4 de nov. 2016

el llibre del mes, comiat

“—Un recuerdo. Del verano.
— ¿Sí? —En su tono sólo había una curiosidad ligera.
—Un chico tocó para mí esa canción con su violín. Era un principiante. Fue en un hospital. Yo le acompañé cantando. Creo que hicimos un poco de ruido. Después quiso tocarla otra vez, pero yo tenía que irme.
Jack no estaba de humor para acertijos. Se esforzó en reprimir la irritación en su voz.
—Vuelve a empezar. ¿Quién era?
—Un chico muy extraño y muy guapo.
Lo dijo vagamente, como con desgana.
— ¿Y?
—Suspendí la vista mientras iba a verle al hospital. Te acordarás. Un testigo de Jehová muy enfermo que rechazaba el tratamiento. Salió en los periódicos.
Si había que recordárselo era porque él estaba en el dormitorio de Melanie en aquel momento. De lo contrario hubieran comentado el caso.
Dijo, incondicional:
—Creo que me acuerdo.
—Autoricé al hospital a que le tratase y se recuperó. La sentencia tuvo…, le afectó mucho.
Estaban como un momento antes, a ambos lados del fuego, que ahora desprendía un calor intenso.
—Creo…, creo que me tomó un gran afecto.
Jack posó su copa vacía.
—Sigue.
—Cuando hice el circuito me siguió a Newcastle. Y yo…
No iba a decirle lo que ocurrió allí, pero luego cambió de opinión. No tenía sentido ocultar algo ahora.
—Anduvo bajo la lluvia para venir a buscarme y… Cometí una estupidez. En el hotel. Perdí la cabeza… Le besé. Le besé.
Él dio un paso atrás para apartarse del fuego, o de ella. A Fiona ya le daba igual.
—Era el muchacho más dulce del mundo —susurró—. Quería venir a vivir con nosotros.
— ¿Nosotros?
Jack Maye había llegado a la mayoría de edad en los años setenta, en medio de todas las corrientes intelectuales de la época. Había enseñado en una universidad durante toda su vida adulta. Lo sabía todo sobre lo ilógico del doble rasero, pero el conocimiento no le protegió. Fiona vio en su cara la ira que le tensaba los músculos de la mandíbula, le endurecía los ojos.
—Pensaba que yo podía cambiarle la vida. Supongo que quería convertirme en una especie de gurú. Pensaba que yo podía… Era tan serio, estaba tan hambriento de vida, de todo. Y yo no…
—O sea que le besaste y quería vivir contigo. ¿Qué intentas decirme?
—Le rechacé. —Movió la cabeza y por un momento no pudo hablar.
Después miró a Jack. Él se mantenía muy apartado de ella, con los pies separados, los brazos cruzados y su cara bonancible, todavía agraciada, rígida de furia. Por el cuello abierto de la camisa le asomaba un mechón ensortijado de vello canoso. Alguna vez ella le había visto rizárselo con un peine. Que en el mundo hubiera tantos detalles de este tipo, tantos puntos diminutos de fragilidad humana, amenazó con aplastarla, y tuvo que desviar la mirada.
Sólo entonces, cuando escampó, se dieron cuenta de que la lluvia había estado fustigando las ventanas.
Él rompió este silencio másprofundo.
— ¿Y qué ocurrió? —dijo—. ¿Dónde está ahora?
Ella contestó con una calma monocorde.
—Runcie me lo ha dicho esta noche. Hace unas semanas la leucemia volvió a aparecer y le ingresaron en un hospital. Se negó a permitir que le hicieran una transfusión. Lo decidió él. Tenía dieciocho años y nadie pudo hacer nada. Se negó y los pulmones se le llenaron de sangre y murió.
—Así que ha muerto por su fe.
—La voz de su marido era fría.
Ella le miró sin comprenderle. Era consciente de que no se había explicado en absoluto, de que había muchas cosas que no le había dicho.

—Creo que fue un suicidio.”



La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama,  2015
pág. 205-207 

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