« ¡Todo el mundo abajo y llevaos
las herramientas! ¡Hale, hale!». Intentamos salvar la fogata, pero no es
posible; entretanto la carretilla se ha puesto al rojo vivo. Ahora puedo
entender perfectamente las dificultades de los hombres de la edad de piedra,
que guardaban el fuego como el más valioso y sagrado de los bienes. Una vez más
nos metemos en el vetusto carromato y, hacinados, acurrucados, de nuevo se nos
transporta, dando tumbos, a través de la tiniebla, iluminada de cuando en
cuando por los pálidos relámpagos de la producción. Siempre dentro de la zona
fabril, pero a un sector completamente distinto, Schweigern, zona de molinos de
coque, donde se nos descarga. Hay que descender varios tramos de escalera, la
luz se hace cada vez más escasa, todo se vuelve más sombrío y polvoriento. Te
creías que el polvo que había era ya algo demencial, difícilmente soportable,
pero descubres que la cosa empieza en realidad ahora. Te ponen en la mano un
soplete de aire comprimido y con él tienes que limpiar las capas de un dedo de
polvo que cubren la superficie de las máquinas y las rendijas intermedias. En
un abrir y cerrar de ojos se forma tal concentración de polvo que te resulta
imposible ver la mano que tienes delante de los ojos. No es ya que respires el
polvo, es que te lo tragas y te lo comes. Te ahogas. Cada inspiración de aire
es un tormento. Entre una y otra intentas contener la respiración, pero no hay
escapatoria, puesto que tienes que hacer el trabajo. El capataz está de pie en
el rellano de la escalera, por donde entra un poco de aire fresco, como el guardián
de una cuerda de presos. Exclama: « ¡Daos prisa! Si os la dais, en dos o tres horas
habréis terminado y podréis volver al aire libre».
Tres horas. Eso significa
realizar tres mil inspiraciones de aire. Eso significa bombear polvo de coque a
los pulmones hasta dejarlos repletos. Además huele a gas de coque y se queda
uno ligeramente atontado. Se me ocurre preguntar si no hay máscaras de seguridad,
y Mehmet me ilustra al respecto: «No nos las dan porque trabajo entonces no tan
rápido y jefe dice no tienen dinero para comprarlas». Incluso los compañeros
que hace ya tiempo que están aquí dan muestras de tener miedo. Helmut, un
alemán de apenas treinta años pero que parece como si pronto fuera a cumplir
los cincuenta, recuerda: «Hace un año murieron en el sector de altos hornos
seis compañeros, a consecuencia de unas repentinas emanaciones de gas. Les
entró un pánico mortal y, en vez de bajar las escaleras, se quedaron arriba,
cuando el gas también asciende. Un amiguete mío que trabajaba en la misma
cuadrilla se salvó sólo porque la noche anterior había bebido mucho y a la
mañana siguiente estaba aún tan tieso que se quedó dormido».
Mientras nosotros, de pie entre
nubes de polvo, introducimos éste a paletadas en sacos de plástico, unos
mecánicos de Thyssen irrumpen escaleras arriba hacia el aire libre. « ¡Estáis
majaras! ¡No se puede trabajar con semejante porquería!», nos grita uno al pasar.
Y media hora más tarde un encargado de seguridad de la factoría Thyssen nos honra
con su visita. Tapándose la nariz mientras pasa presuroso: «Los compañeros se han
quejado de que no pueden trabajar en medio de la porquería que estáis
levantando, así que haced el favor de daros prisa y terminad pronto». Y, dicho
esto, se marcha. El trabajo dura hasta el cambio de turno. Durante la última
hora hay que cargarse a la espalda los pesados sacos de polvo, subirlos por la
escalera de hierro hasta el exterior y echarlos en un contenedor. Pese a lo
dura que para los huesos resulta dicha tarea, el hecho de que, una vez arriba,
puedo meter en los pulmones un poquitín de «aire fresco», lo vivo como una
liberación.
En un descanso de veinte minutos
nos sentamos en la escalera de hierro, donde hay menos polvo. Los compañeros
turcos insisten en que comparta con ellos sus bocadillos, ya que observan que
no me he llevado nada para comer. Nedim, el mayor de ellos, me echa en el vaso
algo de té de su termo. Se dan entre sí lo poco que tienen y, en general, se
tratan con delicadeza y amabilidad, cosa que rara vez he presenciado entre trabajadores
alemanes. Llama la atención el que, por lo común, durante los descansos se sitúan
aparte de los compañeros alemanes y que sólo en muy raras ocasiones hablan entre
sí en turco. Lo más corriente es que se entiendan en un alemán muy
rudimentario, o que permanezcan callados mientras los compañeros alemanes
llevan la voz cantante. Más adelante Nedim me explica el motivo: «Los alemanes
pretenden que hablamos mal de ellos, y algunos opinan que nos hacemos demasiado
fuertes si hablamos en nuestro idioma entre nosotros. Quieren enterarse de
todo, para así podernos mangonear mejor». Esto es algo que compruebo por mí
mismo más tarde, cuando Alfred, especie de portavoz de los alemanes, interviene
furioso en un descanso, porque los compañeros turcos hablan entre sí en turco:
«A ver si hacéis el favor de hablar alemán, si es que tenéis algo que decir. En
Alemania todavía se habla un alemán decente. Cuando volváis a casa, y ojalá que
eso suceda pronto, podréis hablar todo el tiempo que queráis vuestro idioma de
mierda, allí, en el culo del mundo, que es lo vuestro».
Günter Wallraff
Cabeza de turco
Traducción: Pablo Sorozábal
Círculo de lectores,
1987
pág: 85-87
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