tercera Avenida, una
mañana temprano, Horgenschlag controló a Shirley Lester, y se sintió un
guiñapo. Todo porque la boca de Shirley estaba abierta de un modo curioso.
Shirley estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del
autobús: y cuando Shirley leía, a Shirley se le aflojaba ligeramente la
mandíbula. Y en ese breve instante en el que la boca de Shirley estuvo abierta
y los labios estuvieron separados, Shirley fue probablemente la más fatal de
todo Manhattan. Horgenschlag vio en ella un seguro curalotodo contra el
gigantesco monstruo de soledad que le había estado rondando el corazón desde
que había llegado a Nueva York. ¡Oh, aquella agonía! La agonía de estar
controlando a Shirley Lester y no poder inclinarse y besar, los labios
separados de Shirley. ¡Aquella inefable agonía!
Ese era el comienzo del cuento que empecé
a escribir para Collier’s. Iba a escribir una tierna y encantadora historia del
tipo chico-conoce-chica. Qué podría ser mejor, pensé. El mundo necesita
historias del tipo chico-conoce-chica. Pero para escribir una, por desgracia,
el escritor debe ponerse a la tarea de hacer que el chico conozca a la chica.
Yo no pude lograrlo con ésta. No y lograr que tuviera sentido. No pude juntar a
Horgenschlag y a Shirley como es debido. Y he aquí las razones:
Desde luego, era imposible que
Horgenschlag se inclinara y dijera con toda sinceridad:
- - Disculpe. La amo mucho. Estoy chiflado por
usted. Lo sé. Podría amarla toda la vida. Soy auxiliar de imprenta y gano
treinta dólares semanales. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?
Este Horgenschlag puede ser un chorras,
pero no tamaño chorras. Puede haber nacido ayer, pero no hoy. Uno no puede
esperar que los lectores de Collier’s se traguen esa clase de majadería.
Después de todo, cinco centavos son cinco centavos.
Por supuesto, no podía darle de pronto a
Horgenschlag un suero de la suavidad, mezcla de la vieja pitillera de William
Powell y el viejo sombrero de copa de Fred Astaire.
- -Por favor, no me interprete mal, señorita.
Soy ilustrador de revistas. Mi tarjeta. Me gustaría dibujarla más de lo que
nunca he querido dibujar a nadie en mi vida. Tal vez semejante empresa sería
para nuestro mutuo provecho. ¿Me permite que la telefonee esta tarde, o en un
futuro muy cercano? (Breve risa desenfadada.) Espero no sonar demasiado
desesperado. (Otra risa.) En realidad supongo que lo estoy.
Caray, muchacho. Esas líneas soltadas con
una sonrisa cansada y sin embargo jovial, y sin embargo despreocupada. Ojalá
Horgenschlag las hubiera soltado. Shirley, por supuesto, era también una vieja
entusiasta de Nelson Eddy, y miembro activo de la Biblioteca Circulante
Keystone.
Tal vez estén ustedes empezando a ver a
qué me enfrentaba.
Cierto, Horgenschlag podría haber dicho lo
siguiente:
- -Perdone, pero ¿no es usted Wilma
Pritchard?
A lo que Shirley habría respondido
fríamente, y buscando un punto neutro al otro extremo del autobús:
- -No.
- -Tiene gracia -podría haber proseguido
Horgenschlag-, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No
será usted por casualidad de Seattle?
- - No. -Aquel no era de un sitio con más
hielo.
- - Seattle es mi ciudad natal.
Punto neutro.
- - Gran pequeña ciudad, Seattle. Quiero decir
que realmente es una gran pequeña ciudad. Yo sólo llevo aquí (quiero decir en
Nueva York) cuatro años. Soy auxiliar de imprenta. Me llamo Justin
Horgenschlag.
- - Realmente no me interesa.
Oh, Horgenschlag no habría llegado a
ninguna parte en esa línea. No tenía el físico, la personalidad ni la ropa
buena para ganarse el interés de Shirley en esas circunstancias. No tenía
ninguna posibilidad. Y, como dije antes, para escribir una historia realmente
buena del tipo chico-conoce-chica es aconsejable hacer que el chico conozca a
la chica.
Quizá Horgenschlag podría haberse
desmayado, y al hacerlo haberse agarrado a algo en busca de apoyo: siendo el
apoyo el tobillo de Shirley. De ese modo podía haberle rasgado la media, o conseguido
adornársela con una estupenda y larga carrera. La gente se habría hecho a un
lado para dejarle sitio al fulminado Horgenschlag, y él se habría puesto en
pie, mascullando:
- - Ya estoy bien, gracias. -Y luego-: ¡Oh,
vaya! Lo siento muchísimo, señorita. Le he rasgado la media. Tiene que dejarme
que se la pague. Ahora mismo no llevo bastante en efectivo, pero deme su
dirección.
Shirley no le habría dado su dirección. Se
habría limitado a ponerse violenta y a estar torpe de palabra.
- -No importa, déjelo -habría dicho, deseando
que Horgenschlag no hubiera nacido. Y además, la idea entera carece de lógica.
A Horgenschlag, un muchacho de Seattle, no se le habría ocurrido agarrarse al
tobillo de Shirley. No en el autobús de la Tercera Avenida.
Pero lo que sí es más lógico es la
posibilidad de que Horgenschlag se hubiera desesperado. Todavía quedan unos
cuantos hombres que aman desesperadamente. Quizá Horgenschlag era uno. Podría
haberle arrebatado el bolso a Shirley y haber corrido con él hacia la puerta
trasera de salida. Shirley habría gritado. Los hombres la habrían oído, y se
habrían acordado del Álamo o algo por el estilo. La huida de Horgenschlag,
digamos, es ahora detenida. El autobús es parado. El agente Wilson, que no ha
hecho una buena detención en mucho tiempo, entra en escena. ¿Qué está pasando
aquí Guardia?, este hombre ha intentado robarme el bolso.
Horgenschlag es arrastrado ante el
tribunal. Shirley, por supuesto, debe asistir a la vista. Ambos dan sus
direcciones; con ello Horgenschlag queda informado del lugar de la divina
morada de Shirley.
El juez Perkins, que en su propia casa ni
siquiera puede conseguir una buena, realmente buena taza de café, condena a
Horgenschlag a un año de prisión. Shirley se muerde el labio, pero a
Horgenschlag se lo llevan.
En la cárcel, Horgenschlag escribe la
siguiente carta a Shirley Lester:
Querida Miss Lester:
No tenía verdadera intención de robarle el
bolso. Se lo cogí sólo porque la amo. Ya ve, solamente quería conocerla. Por
favor, ¿me escribirá usted una carta alguna vez cuando tenga tiempo? Aquí se
está bastante solitario y yo la amo mucho y quizá hasta vendría usted a verme
alguna vez si tiene tiempo.
Su amigo,
Justin Horgenschlag
Shirley enseña la carta a todas sus
amigas. Éstas dicen: “Ah, es una monada de carta, Shirley”. Shirley reconoce
que en cierto sentido sí es mona. Quizá la conteste. “¡Sí! Contéstala. Dale una
oportunidad. ¿Qué tienes que perder?” Así que Shirley contesta a la carta de
Horgenschlag.
Querido Mr. Horgenschlag:
Recibí su carta y realmente siento mucho
lo que ha ocurrido. Por desgracia poco podemos hacer al respecto a estas
alturas, pero me siento abominable tal como se han desarrollado los
acontecimientos. Sin embargo, su condena es corta y pronto estará fuera. Le
deseo la mayor suerte.
Le saluda atentamente,
Shirley Lester
Querida Miss Lester:
Nunca sabrá lo mucho que me animó recibir
su carta. No debería sentirse abominable en absoluto. Fue todo culpa mía por
ser tan loco, así que no se sienta de ese modo en absoluto. Aquí nos ponen
películas una vez a la semana y en realidad no está tan mal. Tengo treinta y un
años de edad y soy de Seattle. Llevo cuatro años en Nueva York y creo que es
una gran ciudad, sólo que de vez en cuando se siente uno bastante solo. Usted
es la chica más guapa que he visto nunca, incluso en Seattle. Me gustaría que
me viniera a ver algún sábado por la tarde durante las horas de visita, de 2 a
4, y yo le pagaré el billete de tren.
Su amigo,
Justin Horgenschlag
Shirley habría enseñado también esta carta
a todas sus amigas. Pero ésta no la contestaría. Cualquiera podía ver que este
Horgenschlag era un chorras y después de todo, ella había contestado a la primera carta. Si
contestaba a esta carta idiota la cosa podría eternizarse durante meses y todo
eso. Había hecho por el hombre cuanto había podido. Y vaya nombre.
Horgenschlag.
Mientras tanto, Horgenschlag lo está
pasando fatal en la cárcel, aun cuando les pasan películas una vez a la semana.
Sus compañeros de celda son Snipe Morgan y Slicer Burke, dos chicos de los
bajos fondos, que ven en la cara de Horgenschlag cierto parecido con un tipo de
Chicago que una vez se chivó de ellos. Están convencidos de que Cararrata
Ferrero y Justin Horgenschlag son una y la misma persona.
- -Pero yo no soy Cararrata Ferrero -les dice
Horgenschlag.
- - No me vengas con eso -dice Slicer, tirando
al suelo las escasas raciones de comida de Horgenschlag.
- -Zúmbale en la cabeza -dice Snipe.
- - Os digo que sólo estoy aquí por haberle
robado el bolso a una chica en el autobús de la Tercera Avenida -alega
Horgenschlag-. Sólo que en realidad no se lo robé. Me enamoré de ella, y ésa
era la única manera de poder conocerla.
- - No me vengas con eso -dice Slicer.
- - Zúmbale en la cabeza -dice Snipe.
Llega entonces el día en el que diecisiete
presos intentan llevar a cabo una fuga. Durante el periodo de juegos en el
patio de recreo, Slicer Burke, con artimañas hace caer a la sobrina del
alcaide, Lisbeth Sue, de ocho años, en sus garras. Rodea el talle de la niña
con sus manos de veinte por treinta centímetros y la sostiene en alto para que
la vea el alcaide.
- - ¡Eh, alcaide! -grita Slicer- abra esas
puertas o hay telón para la cría!
- -
¡Tío Bert, no tengo miedo! -grita Lisbeth
Sue.
- - iSuelta a esa niña, Slicer! -ordena el
alcaide, con toda la impotencia de su orden.
Pero Slicer sabe que tiene al alcaide
justo allí donde lo quiere. Diecisiete hombres y una niña pequeña y rubia salen
por las puertas. Dieciséis hombres y una niña pequeña y rubia salen sanos y
salvos. Un guardia de la torre alta cree ver una maravillosa oportunidad para
pegarle un tiro en la cabeza a Slicer, y con ello destruir la unidad del grupo
fugitivo. Pero falla, y sólo logra pegarle un tiro al hombrecillo que camina
nerviosamente detrás de Slicer, matándolo en el acto.
¿Adivinan de quién se trata?
Y así, mi proyecto de escribir para
Collier’s un cuento del tipo chico-conoce-chica, una tierna, memorable historia
de amor, se va al traste por la muerte de mi héroe.
Ahora bien, Horgenschlag no habría estado
nunca entre esos diecisiete hombres desesperados si la falta de respuesta de
Shirley a su segunda carta no lo hubiera desesperado y llenado de pánico. Pero
el hecho es que ella no contestó a su segunda carta. Nunca la habría
contestado, ni en cien años que hubieran pasado. Yo no puedo alterar los
hechos.
Y qué pena. Qué lástima que Horgenschlag,
en la cárcel, no fuera capaz de escribirle a Shirley Lester la siguiente carta:
Querida Miss Lester:
Espero que unas pocas líneas no la enojen
ni molesten. Le escribo, Miss Lester, porque me gustaría que supiera que no soy
un vulgar ladrón. Quiero que sepa que le robé el bolso porque me enamoré de
usted en cuanto la vi en el autobús. No se me ocurría ninguna manera de llegar
a conocerla salvo obrar precipitadamente -alocadamente, para ser exacto-. Pero
claro, uno es un loco cuando está enamorado.
Me enamoró el modo en que sus labios
estaban tan ligeramente separados. Usted representaba para mí la respuesta a
todo. Desde que llegué a Nueva York hace cuatro años no he sido infeliz, pero
tampoco he sido feliz. Más bien, la mejor manera de describirme es decir que he
sido uno de los millares de jóvenes de Nueva York que se limitan a existir.
Vine a Nueva York desde Seattle. Iba a
hacerme rico y famoso y a ir bien vestido ya tener suaves maneras. Pero en
cuatro años he sabido que no voy a hacerme rico ni famoso ni a ir bien vestido
ni a tener suaves maneras. Soy un buen auxiliar de imprenta, pero no soy más
que eso. Un día el impresor se puso enfermo, y yo tuve que ocupar su puesto.
Vaya lío que organicé, Miss Lester. Nadie acataba mis órdenes. A los cajistas
poco menos que se les escapaba la risa cuando les decía que se pusieran a
trabajar y no los culpo. Soy un idiota dando órdenes. Supongo que simplemente
soy uno de los muchos millones que no nacieron para dar nunca órdenes. Pero ya
no me importa. Hay un chico de veintitrés años que acaba de contratar mi jefe.
No tiene más que veintitrés años, y yo tengo treinta y uno y llevo cuatro
trabajando en el mismo sitio. Pero sé que un día él llegará a ser impresor
jefe, y yo seré su auxiliar. Pero ya no me importa saber esto.
Lo importante es amarla, Miss Lester. Hay
alguna gente que cree que el amor es sexo y matrimonio y besos a las seis y
niños, y tal vez sea así, Miss Lester. Pero ¿sabe lo que creo yo? Creo que el
amor es un chispazo y sin embargo no es un chispazo.
Supongo que para una mujer es importante
que los demás piensen en ella como en la mujer de un hombre que es rico,
apuesto, ingenioso o que cae bien. Yo ni siquiera caigo bien. Ni siquiera soy
odiado. Sólo soy… sólo soy… Justin Horgenschlag. Yo nunca pongo a la gente
alegre, triste, la enfado o ni siquiera le repugno. Creo que la gente me
considera un buen tipo, pero eso es todo.
Cuando era niño nadie me señalaba por ser
mono ni listo ni guapo. Si tenían que decir algo decían que tenía unas
piernecitas muy robustas.
No espero una contestación a esta carta,
Miss Lester. Nada en el mundo me gustaría más que una contestación, pero en
verdad no la espero. Simplemente quería que supiera usted la verdad. Si mi amor
por usted me ha llevado a un nuevo y gran pesar, yo soy el único culpable.
Tal vez un día comprenda y perdone a su
torpe admirador,
Justin Horgenschlag
Tal carta no sería más improbable que la
siguiente:
Querido Mr. Horgenschlag:
Recibí su carta, que me encantó. Me siento
culpable y lamento muchísimo que los acontecimientos se hayan desarrollado como
lo han hecho. ¡Ojalá me hubiera usted hablado en vez de cogerme el bolso! Pero
claro, supongo que entonces yo le habría respondido con la típica frialdad.
Es la hora del almuerzo, y estoy aquí sola
en la oficina escribiéndole. Sentí que hoy quería estar sola a la hora del
almuerzo. Sentí que si tenía que ir a almorzar con las chicas en el
Autoservicio y se pasaban la comida charloteando como de costumbre, me iba a
poner a gritar de pronto.
No me importa que no sea usted un
triunfador, ni que no sea apuesto, ni rico, ni famoso, ni que no tenga maneras
suaves. Hubo un tiempo en el que sí me habría importado. Los últimos años de
colegio estaba siempre enamorada del Don Fascinante de turno. Donald Nicolson,
el chico que caminaba bajo la lluvia y se sabía del revés todos los sonetos de
Shakespeare. Bob Lacey, el guaperas que era capaz de hacer canasta desde la
mitad de la pista, con el marcador en empate y el tiempo casi acabado. Harry
Miller, que era tan tímido y tenía aquellos ojos tan bonitos color castaño
perenne.
Pero esa parte loca de mi vida ha acabado.
La gente de su oficina a la que se le
escapa la risa cuando usted les daba órdenes está ya en mi lista negra. Los
odio como nunca he odiado a nadie.
Usted me vio cuando iba toda maquillada.
Sin el maquillaje, créame, no soy ninguna belleza arrebatadora. Por favor,
dígame cuándo le está permitido tener visitas. Quisiera que me mirara una
segunda vez. Quisiera estar segura de que no me pilló en mi mejor falso
momento.
iOh, ojalá le hubiera usted dicho al juez
por qué me robó el bolso! Podríamos estar juntos y hablar de tantísimas cosas
como me parece que tenemos en común.
Por favor, hágame saber cuándo puedo ir a
verlo.
Le saluda atentamente,
Shirley Lester
Pero Justin Horgenschlag nunca llegó a
conocer a Shirley Lester. Ella se bajó en la calle 56, y él se bajó en la calle
32. Aquella noche Shirley Lester fue al cine con Howard Lawrence, de quien
estaba enamorada. Howard pensaba que Shirley era estupenda para salir por ahí
con ella, pero la cosa no pasaba de ahí. Y Justin Horgenschlag aquella noche se
quedó en casa y escuchó la emisión dramática del jabón de baño Lux. Pensó en
Shirley toda la noche, todo el día siguiente, y muy a menudo durante aquel mes.
Luego, de repente, le presentaron a Doris Hillman, que estaba empezando a temer
que no iba a encontrar marido. Y entonces, antes de que Justin Horgenschlag se
diera cuenta, Doris Hillman y otras
cosas estaban archivando a Shirley Lester en el fondo de su memoria. Y Shirley
Lester, la idea de ella, dejó de ser asequible.
Y esa es la razón por la que nunca escribí
para Collier’s un cuento del tipo chico-conoce-chica. En una historia del tipo
chico-conoce-chica el chico debería conocer siempre a la chica.
El corazón de una historia quebrada (1941)
J. D. Salinger
traducción de Javier Marías
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