"Vi a
Salinger en un autobús de la Quinta Avenida de Nueva York. Lo vi, estoy seguro
de que era él. Ocurrió hace tres años cuando, al igual que ahora, simulé una
depresión y logré que me dieran, por un buen periodo de tiempo, la baja en el
trabajo. Me tomé la libertad de pasar un fin de semana en Nueva York. No estuve
más días porque obviamente no me convenía correr el riesgo de que me llamaran
de la oficina y no estuviera localizable en casa. Estuve sólo dos días y medio
en Nueva York, pero no puede decirse que desaprovechara el tiempo. Porque vi
nada menos que a Salinger. Era él, estoy seguro. Era el vivo retrato del
anciano que, arrastrando un carrito de la compra, habían fotografiado, hacía
poco, a la salida de un hipermercado de New Hampshire.
Jerome David
Salinger. Allí estaba al fondo del autobús. Parpadeaba de vez en cuando. De no
haber sido por eso, me habría parecido más una estatua que un hombre. Era él.
Jerome David Salinger, un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la
historia del arte del No.
Autor de
cuatro libros tan deslumbrantes como famosísimos —The Catcher in the Rye
(1951), Nine Stories (1953), Franny and Zooey (1961) y Raise High the Roof
Beam, Carpenters; Seymour: An Introduction (1963)—, no ha publicado hasta el
día de hoy nada más, es decir que lleva treinta y seis años de riguroso
silencio que ha venido acompañado, además, de una legendaria obsesión por
preservar su vida privada.
Le vi en ese
autobús de la Quinta Avenida. Le vi por causalidad, en realidad le vi porque me
dio por fijarme en una chica que iba a su lado y que tenía la boca abierta de
un modo muy curioso. La chica estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el
tablero de la pared del autobús. Por lo visto, cuando la chica leía se le
aflojaba ligeramente la mandíbula. En el breve instante en que la boca de la
chica estuvo abierta y los labios estuvieron separados, ella —por decirlo con
una expresión de Salinger— fue para mí lo más fatal de todo Manhattan.
Me enamoré.
Yo, un pobre español viejo y jorobado, con nulas esperanzas de ser
correspondido, me enamoré. Y aunque viejo y jorobado, actué desacomplejado,
actué como lo haría cualquier hombre repentinamente enamorado, quiero decir que
lo primero de todo que hice fue mirar si la acompañaba algún hombre. Entonces
fue cuando vi a Salinger y me quedé de piedra: dos emociones en menos de cinco
segundos.
De pronto, me
había quedado dividido entre el enamoramiento repentino que acababa de sentir
por una desconocida y el descubrimiento —al alcance de muy pocos— de que estaba
viajando con Salinger. Quedé dividido entre las mujeres y la literatura, entre
el amor repentino y la posibilidad de hablarle a Salinger y con astucia
averiguar, en primicia mundial, por qué él había dejado de publicar libros y
por qué se ocultaba del mundo.
Tenía que
elegir entre la chica o Salinger. Dado que él y ella no se hablaban y por lo
tanto no parecía que se conocieran entre ellos, me di cuenta de que no tenía
demasiado tiempo parar elegir entre uno u otro. Debía obrar con rapidez. Decidí
que el amor tiene que ir siempre por delante de la literatura, y entonces
planeé acercarme a la chica, inclinarme ante ella y decirle con toda
sinceridad:
—Perdone,
usted me gusta mucho y creo que su boca es lo más maravilloso que he visto en
mi vida. Y también creo que, aquí donde me ve, jorobado y viejo, yo podría, a
pesar de todo, hacerla muy feliz. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta
noche?
Me vino a la
memoria de pronto un cuento de Salinger, The Heart of a Broken Story (El
corazón de una historia quebrada), en el que alguien planeaba en un autobús, al
ver a la chica de sus sueños, una pregunta casi calcada a la que había yo en
secreto formulado. Y recordé el nombre de la chica del cuento de Salinger: Shirley
Lester. Y decidí que provisionalmente llamaría así a mi chica: Shirley.”
Bartleby y compañia
Enrique Vila-Matas
1999
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