Esa puta tan
distinguida
Juan Marsé
Lumen, 2016
“No es
frecuente que una novela empiece con las desenvueltas respuestas de su autor a
una hipotética entrevista de la que se han suprimido las preguntas. Ahí se nos presenta Juan Marsé, en primera persona, autor y protagonista de esta
novela, aunque no sea exactamente
autobiográfica. También sabemos que corre el año de 1982, cuando el escritor ha aceptado el encargo de
escribir el esbozo de un guion de cine sobre un asesinato que se cometió en un
cine de su barrio, el Delicias, en el lejano 1949 (una prostituta, Carolina Bruil, murió a manos del proyeccionista Fermín
Sicart, al que frecuentaba, estrangulada con un trozo de celuloide de
Gilda, la película que se proyectaba
aquel día).
Estamos en
1982 pero también en 2015, por supuesto.
Entonces y ahora Marsé estaba (y sigue) enfadado con la Iglesia católica, los
políticos españoles en general y el pleito independentista catalán en
particular y con quienes le preguntaban sobre sus opiniones al propósito. En 1982 ya eran así las cosas, pero sólo en
2015 pudo ocurrírsele que — ¡en 1949!— actuaran en un programa de variedades
del cine Selecto, junto a la protagonista
de su novela, Patricia Garbancio, “intérprete de tango-sardana”, y Pilar
Rajola, “contorsionista verbal”… En 1982,
sin embargo, sentía que todavía
había palabras que la censura tachó y que “parece que hay que sacarlas
permanentemente una tras otra de un pozo negro”. Eso le ha impedido continuar
una novela que no acaba de salirle (¿quizá Un
día volveré, que le salió tan espléndida en 1983?) y por eso ha aceptado
escribir las notas del guion que dirigirá un tal Héctor Roldán (muy parecido a
Juan Antonio Bardem), quien quería “un docudrama con mucho morbo”, pero que
acabará siendo una comedia erótica titulada Los ciegos amores de Manolita, que
realizará otro veterano director, José Luis de Prada, “momia del viejo cine de
pelucones y pupurrutas imperiales de Cifesa”, que puede ser cualquiera aunque
se llame como Sáenz de Heredia.
Pero en 2015
Marsé también sigue enfadado con el cine español, con el que cree haber tenido
mala suerte. Pero el cine le encanta y son testimonio los fragmentos del guion
escrito que reproduce nuestra novela. Allí se plasma ese modo de revelación sensorial
—imágenes, hechos, palabras, sutiles movimientos de perspectiva— que Marsé
siempre ha asociado a los dos lenguajes: quizá es el modo ideal de intuir la
imagen hojaldrada, contradictoria,
inacabable que nos da lo que llamamos realidad. Por eso juega a las
adivinanzas cinematográficas que le propone la criada Felicia, que cree
firmemente que en el cine —en una frase,
un actor o un título— está el secreto de vivir. Y en la entrevista inicial, lo ha reconocido: “En mis ficciones la
vivencia real se somete a la imaginación que es más racional y creíble. En la parte inventada está mi autobiografía
más veraz”.
A Marsé le
sigue gustando escribir novelas porque es su forma de respirar la vida y de
defenderse de lo que la estorba: en ese sentido son sus autobiografías. Como le sucedió a Pío Baroja, estos últimos relatos son más
rapsódicos, más angustiados y a la vez
más libres y personales y hasta enfurruñados, porque tiene que saber “qué papel
me asigno yo, dónde me sitúo en ese meticuloso recuento de anodinos
despropósitos”. Para saberlo ha
regresado de nuevo al tiempo de aquella “España triste, remendada y presumidita
de la posguerra” y, como siempre también, con el arma que vence a la erosión
del tiempo, la memoria (que es, claro, “esa puta distinguida” del provocativo
título). De esto habla en largas veladas
con su personaje Fermín Sicart, el asesino de la prostituta Carol, que presenta
una curiosa paradoja del papel de la memoria. Convicto de su crimen, Fermín fue
tratado por un psiquiatra militar, el coronel Tejero-Cámara (transparente
contrafigura de Antonio Vallejo-Nájera, una especie de doctor Mengele del
franquismo), que logró extirparle todo recuerdo de los motivos del asesinato.
El guionista y Sicart dialogan, por tanto, sobre un pasado vivaz pero carente
de motivos, lleno de presencias, invenciones, inexactitudes y sospechas pero
ausente de culpa. Conoceremos muchas cosas pero no sabremos si Carol era
confidente de la policía, si quiso a su marido, o si Fermín Sicart mató a la
muchacha porque sospechaba ser hijo de una prostituta. La escena final es cine
en estado puro: el autor contempla desde su terraza a Sicart encendiendo un
cigarrillo, calada la gabardina, al pie de una “farola cegata” y “fiel a un
pasado menesteroso, recosido y funesto del que no sabía o no quería
desprenderse”. El autor lo ha dicho en la entrevista inicial: intentó hacer
“una película sobre la persistencia del deseo y las estrategias del olvido”. A
favor de aquella y contra las añagazas de estas se escriben todas las novelas
de Juan Marsé.”
José-Carlos Mainer
El País
06/04/2016
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