1961
“FRANNY apareció en The New Yorker, en 1955, y fue rápidamente seguido por Zooey, en 1957. Ambos relatos son
tempranas y graves entradas de una serie de narraciones acerca de una familia
de habitantes del New York del siglo veinte, los Glass. Es un proyecto a largo término, evidentemente muy ambicioso,
y existe el peligro suficiente como para que, tarde o temprano, en algún
momento me enrede demasiado y quizás desaparezca por completo en mis propios
métodos, locuciones y manierismos. No obstante, tengo esperanzas acerca de
ello. Me encanta trabajar en las historias sobre los Glass, estuve toda mi vida
esperando hacerlo y tengo la decencia y la monomanía justa como para acabarlo
con la debida preocupación y la destreza necesaria.
Algunas de
estas historias, además de FRANNY y
ZOOEY, ya fueron publicadas en The
New Yorker, y hay material nuevo que está pronto a aparecer. Tengo también
muchísimo material en papel, sin fecha de aparición, pero espero no “montar un
número con él”, para usar una expresión popular, al menos por un tiempo. Yo
mismo trabajo a una lubricada velocidad en esto, pero mi alter-ego y
colaborador, Buddy, se ha puesto insufrible últimamente.
Considero
bastante subversivo el hecho de que el sentimiento de anonimato-oscuridad es la
segunda propiedad de más valor que un escritor pueda tener en sus años de
trabajo.
Mi esposa me
ha pedido que agregase, en un singular arrebato de candor, que vivo en Westport
con mi perro.”
(Notes a la coberta de Franny and
Zooey,
Setembre de 1961.)
“El lavabo de
señoras de Sickler’s era casi tan grande como el propio comedor y, en cierto
sentido, apenas menos cómodo. Nadie lo atendía y, al parecer, estaba vacío cuando
Franny entró. Se quedó parada un momento –casi como si fuese el punto de alguna
cita– en mitad del suelo de baldosas. Tenía gotas de sudor en la frente y la
boca abierta, y estaba todavía más pálida que en el comedor. Luego, de pronto y
muy deprisa, entró en la cabina más alejada y de aspecto más anónimo de las
siete u ocho –que, por suerte, se abrían sin necesidad de meter una moneda–,
cerró la puerta tras de sí y, con cierta dificultad, echó el cerrojo. Sin
prestar atención al entorno, se sentó. Juntó las rodillas con firmeza, como
para convertirse en una unidad más pequeña y compacta. Luego colocó las manos
verticalmente sobre sus ojos y apretó con fuerza, como si quisiera paralizar el
nervio óptico y ahogar todas las imágenes en una negrura abismal. Sus dedos
extendidos, aunque temblorosos –o porque estaban temblorosos–, parecían
extrañamente bonitos y elegantes. Mantuvo esta posición tensa y casi fetal
durante un momento de suspensión; después se echó a llorar. Lloró durante cinco
minutos seguidos. Lloró sin intentar contener ninguna de las manifestaciones
más ruidosas de la pena y la confusión, con todos los convulsos sonidos
guturales que hace un niño histérico cuando el aire trata de salir a través de
una epiglotis parcialmente cerrada. Sin embargo, cuando al fin paró,
sencillamente paró, sin las dolorosas, punzantes inspiraciones que suelen
seguir a un estallido violento. Cuando dejó de llorar, fue como si se hubiese
producido un decisivo cambio que tuvo en su cuerpo un efecto inmediato y pacificador.
Con el rostro bañado en lágrimas pero inexpresivo, casi bobo, cogió su bolso
del suelo, lo abrió y sacó el librito encuadernado en tela verde. Lo puso en su
regazo –más bien, sobre sus rodillas– y lo miró, lo contempló fijamente, como
si ése fuera el lugar más indicado para un librito encuadernado en tela verde.
Al cabo de un momento, cogió el libro, lo levantó hasta la altura del pecho y
lo estrechó contra sí firmemente durante breves instantes. Luego lo metió de
nuevo en el bolso, se puso de pie y salió de la cabina. Se lavó la cara con
agua fría, se la secó con una toalla que colgaba de un toallero alto, se volvió
a pintar los labios, se peinó y salió de los lavabos. “
Franny y Zooey
J.D.Salinger
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