“—Cuando vi a mis padres
llorando de aquel modo, llorando a lágrima viva, llorando y gritando de
alegría, todo se vino abajo. Pero ahí está el quid. La caída reveló la verdad.
¡Claro que no querían que muriera! Me quieren. ¿Por qué no me decían eso, en
vez de hablar de los gozos del cielo? Entonces lo vi como un ser humano normal.
Normal y bueno. No se trataba de Dios en absoluto. Aquello era una estupidez.
Fue como si un adulto hubiera entrado en una habitación llena de niños que se
están amargando la vida y hubiera dicho: Eh, basta de tonterías, ¡es la hora
del té! Usted fue la adulta. Lo sabía todo pero no lo dijo. Se limitó a hacer
preguntas y a escuchar. Toda la vida y el amor que tiene por delante: lo
escribió usted. Eso es lo que usted tiene. Y mi revelación. Desde «Salley
Gardens» en adelante.
Ella dijo,
sin deponer su expresión grave:
—Como si me
hubiera explotado la cabeza.
Él se rió,
complacido de que a su vez le citara.
—Fiona, casi
puedo tocar entera esa pieza de Bach sin un error. Puedo tocar el tema de
Coronation Street. He leído The Dream
Songs de Berryman. Voy a actuar en una obra de teatro
y tengo que pasar unos exámenes antes de Navidad. ¡Y gracias a usted me sé de
memoria a Yeats!
—Sí —dijo
ella, en voz baja.
Él se inclinó
hacia delante apoyado en los codos, y sus ojos oscuros brillaban bajo la luz
espantosa y toda la cara parecía temblarle de expectación, de insoportable
apetito.
Ella lo pensó
un momento y dijo, en un susurro:
—Espera aquí.
Se levantó,
dudó y pareció a punto de cambiar de idea y sentarse. Pero dejó a Adam, cruzó
la biblioteca, salió al pasillo. Pauling estaba a unos pasos de distancia,
fingiendo que se interesaba por las páginas del libro de visitas que descansaba
encima de una mesa con tablero de mármol. Le dio unas rápidas instrucciones en
voz baja, volvió a la biblioteca y cerró la puerta tras ella.
Adam se había
retirado de los hombros el paño de cocina y estaba examinando el collage de
atracciones locales. Cuando Fiona se sentó de nuevo dijo:
—
Nunca he oído hablar de
ninguno de estos sitios.
—
Hay muchas cosas por
descubrir.
Cuando se disiparon los efectos de la interrupción, dijo:
—Así que has perdido tu fe.
Él pareció escabullirse.
—Sí, quizá.
No lo sé. Creo que me da miedo decirlo en voz alta. La verdad es que no sé dónde
estoy. O sea, lo que ocurre es que cuando te has alejado un poco de los
Testigos, también podrías alejarte del todo. ¿Para qué sustituir un cuento
infantil por otro?
—Quizá todo el
mundo necesita esos cuentos.
Él sonrió con
indulgencia.
—No creo que
lo diga en serio. Ella sucumbió a su costumbre de sintetizar las opiniones
ajenas.
—Viste llorar
a tus padres y estás confuso porque sospechas que su amor por ti es más grande
que su creencia en Dios o en la otra vida. Tienes que alejarte. Es
perfectamente natural a tu edad. Quizá vayas a la universidad. Eso te ayudaría.
Pero sigo sin entender por qué has venido. Y, más concretamente, qué vas a
hacer ahora. ¿Adónde piensas ir?
Esta segunda
pregunta inquietó más a Adam.
—Tengo una
tía en Birmingham. La hermana de mi madre. Me hospedará durante una o dos
semanas.
— ¿Te está
esperando?
—Más o menos.
Ella estaba a
punto de pedirle que mandara otro mensaje cuando él extendió la mano a lo largo
de la mesa, y con la misma rapidez ella retiró la suya y la posó en el regazo.
Él no
soportaba mirarla o que ella le mirase mientras hablaba. Se puso las manos en
la frente, tapándose los ojos.
—Mi pregunta
es ésta. Cuando la oiga pensará que es muy estúpida. Pero, por favor, no la
rechace sin más. Dígame, por favor, que se lo pensará.
— ¿Y bien?
Él lo dijo
mirando al tablero de la mesa.
— Quiero irme
a vivir con usted.
Ella aguardó
a que dijera algo más. Nunca habría previsto una petición semejante. Pero ahora parecía obvia.
Él seguía sin
poder mirarla a los ojos. Hablaba deprisa, como avergonzado por su propia voz.
Lo tenía todo pensado.
—Podría
hacerle pequeños trabajos, tareas domésticas, recados. Y usted me daría listas
de lectura, ya sabe, todo lo que crea que debería conocer…
La había
seguido a través del país, por la calle, había caminado bajo una tormenta para
pedírselo. Era una ampliación lógica de su fantasía de un largo viaje en barco
con ella, hablando todo el día mientras paseaban de un lado a otro de la
cubierta. Lógica y descabellada. E inocente. El silencio les envolvió y les
ató. Hasta el golpeteo del calefactor parecía remitir, y no se oía ningún ruido
fuera de la habitación. Él seguía tapándose la cara. Ella fijó la mirada en las
espirales castaño oscuro de su pelo joven y saludable, ahora completamente seco
y reluciente.
Dijo, con
suavidad:
—Sabes muy
bien que no puede ser.
—No me
entrometería; entre usted y su marido, me refiero. —Finalmente retiró las manos
y la miró—. Como si fuera un inquilino, ¿sabe? Cuando haya terminado los
exámenes podría encontrar un trabajo y pagarle un alquiler.
Ella vio la
habitación de huéspedes y sus dos camas individuales gemelas, los ositos y los
demás animales de peluche en el cesto de mimbre, el armario de los juguetes tan
repleto que una de las puertas no cerraba. Tosió bruscamente y se levantó,
recorrió toda la longitud de la biblioteca hasta la ventana y fingió que miraba
hacia la oscuridad. Por fin, sin volverse, dijo:
—Sólo tenemos
un cuarto de invitados y un montón de sobrinos y sobrinas.
— ¿Quiere
decir que ésa es la única objeción?
Sonó un
golpecito en la puerta y entró Pauling.
—Estará aquí
dentro de dos minutos, su señoría —dijo, y se retiró.
Ella se
apartó de la ventana, volvió hacia Adam y se agachó para recoger su mochila del
suelo.
—Mi
secretario te acompañará en un taxi, primero a la estación para que compres un
billete a Birmingham mañana por la mañana y luego a un hotel cercano.
Tras una
pausa él se puso en pie despacio y cogió la mochila de las manos de Fiona. A
pesar de su estatura parecía un niño pequeño asustado.
— ¿Y ya está?”
La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama, 2015
pág. 164-167
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