por Juan
Marsé
“A menudo me preguntan cuál es, en mi caso, el impulso inicial para comenzar a escribir
una novela y lo cierto es que siempre es el mismo: siento el deseo invencible de escribir una
historia y el gusto por contarla, porque
es el mismo gusto que sentía en mi infancia cuando a mí me contaban relatos.
Desde niño sentí fascinación además por la literatura de quiosco. Leía los tebeos, los libros de aventuras, e imaginaba que en cada uno de ellos, en el Guerrero
del Antifaz, el Hombre Enmascarado,
y también en Verne, en Salgari,...
se escondían historias maravillosas. Desde
entonces me obsesionó la idea de que tenía que arriesgarme a escribir, a contar aventuras tan extraordinarias como
aquellas. Por eso mi relación con la novela de aventuras es fundamental. Me
devuelve, insisto, a ese territorio perdido de la infancia que es donde estaba
para mí la verdadera aventura. Y esto es tan importante que en Si te dicen que caí los niños cuentan
las aventis, que son residuos de aquella
nostalgia, y que resultan de una mezcla
de historias de tebeos, de películas, de novelas de quiosco, de tristes realidades de sobremesa, de
historias familiares. En aquel tiempo
había que ser brillante a la hora de contarlas para que tus compañeros, tus amigos, te diesen la oportunidad de continuar.
Hoy siento lo mismo. Primero pienso cuál es la mejor manera de
contar una historia y a partir de ese momento todo queda en función de esa
historia, e intento buscar los efectos
que quiero conseguir echando mano del instrumental que tengo. Nunca pienso en deslumbrar al lector con el
lenguaje porque yo aspiro a ser un escritor invisible, capaz de atrapar al lector al punto de que
éste vaya leyendo casi, casi, s in darse
cuenta. Cuando la prosa de una novela me
deslumbra demasiado y tintinea y refulge, abandono de inmediato la lectura, porque me molesta muchísimo que la prosa me
salte a la cara y me quiera seducir. Lo
siento, pero creo que son quienes tienen
poco que contar los que insisten en la prosa refulgente y tintineante. Confieso
que suelo distinguir los grandes títulos de prestigiosos autores como el Ulises de Joyce de aquellos otros en los que desde el principio siento el
latido de lo que puede ser una gran historia. Esos son los que me gustan, como lector.
Y como narrador. Como narrador
comienzo mis obras siempre con mucha desconfianza, seguro de que toda novela implica un fracaso
porque el resultado final será una sombra de la idea inicial. Comienzo, además, de manera desorganizada y caótica, y sólo a mitad de la
escritura descubro su tono, y siento que
la cocina del narrador que soy, que
estaba hasta ese momento llena de humo y refritos sin identificar, cobra cuerpo y sentido, y comienza a tener su propio olor. Es cuando el libro se impone y comienza a
tirar de mí, cuando los personajes comienzan a ser creíbles y, a veces, llega el momento doloroso y mágico de tener, quizás, que sacrificar un personaje porque la historia
se ha impuesto.
En la narrativa española última,
la novela de aventuras ha sido
recuperada por gente como Arturo
Pérez-Reverte, con su cuidada forma,
con los detalles precisos, el lenguaje ágil y robusto que pone relieves a
la memoria de manera magistral. Me
gustaría aprovechar esta ocasión para homenajear al autor de La Tabla de Flandes o El Club Dumas y, a la vez, para celebrar las aventis, las historias de la
niñez, antes mencionadas. Porque también por eso me gusta la obra de
Pérez-Reverte, y por su tensión
narrativa, que él domina como pocos, y desde el arranque mismo de la novela. Y
además, respetando las normas, sin pasarse en florituras o fuegos de artificio
idiomáticos, la prosa sonajero, buscando
siempre la palabra precisa. Y sin
olvidar, naturalmente, la tradición
cinematográfica clásica, con villanos de
gran capacidad verbal, elegancia,
ingenio. Eso que hoy ya casi no existe. Hoy los caminos de la aventura son cada vez
más infranqueables, más difíciles de
llevarnos al territorio añorado que habíamos habitado en la adolescencia.
Dice Arturo Pérez-Reverte que yo
lo he conseguido “con tu Pijoaparte de últimas
tardes con Teresa”. La crítica lo tildó de personaje decimonónico, con intención peyorativa, claro. Era, decían, un personaje antiguo, un
planteamiento antiguo. Menos mal que lo hice guapetón. Tuve mis batallitas y viví situaciones
curiosas, tanto más porque se esperaba
de mí que fuera un escritor obrero, por origen y formación. Y porque la editorial Seix Barral había
publicado muchos títulos pertenecientes al llamado realismo social, lleno de
generosidad y buenas intenciones socio-políticas, pero limitado desde el punto de vista
literario, y esperaban que yo siguiera
por el camino de las dos primeras novelas. No se daban cuenta de que yo quería justamente
salirme de ese molde, porque era
aburrido y porque no se ajustaba a la realidad (los obreros del realismo social
no bebían, ni fumaban, ni follaban, pero yo sabía que sí hacían todo eso). En fin, que ese sector intelectual de la izquierda
interpretaba mal la realidad. Y vino a
salvarme de todo eso el Pijoaparte, ese
joven sin fortuna que sólo buscaba su lugar en el sol.”
El
Cultural
14/11/2002
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