Juan Marsé
Premio Biblioteca Breve 1965
Primera edición: Seix Barral, 1966
El año 2005 se publico una edición conmemorativa de cincuenta aniversario, con contenido inédito que incluia un prólogo de Pere Gimferrer y un texto de Manuel Vázquez Montalbán, a´si como un apéndice con material inédito censurado en edición facsimilar.
En Últimas tardes con Teresa, Juan Marsé
narra dos mundos antagónicos de la Barcelona de los años cincuenta: la alta
sociedad de la exclusiva zona de Sant Gervasi representada por Teresa Serrat, y el barrio del Carmelo, suburbio habitado por delincuentes del que
procede Pijoaparte, un charnego
murciano, de buen porte y con un cierto
atractivo entre tierno y chulesco que no deja indiferente a la rubia Teresa. Para la madre de Teresa, la señora Serrat: “El
Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes
propias, distintas. Otro mundo”. A lo
largo del relato, Marsé va evocando imágenes,
olores y sensaciones de una Barcelona
que yace en el pasado.
Fragmento
"El Monte
Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad.
Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven
cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento,
asomando por encima de la cumbre igual
que escudos que anunciaran un sueño guerrero. La colina se levanta junto al
Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento
de hadas mira con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el
Turó de la Rubira, habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada. Hace ya
más de medio siglo que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de
la guerra, este barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta
baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la
clase media barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven
huellas en algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si
al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos,
quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino
también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio
nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte
Carmelo iba a ser en los años inmediatos. Porque muy pronto la marea de la
ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió
su marcha extendiéndose por el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los
Penitentes. En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un
verde amargo, salpicada aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la
ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y
caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell
viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una
hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con barracas hasta
alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba
y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas
todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas
direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a
Horta y a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente,
construido en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven
casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro
despintado, herrumbrosas y minúsculas galerías interiores presididas por un
ficticio ambiente floral, donde hay mujeres regando plantas que crecen en
desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y
una canción entre los dientes. "
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