“—Un
recuerdo. Del verano.
— ¿Sí? —En su
tono sólo había una curiosidad ligera.
—Un chico
tocó para mí esa canción con su violín. Era un principiante. Fue en un
hospital. Yo le acompañé cantando. Creo que hicimos un poco de ruido. Después
quiso tocarla otra vez, pero yo tenía que irme.
Jack no
estaba de humor para acertijos. Se esforzó en reprimir la irritación en su voz.
—Vuelve a
empezar. ¿Quién era?
—Un chico muy
extraño y muy guapo.
Lo dijo
vagamente, como con desgana.
— ¿Y?
—Suspendí la
vista mientras iba a verle al hospital. Te acordarás. Un testigo de Jehová muy
enfermo que rechazaba el tratamiento. Salió en los periódicos.
Si había que
recordárselo era porque él estaba en el dormitorio de Melanie en aquel momento.
De lo contrario hubieran comentado el caso.
Dijo,
incondicional:
—Creo que me
acuerdo.
—Autoricé al
hospital a que le tratase y se recuperó. La sentencia tuvo…, le afectó mucho.
Estaban como
un momento antes, a ambos lados del fuego, que ahora desprendía un calor
intenso.
—Creo…, creo
que me tomó un gran afecto.
Jack posó su
copa vacía.
—Sigue.
—Cuando hice
el circuito me siguió a Newcastle. Y yo…
No iba a
decirle lo que ocurrió allí, pero luego cambió de opinión. No tenía sentido
ocultar algo ahora.
—Anduvo bajo
la lluvia para venir a buscarme y… Cometí una estupidez. En el hotel. Perdí la
cabeza… Le besé. Le besé.
Él dio un
paso atrás para apartarse del fuego, o de ella. A Fiona ya le daba igual.
—Era el
muchacho más dulce del mundo —susurró—. Quería venir a vivir con nosotros.
— ¿Nosotros?
Jack Maye
había llegado a la mayoría de edad en los años setenta, en medio de todas las
corrientes intelectuales de la época. Había enseñado en una universidad durante
toda su vida adulta. Lo sabía todo sobre lo ilógico del doble rasero, pero el conocimiento
no le protegió. Fiona vio en su cara la ira que le tensaba los músculos de la
mandíbula, le endurecía los ojos.
—Pensaba que
yo podía cambiarle la vida. Supongo que quería convertirme en una especie de
gurú. Pensaba que yo podía… Era tan serio, estaba tan hambriento de vida, de
todo. Y yo no…
—O sea que le
besaste y quería vivir contigo. ¿Qué intentas decirme?
—Le rechacé.
—Movió la cabeza y por un momento no pudo hablar.
Después miró
a Jack. Él se mantenía muy apartado de ella, con los pies separados, los brazos
cruzados y su cara bonancible, todavía agraciada, rígida de furia. Por el
cuello abierto de la camisa le asomaba un mechón ensortijado de vello canoso.
Alguna vez ella le había visto rizárselo con un peine. Que en el mundo hubiera
tantos detalles de este tipo, tantos puntos diminutos de fragilidad humana,
amenazó con aplastarla, y tuvo que desviar la mirada.
Sólo
entonces, cuando escampó, se dieron cuenta de que la lluvia había estado
fustigando las ventanas.
Él rompió
este silencio másprofundo.
— ¿Y qué
ocurrió? —dijo—. ¿Dónde está ahora?
Ella contestó
con una calma monocorde.
—Runcie me lo
ha dicho esta noche. Hace unas semanas la leucemia volvió a aparecer y le
ingresaron en un hospital. Se negó a permitir que le hicieran una transfusión.
Lo decidió él. Tenía dieciocho años y nadie pudo hacer nada. Se negó y los
pulmones se le llenaron de sangre y murió.
—Así que ha
muerto por su fe.
—La voz de su
marido era fría.
Ella le miró
sin comprenderle. Era consciente de que no se había explicado en absoluto, de
que había muchas cosas que no le había dicho.
—Creo que fue
un suicidio.”
La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama, 2015
pág. 205-207
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