12 de des. 2018

juan marsé, obra 5


Un día volveré


Juan Marsé

Plaza & Janés

Primera edición,  1982


Jan Julivert Mon, ex boxeador, ex anarquista y recién salido de la cárcel llega de vuelta a su barrio de perdedores de la guerra civil. Todos esperan que lidere sus venganzas personales y colectivas.  Historias de la gente que le toco vivir bajo una dictadura que se encargaba de recordar a diario que unos habían ganado la guerra y otros la habían perdido.  El año de la novela es 1959, en una España franquista que está empezando la época del desarrollismo.  Jan Julivert es la última esperanza de una generación que en breve quedará sepultada bajo la historia.  El caso es que él,  como el resto de personajes,  también tiene sus propios fantasmas que no coinciden con los que la gente supone.

El narrador es un personaje camuflado entre los adolescentes de la pandilla del barrio. Se sienta en el bar, juega al billar y observa todo lo que sucede a su alrededor. A través de ellos,  de esa pandilla,  van saliendo los lugares comunes de Marsé y su tiempo;  la primeriza sexualidad con las pajilleras del cine Roxy ,  los kabileños del Carmelo,  aquí mezclados con los hijos de los obreros de Gracia,  y las aventis,  las narraciones de partida histórica y final mítico que inventan los pandilleros para pasar el rato.

Fragmento


"La muchacha se fue cerrando la puerta. Jan vio a la señora Klein alejarse un poco hacia la terraza, ensimismada en su aerosol y como en busca de aire. La terraza estaba iluminada por invisibles focos a ras del suelo y también el cuadro de césped en suave pendiente que se perdía más allá, hacia el frondoso parque de pinos y abetos sumido en la noche. Mientras esperaba, Jan paseó la mirada en torno. Repletas estanterías de libros llegaban hasta el techo y en medio de la pared frontal había una chimenea con repisa de mármol. Encima de la repisa colgaba un gran cuadro al óleo representando a una mujer joven de corta melena rubia, con falda blanca plisada y blusa camisera, sentada en un sillón de mimbres con dos rosas rojas en la mano y un libro abierto en el regazo. La estancia estaba escasamente iluminada por tres lámparas de pie con pantalla de flecos y pesaba en ella como un exceso consentido pero no deseado de muebles antiguos y sombríos, profundas butacas severamente tapizadas y viejas riñoneras de terciopelo granate que parecían desplazadas o encaradas a nada, como si nadie tuviera nunca que sentarse en ellas. Vio dos vitrinas isabelinas con tacitas, abanicos y otros objetos de marfil, y un espejo modernista orlado de flores y con una serpiente cuya cabeza en relieve, con una manzana en la boca, se miraba obsesivamente a sí misma. En un ángulo, una larga mesa escritorio con soportes de hierro forjado servía para exponer una colección de jarrones antiguos y nada parecía indicar que pudiera servir para otra cosa. Lo único que ofrecía cierto aspecto de inmediata utilidad era la vitrina llena de bebidas y la mesita oriental con vasos, un cubo de plata rebosante de hielo y un sifón. 

La señora Klein vio encenderse una luz entre los árboles, al fondo del parque, y entonces se volvió. Llevaba una amplia falda verde manzana con bolsillo y una blusa de seda negra, sin mangas. Era una rubia de rasgos angulosos, alta, de cuarenta y tantos años, grandes ojos oscuros y boca gruesa y pálida. Su cuello y sus brazos conservaban la misma fría calidad de nácar que en el retrato sobre el hogar, pero el suave mentón había ganado en altivez y en torno a su nariz y a su boca entreabierta flotaba ese halo de ansiedad o de alarma de los asmáticos. En el pelo que le caía a un lado de la cara, sobre el pómulo izquierdo, un prendedor de oro y platino con tres pequeños rubíes y en forma de espiga sujetaba una onda rubia cuya misión era ocultar en lo posible la delgada cicatriz curva que se engarfiaba en la comisura de los labios. "


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