11 de des. 2018

juan marsé, obra 2



La oscura historia de la prima Montse

Juan Marsé

Seis Barral, primera edición 1970


La oscura historia de la prima Montse constituye el punto culminante de la madurez narrativa de Juan Marsé.  La novela arranca con la visita de un hombre, diez años después,  al lugar donde se fraguó la tragedia. Condenado al derribo, nada queda del antiguo esplendor del chalet de sus tíos, la adinerada y católica familia de los Claramunt. Todo empezó cuando su prima, Montse Claramunt,  joven idealista consagrada en la orden seglar de las Visitadoras a la caridad y el proselitismo entre el pueblo llano, conoció a un presidiario -estudiante ateo, atractivo y ambicioso, procedente de las capas más bajas de la sociedad- y quiso convertirlo en su protegido, entender sus problemas y entregarse a él. De esas buenas intenciones surgirá una historia oscura.


Fragmento


“El verano pasado, el viejo chalet de tía Isabel fue condenado al derribo. Cercado por rugientes excavadoras y piquetas, aquel jardín que el desnivel de la calle siempre le mostró en un prestigioso equilibrio sobre la avenida Virgen de Montserrat, al ser ésta ampliada quedó repentinamente como un balcón vetusto y fantasmal colgado en el vacío, derramando un pasado de aromas pútridos y anticuados ornamentos florales, soltando tierra y residuos de agua sucia por las heridas de sus flancos. Grandes montones de tierra rojiza se acumulaban alrededor de la señorial torre, que aún no había sido tocada: seguía en pie su arrogante silueta, su apariencia feliz y ejemplar. Pero dentro, en una de sus vacías estancias de altísimo techo, sólo quedaba una gran cama revuelta, una raqueta de tenis agujereada y libros apilados en el suelo. Fachada, he aquí lo único que les quedaba a los Claramunt.

Era un caluroso sábado del mes de julio. Mientras al otro lado de la pared las excavadoras se afanaban escarbando la tierra con un zumbido rencoroso, gimiendo en los repechos, nosotros, dos voces susurrantes extraviadas en el tiempo, dos evocaciones dispares que pugnaban inútilmente por confluir en la misma conformidad, yacíamos en la cama bajo la penumbra fosforescente donde flotaban ligeras gasas rosadas, persistente desazón de polvo que se filtraba por las ventanas y que nos cubría —no podía dejar de pensarlo— como una mortaja que alguien (una adolescente prostituida por la miseria y el abandono, dijo una voz, por su propia inclinación al mal, dijo la otra; una muchacha de malignos ojos de ceniza y vestida con una corta bata blanca, que nos observaba en cuclillas desde el borde de un campo de baloncesto) había empezado a tejer para nuestros cuerpos diez años atrás. Se me ocurrió de pronto, al pensar en este borroso personaje que Nuria evocaba a mi lado con voz resentida, si no habría regresado después de ocho años de ausencia para caer nuevamente en una ratonera. Y rodando como un tronco sobre la cama alcancé la tibia espalda de mi prima, procurando sin conseguirlo atraer su atención sobre los libros apilados en el suelo, que señale con el dedo como si acusara la presencia de alguna alimaña: torcidos pilares de volúmenes, tenebrosas materias esquinadas, una confusa armazón de títulos metálicos, tintineantes, vernáculos: «Encícliques, homilies, discursos i al·locucions. Instruccions i decrets dels organismes postconciliars i de les Sagrades Congregacions. Selecció de pastorals de bisbes nacionals i estrangers. Documents i declaracions d’entitats i de personalitats significades dins l’Església.» Una finísima capa de polvo los cubría.

La habitación era amplia, inhóspita, de paredes desnudas, de agazapadas resonancias. Sensación de intemperie inminente. Había sido el salón, pero durante la mudanza ella hizo meter la vieja cama de la abuela, lo único que pensaba quedarse. En el centro del techo pendía un cable eléctrico, un triste nervio retorcido que alimentó una lámpara refulgente. En el suelo, en medio de un sembrado de colillas, una botella de whisky y dos vasos, cerca de la ancha cama, enorme, altísima, parecía un altar, con celestial cabecera de ángeles trompeteros y viejos aromas nupciales, colcha escarlata derramando generosamente sus pliegues a ambos lados y sábanas de cegadora nieve. Ni un mueble quedaba, ni una silla, ni un cuadro. Jamás hubo nada mío en la torre de mis tíos, pero ahora tenía la sensación de que la mudanza se me había llevado algo muy personal: todavía hoy —me dijo la voz, rescatándome por un momento de aquel mar de ceniza de las pupilas de la muchacha fijas en mí—, pegando el oído a estas paredes, a su hermético silencio, podrías quizá percibir el rumor vernáculo y nasal, el bilingüe murmullo claramuntiano que acompañó al escándalo. Todavía me gusta imaginar que cuando empecé a intimar con la prima Nuria yo era un perro asalariado de sensibles orejas. Y que cuando ella se vio obligada, según ciertos estatutos de clase no por invisibles menos vigentes, a definirse en el matrimonio si de verdad quería definirse como mujer (no como cualquier mujer, sino como mujer de su clase, que es en la única clase donde ella podía realizarse con verdadera emoción y sentido), yo había ya aprendido a hallar la relación entre ciertas emociones y ciertos intereses: para ello me bastó un año de trabajar y amar junto a los Claramunt. Luego había de dejarlo todo y me iría a engrosar las melancólicas y tenebrosas filas de emigrantes españoles que barren los suelos de Europa. Persiste en mí, desde entonces, una entrañable y maligna condición de pariente pobre que sólo lamenta no haber sabido en su día comprender a la prima Montse, hermana de Nuria, criatura desvalida y mórbida destinada a vivir con todas sus consecuencias uno de los mitos más sarcásticos que pudrieron el mundo. Con veinte años, madurando sueños de dicha y de fortuna a la sombra de la rama familiar más florida, me divertía burlándome de Montse y de su inefable concepto de la vida, que ella expresaba a través de una complicada y feliz maraña de obras de apostolado. En una familia católica cuya proyección futura reposa tradicionalmente en los hijos varones, una conducta como la mía había de despertar apreciaciones abstractas que tienen cierto interés como ejemplo de estrategia moral en función de una clase: no fui acusado de ser la causa indirecta de la desgracia de Montse, secundando y alentando sus insensatos amores con un presidiario, sino —según una triple definición de mi tío que todavía hoy me sobrecoge— de provinciano ambicioso, de resentido y de desagradecido. Sólo después del desastre, al renunciar a mi empleo para exiliarme, tío Luis, haciendo un esfuerzo mental tan sobrehumano que casi le costó una apoplejía, consiguió llamarme amoral y asocial.

Sin embargo, hoy puedo afirmar sin miedo a equivocarme que todo lo que hay de asocial en mí se debe a que vivo en una sociedad asocial: lo poco que hubo de solidario y civilizado en mi primera juventud se lo debo por entero al trato con los cuerpos desnudos y a cuanto hay en ellos de hospitalario, a un poco de alcohol y a cierta natural y obsesiva predisposición a lamentar no sé qué tiempo perdido o no sé qué bello sueño desvanecido.”

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