11 de des. 2018

juan marsé, obra 3


Si te dicen que caí
Juan Marsé
Premio México de Novela
Primera edición en México; Novaro 1973

 por Arturo García Ramos
“El goce del lector es un sentimiento intuido,  involuntario e inconsciente.  El verdadero creador juega con nuestras sospechas,  con nuestra voluntad dormida, pero también con su sabiduría a punto y la milagrosa ensoñación de una magia siempre despierta. La lectura de Si te dicen que caí nos exige más de lo que somos como lectores porque apela a esa participación de nuestro yo intuitivo y de cierta sensibilidad postrada que sólo se activan merced al contacto sesgado e interrumpido,  a los destellos de un puñado de historias que nos dominan y confunden sin que lleguemos a completarlas,  pero nos basta con percibir sus luces y sombras para quedar sometidos al encanto de la narración. Ajeno al raquitismo intelectual que predominó en la España de postguerra,  la obra de Marsé se abrió paso sin ceder a la tentación de subordinar la obra literaria al mensaje directo,  al grito elemental o al llanto incontenible.

Consciente de que el curso del tiempo golpearía implacable las estructuras literarias ancladas sólo en la demanda de compasión y justicia, siguió un camino que título a título incrementaba la impenetrabilidad de lo caduco y se asentaba firme en el tiempo, dispuesto a resistir los embates de lo circunstancial y de oponer a tanto salitre corrosivo manado de la palabra urgida, la diamantina perennidad de un estilo y un mundo muy personales. Una consecuencia de esa voluntad literaria irreductible es Si te dicen que caí, una novela que el paso de los años hace más y más esencial,  más y más imprescindible.

Recomponer el argumento no es sencillo, porque la narración transcurre entre destellos intermitentes iluminando escenas sin atender a la composición total de los detalles, omitiendo las explicaciones en los cambios del narrador y en los desconcertantes saltos temporales.  Marsé sabe que seremos capaces de adivinar y juega a llevarnos al límite de la recomposición en un ejercicio en el que, inevitablemente perderemos algunos detalles del conjunto, pero que nos permitirá experimentar un ritmo y una estructura narrativas diferentes. Además, los detalles, las «realidades» concretas, pierden el privilegiado primer plano que tienen las novelas tradicionales y permanecen relegados por la importancia que cobran otras dimensiones de la experiencia,  los vislumbres de la memoria y la imaginación. Golpe al realismo de capazo y romana que imperaba en la novela de post-guerra y filtraciones de una realidad que se intuía más rica e inabarcable, más incierta, más ambigua.

Quizá esa conclusión justifique el elaborado puzzle que forma la trama, una multiplicidad de historias que giran como satélites alrededor de la trapería de los Javaloyes, una familia incompleta formada por dos hermanos y una abuela, y de manera primordial en torno a la historia del trapero más joven, Daniel Javaloyes,  quien aparece muerto al comienzo de la novela y cuya historia van recomponiendo al principio el celador —Ñito, que luego identificaremos con Sarnita— del depósito de cadáveres y la monja —Sor Paulina— que lo acompaña.  Recomponer el tiempo en que Java vivía en la trapería es el centro de la novela,  el repaso a una época que ilustra el paisaje después de las batallas en el que el rescoldo de la guerra aún no se ha apagado.  A Java corresponde imantar los más dispersos fragmentos de la metralla social que viene a juntarse en la Barcelona de los cuarenta y cincuenta. Con su grupo de amigos —niños de la guerra como él— juega a burlarse de los adultos y a descubrir sus secretos.  Su estampa es el paradigma de la personalidad que ha tenido un desarrollo deforme, resultado de las hostilidades del mundo fracturado y arruinado en que vive. No conoce el amor,  pero ha probado las más abyectas formas del sexo,  carece de conciencia moral y puede, sin embargo, fingir la santidad. La pandilla que él acaudilla comete todo tipo de fechorías, sometidos a sus inescrutables propósitos. Sus amigos lo admiran y lo temen, reconocen en él al único capaz de enfrentarse al poder sin que éste lo aplaste, lo reconocen capaz de trasvasar fronteras para ellos inimaginables.  Acepta realizar el sexo para alimentar el voyeurismo perverso de un alférez paralítico desde que la metralla se le incrustó en el cuerpo durante la guerra.  Visita la parroquia de Las Ánimas, donde se acoge a las niñas huérfanas.

Al principio de la novela, sabemos que la madre del alférez pide a Java que investigue el paradero de cierta directora del orfanato desaparecida tras la guerra. Con la ayuda de la pandilla tortura a las huérfanas para dar con la pista de Ramona, que tras una triste vida amorosa,  abandonada,  se dedica a la prostitución.  Uno de sus amigos,  en rutinarias visitas a las últimas filas del cine donde se sientan las pajilleras, encontrará la pista. Ramona, como Java, es un personaje bisagra que tiene el don de relacionar dos mundos irreconciliables: el de los vencedores —al que pertenecen el alférez Conrado y su familia, las monjas y el falangista tuerto, alcalde de distrito, reclutador de niños para la causa, comisario político aplicado a denunciar a los rojos aún no descubiertos— y el de los vencidos —la gran mayoría,  los niños de la pandilla que para sobrevivir practican la delincuencia, que son hijos de activistas revolucionarios o de madres dedicadas a la prostitución, y el grupo de activistas revolucionarios que aún creen en la victoria, pero que para minar al estado franquista practican el robo como vulgares delincuentes—.

Uno de esos activistas será el hermano de Java, escondido en la trapería durante años para librarse de la muerte y finalmente entregado por su propio hermano a las fuerzas de represión del régimen. El significado de esa traición es el punto sensible de la novela,  su más acerada disección de la ruindad humana. El paisaje de la Barcelona de posguerra se siembra de escombros y ruinas cuyos agujeros hacen guiños al descubrimiento de la verdad del pasado. Sobre esas ruinas quiere Java hacerse,  lejos de todo lo anterior,  lejos de su origen,  y la salida la encuentra en la delación.  Denuncia a Marcos,  su hermano,  porque no quiere ver en él un derrotado,  porque no soporta esa perenne imagen de destrucción y decide acabar de un tajo con lo que él simboliza:  «Una derrota sin fin, sin remedio»,  como la que representa el alférez Conrado. Ambos escondidos,  viendo el mundo a través de un agujero,  símbolos de lo que no tenía porvenir.

Otras historias se cruzan y se lían y anudan en la complicada madeja argumental de Si te dicen que caí, todas parecen brotar del recuerdo inconcluso,  de la memoria imperfecta de algunos protagonistas afectando a la manera misma en que se nos cuenta la historia.  Ninguna de esas formas de narrar es tan significativa como la que Marsé bautiza aventis: la versión que Sarnita va trazando de los acontecimientos y que no se atiene a lo real únicamente,  sino que incorpora lo supuesto, lo imaginado.  Sarnita compone la realidad a base de sospechas,  la acerca a lo sorprendente,  a lo inverosímil y alcanza con ello mayor grado de realidad que las romas versiones realistas, comprobadas, amputadas.

En la España del silencio la realidad fluye sólo a través de la imaginación, de las suposiciones que alimentan los rumores y las intuiciones.  Sarnita,  el niño,  se atreve a decirlas y es quizá el único que se atreve.  Ese modo de narrar es único, es el mayor hallazgo del escritor catalán y acuña con verdadera maestría una realidad rota, incomprensible e incompleta.  El estilo se transmuta en la propia realidad para dar así una mejor constancia de ella. Las bombas alcanzaron la estructura de los edificios hasta agujerear el paisaje y corroyeron también la realidad moral y el sentido mismo de lo humano, para reflejarlo había que elegir el desorden, la fractura temporal, el diálogo truncado y disperso; con esos materiales diseminados,  Marsé logra que los lectores reedifiquemos la novela con verdadero goce creador.”


Fragmento

Cuenta que al levantar el borde la sábana que cubría al ahogado, revivió en  la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios cruzado de punta a punta por silbidos de afilador; un remoto espejismo traspasado por el aullido azul de la verdad. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y las sortijas de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejuelos, dijo, en aquel tiempo y aquellas calles, incluido este trapero que al cabo treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero. 

Su propia madre tenía el vientre más liso que una tabla y sin embargo la llamaban <>, recuerda: aquellas vecinas deslenguadas con rulos en la cabeza, enfermas de irrealidad, trajinando baldes de agua desde la fuete agobiada de avispas y habladurías, aquel certamen de infamias una tarde de otoño que sintió romperse bruscamente una burbuja de luz en su interior y se dijo ya soy mayor, ya soy memoria y no podréis conmigo, brujas. A pesar de ello, y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el oprobio del vecindario y el estupor del hijo, que esa misma noche volvería a verla desde el catre, una gran barriga enlutada avanzando en la penumbra del cuarto y ella detrás balanceándose como una muñeca sobre los pies abiertos. En su desatino, él no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él. Apuntaba el amanecer y a esa hora el hambre siempre le pateaba el estómago, despertándole, lo dejaba sentado en el lecho y entonces podía ver cómo todo le era desmentido por la luz, todavía vacilante, que entraba por las contraventanas cerradas: ese pistolero acribillado doblándose como si fuera a atarse el zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la americana de su padre colgada de la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja sin estruendo escupiendo cristales y madrea astillada, pronto sería el sol colándose por las rendidas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la pared, una mancha de humedad. Pero su madre, aferrándose con desespero a los barrotes de la cama, persistía en su misteriosa condición de embarazada. Traía la cara contraída de dolor y gemía, espatarrada, él veía su vientre hinchado como de nueve meses pensando ya ésta, va a parir aquí mismo, de pie sobre las baldosas. En aquel desamparo, creyó ver a otra persona arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo, jadeando: cayó blandamente entre sus piernas un bulto que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos. De sus muslos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a su hijo, envolviéndole en un denso olor a legumbres secas, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas.

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