La muchacha de las bragas de oro
Juan Marsé
Premio Planeta 1978
Primera edición, 1978
Luys Forest, viejo escritor falangista, viudo y con un
prestigio literario ya reducido a casi nada, se dedica a escribir su memorias, en las que retoca incesantemente su pasado
para convertir hechos vulgares, desagradables o incómodos en lo que le parece
más novelesco, poético u oportuno en la situación actual; a su lado, su sobrina
Mariana -la muchacha de las bragas de oro, que da un título a la novela- le acosa con una
voz desgarrada y cínica que combate las fabulaciones mentirosas del escritor.
Pero en este juego de rehacer interesadamente la verdad de su pasado va a darse
una cascada de sorpresas que proporcionarán un final inesperado al libro.
Fragmento
Hay cosas que
uno debe apresurarse a contar antes de que nadie le pregunte.
Cuando,
después de mucho torturar el párrafo, Luys Forest lo dio finalmente por bueno, advirtió que no llevaba agenda ni bolígrafo. Prosiguió su paseo por la playa cojeando
levemente, golpeando conchas con el bastón, tras el perro ansioso que husmeaba
corrupciones. En la concavidad vertiginosa de las olas que avanzaban hasta
desplomarse, giraban algas muertas y el último reflejo del poniente.
Dejó atrás el
Sanatorio Marítimo, ruinoso y abandonado, y se internó en los pálidos mosaicos
de una urbanización fantasma, una vasta obra paralizada.
Se diluían en
su mente el estruendo del mar y el párrafo obsesivo. Después de todo, pensó, es
un poco confuso. Sentía crecer aquel sentimiento espectral de su vida que le
aquejaba desde hacía algún tiempo, la irrealidad del entorno y la
provisionalidad de las cosas, incluida la curiosidad que su retorno había
despertado en el pueblo, y que removía una memoria amarga, fermentada
retrospectivamente por el rumor y la maledicencia. Llevaba cuatro meses
trabajando en la versión definitiva de su autobiografía, el segundo borrador de seiscientos folios —una
orgía desenfrenada de tachaduras y serpenteantes enmiendas—, y parecía haberse
propuesto vivir de manera que el mundo no pudiera hablar de él ni alcanzarle:
no recibía visitas ni correspondencia ni cultivaba forma alguna de contacto con
el pueblo, a excepción de su diario
paseo por la playa, al atardecer, precedido siempre por su perro y su memoria de
arena.
Más allá de
las dunas erizadas de rastrojos, cerca
de la orilla, vio a un joven con boina
que fumaba echado entre dos maltrechas maletas, la cabeza recostada en un macuto gris. Frente
a él, una muchacha de piel blanca se
adentraba despacio en el mar, pero no se
hundía; emergía remontando un banco de arena. Los brazos en jarras, de
espaldas, agitó el pelo castaño
escarolado y se quedó parada, el agua repentinamente encalmada y silenciosa
alrededor de sus corvas de nieve. Volvió
la cabeza hacia su amigo y señaló el horizonte con el brazo extendido: Ibiza.
Forest
reanudaba su caminata, la vista fija en la contera del bastón, pero algo, el
chillido o la forma borrosa de un pájaro volando —era esa hora del crepúsculo
en la que es difícil precisar si ciertas cosas se ven o se oyen—, atrajo de
nuevo su atención sobre la chica, sobre las alas color miel desplegadas en sus
nalgas, un triángulo dorado que la
última luz del ocaso, replegándose, ahora encendía.
Una hora
después, de vuelta a casa y cuando abría la puerta vidriera, frente a la playa,
se paró a observar a la misma joven que avanzaba muy decidida hasta él desde el
muro del paseo, descalza, con las alpargatas y la pequeña portátil de
escribir en una mano, arrastrando con la
otra una pesada maleta adornada con calcomanías y pegatinas. Era clara y
esbelta, de largos ojos grises en medio de una perversa constelación de pecas.
No la reconoció hasta tenerla muy cerca y oír su voz enredada en humo, sujeta a un susurro soñoliento, casi
inaudible. “
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