18 de des. 2018

el escritor invisible




por Juan Marsé

“A menudo me preguntan cuál es,  en mi caso,  el impulso inicial para comenzar a escribir una novela y lo cierto es que siempre es el mismo:  siento el deseo invencible de escribir una historia y el gusto por contarla,  porque es el mismo gusto que sentía en mi infancia cuando a mí me contaban relatos. Desde niño sentí fascinación además por la literatura de quiosco.  Leía los tebeos,  los libros de aventuras,  e imaginaba que en cada uno de ellos,  en el Guerrero del Antifaz, el Hombre Enmascarado, y también en Verne,  en Salgari,... se escondían historias maravillosas.  Desde entonces me obsesionó la idea de que tenía que arriesgarme a escribir,  a contar aventuras tan extraordinarias como aquellas. Por eso mi relación con la novela de aventuras es fundamental. Me devuelve, insisto, a ese territorio perdido de la infancia que es donde estaba para mí la verdadera aventura. Y esto es tan importante que en Si te dicen que caí los niños cuentan las aventis, que son residuos de aquella nostalgia,  y que resultan de una mezcla de historias de tebeos,  de películas,  de novelas de quiosco,  de tristes realidades de sobremesa, de historias familiares.  En aquel tiempo había que ser brillante a la hora de contarlas para que tus compañeros,  tus amigos,  te diesen la oportunidad de continuar.

Hoy siento lo mismo.  Primero pienso cuál es la mejor manera de contar una historia y a partir de ese momento todo queda en función de esa historia,  e intento buscar los efectos que quiero conseguir echando mano del instrumental que tengo.  Nunca pienso en deslumbrar al lector con el lenguaje porque yo aspiro a ser un escritor invisible,  capaz de atrapar al lector al punto de que éste vaya leyendo casi,  casi, s in darse cuenta.  Cuando la prosa de una novela me deslumbra demasiado y tintinea y refulge,  abandono de inmediato la lectura,  porque me molesta muchísimo que la prosa me salte a la cara y me quiera seducir.  Lo siento,  pero creo que son quienes tienen poco que contar los que insisten en la prosa refulgente y tintineante. Confieso que suelo distinguir los grandes títulos de prestigiosos autores como el Ulises de Joyce de aquellos otros en los que desde el principio siento el latido de lo que puede ser una gran historia.  Esos son los que me gustan,  como lector.

Y como narrador. Como narrador comienzo mis obras siempre con mucha desconfianza,  seguro de que toda novela implica un fracaso porque el resultado final será una sombra de la idea inicial.  Comienzo,  además,  de manera  desorganizada y caótica, y sólo a mitad de la escritura descubro su tono,  y siento que la cocina del narrador que soy,  que estaba hasta ese momento llena de humo y refritos sin identificar,  cobra cuerpo y sentido,  y comienza a tener su propio olor.  Es cuando el libro se impone y comienza a tirar de mí, cuando los personajes comienzan a ser creíbles y,  a veces,  llega el momento doloroso y mágico de tener,  quizás,  que sacrificar un personaje porque la historia se ha impuesto.

En la narrativa española última,  la novela de aventuras ha sido recuperada por gente como Arturo Pérez-Reverte,  con su cuidada forma,  con los detalles precisos,  el lenguaje ágil y robusto que pone relieves a la memoria de manera magistral.  Me gustaría aprovechar esta ocasión para homenajear al autor de La Tabla de Flandes o El Club Dumas y,  a la vez,  para celebrar las aventis,  las historias de la niñez,  antes mencionadas.  Porque también por eso me gusta la obra de Pérez-Reverte,  y por su tensión narrativa,  que él domina como pocos,  y desde el arranque mismo de la novela. Y además, respetando las normas, sin pasarse en florituras o fuegos de artificio idiomáticos, la prosa sonajero,  buscando siempre la palabra precisa.  Y sin olvidar, naturalmente,  la tradición cinematográfica clásica,  con villanos de gran capacidad verbal,  elegancia, ingenio.  Eso que hoy ya casi no existe.  Hoy los caminos de la aventura son cada vez más infranqueables,  más difíciles de llevarnos al territorio añorado que habíamos habitado en la adolescencia.

Dice Arturo Pérez-Reverte que yo lo he conseguido “con tu Pijoaparte de últimas tardes con Teresa”. La crítica lo tildó de personaje decimonónico,  con intención peyorativa, claro.  Era, decían, un personaje antiguo, un planteamiento antiguo. Menos mal que lo hice guapetón.  Tuve mis batallitas y viví situaciones curiosas,  tanto más porque se esperaba de mí que fuera un escritor obrero, por origen y formación.  Y porque la editorial Seix Barral había publicado muchos títulos pertenecientes al llamado realismo social, lleno de generosidad y buenas intenciones socio-políticas,  pero limitado desde el punto de vista literario,  y esperaban que yo siguiera por el camino de las dos primeras novelas.  No se daban cuenta de que yo quería justamente salirme de ese molde,  porque era aburrido y porque no se ajustaba a la realidad (los obreros del realismo social no bebían,  ni fumaban,  ni follaban,  pero yo sabía que sí hacían todo eso).  En fin,  que ese sector intelectual de la izquierda interpretaba mal la realidad.  Y vino a salvarme de todo eso el Pijoaparte,  ese joven sin fortuna que sólo buscaba su lugar en el sol.”

El Cultural
14/11/2002

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