Si te dicen que caí
Juan Marsé
Premio México
de Novela
Primera
edición en México; Novaro 1973
por Arturo García Ramos
“El goce del
lector es un sentimiento intuido, involuntario e inconsciente. El verdadero creador juega con nuestras
sospechas, con nuestra voluntad dormida,
pero también con su sabiduría a punto y la milagrosa ensoñación de una magia
siempre despierta. La lectura de Si te
dicen que caí nos exige más de lo que somos como lectores porque apela a
esa participación de nuestro yo intuitivo y de cierta sensibilidad postrada que
sólo se activan merced al contacto sesgado e interrumpido, a los destellos de un puñado de historias que
nos dominan y confunden sin que lleguemos a completarlas, pero nos basta con percibir sus luces y
sombras para quedar sometidos al encanto de la narración. Ajeno al raquitismo
intelectual que predominó en la España de postguerra, la obra de Marsé se abrió paso sin ceder a la
tentación de subordinar la obra literaria al mensaje directo, al grito elemental o al llanto incontenible.
Consciente de
que el curso del tiempo golpearía implacable las estructuras literarias
ancladas sólo en la demanda de compasión y justicia, siguió un camino que
título a título incrementaba la impenetrabilidad de lo caduco y se asentaba
firme en el tiempo, dispuesto a resistir los embates de lo circunstancial y de
oponer a tanto salitre corrosivo manado de la palabra urgida, la diamantina
perennidad de un estilo y un mundo muy personales. Una consecuencia de esa
voluntad literaria irreductible es Si te
dicen que caí, una novela que el paso de los años hace más y más esencial, más y más imprescindible.
Recomponer el
argumento no es sencillo, porque la narración transcurre entre destellos
intermitentes iluminando escenas sin atender a la composición total de los
detalles, omitiendo las explicaciones en los cambios del narrador y en los
desconcertantes saltos temporales. Marsé
sabe que seremos capaces de adivinar y juega a llevarnos al límite de la
recomposición en un ejercicio en el que, inevitablemente perderemos algunos
detalles del conjunto, pero que nos permitirá experimentar un ritmo y una
estructura narrativas diferentes. Además, los detalles, las «realidades»
concretas, pierden el privilegiado primer plano que tienen las novelas
tradicionales y permanecen relegados por la importancia que cobran otras
dimensiones de la experiencia, los
vislumbres de la memoria y la imaginación. Golpe al realismo de capazo y romana
que imperaba en la novela de post-guerra y filtraciones de una realidad que se
intuía más rica e inabarcable, más incierta, más ambigua.
Quizá esa conclusión
justifique el elaborado puzzle que forma la trama, una multiplicidad de
historias que giran como satélites alrededor de la trapería de los Javaloyes,
una familia incompleta formada por dos hermanos y una abuela, y de manera
primordial en torno a la historia del trapero más joven, Daniel Javaloyes, quien aparece muerto al comienzo de la novela
y cuya historia van recomponiendo al principio el celador —Ñito, que luego
identificaremos con Sarnita— del depósito de cadáveres y la monja —Sor Paulina—
que lo acompaña. Recomponer el tiempo en
que Java vivía en la trapería es el centro de la novela, el repaso a una época que ilustra el paisaje
después de las batallas en el que el rescoldo de la guerra aún no se ha
apagado. A Java corresponde imantar los
más dispersos fragmentos de la metralla social que viene a juntarse en la
Barcelona de los cuarenta y cincuenta. Con su grupo de amigos —niños de la
guerra como él— juega a burlarse de los adultos y a descubrir sus secretos. Su estampa es el paradigma de la personalidad
que ha tenido un desarrollo deforme, resultado de las hostilidades del mundo
fracturado y arruinado en que vive. No conoce el amor, pero ha probado las más abyectas formas del
sexo, carece de conciencia moral y
puede, sin embargo, fingir la santidad. La pandilla que él acaudilla comete
todo tipo de fechorías, sometidos a sus inescrutables propósitos. Sus amigos lo
admiran y lo temen, reconocen en él al único capaz de enfrentarse al poder sin
que éste lo aplaste, lo reconocen capaz de trasvasar fronteras para ellos
inimaginables. Acepta realizar el sexo
para alimentar el voyeurismo perverso de un alférez paralítico desde que la
metralla se le incrustó en el cuerpo durante la guerra. Visita la parroquia de Las Ánimas, donde se
acoge a las niñas huérfanas.
Al principio
de la novela, sabemos que la madre del alférez pide a Java que investigue el
paradero de cierta directora del orfanato desaparecida tras la guerra. Con la
ayuda de la pandilla tortura a las huérfanas para dar con la pista de Ramona,
que tras una triste vida amorosa, abandonada, se dedica a la prostitución. Uno de sus amigos, en rutinarias visitas a las últimas filas del
cine donde se sientan las pajilleras, encontrará la pista. Ramona, como Java,
es un personaje bisagra que tiene el don de relacionar dos mundos
irreconciliables: el de los vencedores —al que pertenecen el alférez Conrado y
su familia, las monjas y el falangista tuerto, alcalde de distrito, reclutador
de niños para la causa, comisario político aplicado a denunciar a los rojos aún
no descubiertos— y el de los vencidos —la gran mayoría, los niños de la pandilla que para sobrevivir
practican la delincuencia, que son hijos de activistas revolucionarios o de
madres dedicadas a la prostitución, y el grupo de activistas revolucionarios
que aún creen en la victoria, pero que para minar al estado franquista
practican el robo como vulgares delincuentes—.
Uno de esos
activistas será el hermano de Java, escondido en la trapería durante años para
librarse de la muerte y finalmente entregado por su propio hermano a las
fuerzas de represión del régimen. El significado de esa traición es el punto
sensible de la novela, su más acerada
disección de la ruindad humana. El paisaje de la Barcelona de posguerra se
siembra de escombros y ruinas cuyos agujeros hacen guiños al descubrimiento de
la verdad del pasado. Sobre esas ruinas quiere Java hacerse, lejos de todo lo anterior, lejos de su origen, y la salida la encuentra en la delación. Denuncia a Marcos, su hermano, porque no quiere ver en él un derrotado, porque no soporta esa perenne imagen de
destrucción y decide acabar de un tajo con lo que él simboliza: «Una derrota sin fin, sin remedio», como la que representa el alférez Conrado.
Ambos escondidos, viendo el mundo a
través de un agujero, símbolos de lo que
no tenía porvenir.
Otras
historias se cruzan y se lían y anudan en la complicada madeja argumental de Si te dicen que caí, todas parecen
brotar del recuerdo inconcluso, de la
memoria imperfecta de algunos protagonistas afectando a la manera misma en que
se nos cuenta la historia. Ninguna de
esas formas de narrar es tan significativa como la que Marsé bautiza aventis:
la versión que Sarnita va trazando de los acontecimientos y que no se atiene a
lo real únicamente, sino que incorpora
lo supuesto, lo imaginado. Sarnita
compone la realidad a base de sospechas, la acerca a lo sorprendente, a lo inverosímil y alcanza con ello mayor
grado de realidad que las romas versiones realistas, comprobadas, amputadas.
En la España
del silencio la realidad fluye sólo a través de la imaginación, de las
suposiciones que alimentan los rumores y las intuiciones. Sarnita, el niño, se atreve a decirlas y es quizá el único que
se atreve. Ese modo de narrar es único,
es el mayor hallazgo del escritor catalán y acuña con verdadera maestría una
realidad rota, incomprensible e incompleta. El estilo se transmuta en la propia realidad
para dar así una mejor constancia de ella. Las bombas alcanzaron la estructura
de los edificios hasta agujerear el paisaje y corroyeron también la realidad
moral y el sentido mismo de lo humano, para reflejarlo había que elegir el
desorden, la fractura temporal, el diálogo truncado y disperso; con esos
materiales diseminados, Marsé logra que
los lectores reedifiquemos la novela con verdadero goce creador.”
Fragmento
Cuenta que al
levantar el borde la sábana que cubría al ahogado, revivió en la cenagosa profundidad de pantano de sus
ojos abiertos un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios cruzado de
punta a punta por silbidos de afilador; un remoto espejismo traspasado por el
aullido azul de la verdad. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la
piel bronceada y las sortijas de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que
todo habían sido espejuelos, dijo, en aquel tiempo y aquellas calles, incluido
este trapero que al cabo treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado
de dignidad y dinero.
Su propia
madre tenía el vientre más liso que una tabla y sin embargo la llamaban
<>, recuerda: aquellas vecinas deslenguadas con rulos
en la cabeza, enfermas de irrealidad, trajinando baldes de agua desde la fuete
agobiada de avispas y habladurías, aquel certamen de infamias una tarde de
otoño que sintió romperse bruscamente una burbuja de luz en su interior y se
dijo ya soy mayor, ya soy memoria y no podréis conmigo, brujas. A pesar de
ello, y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el oprobio
del vecindario y el estupor del hijo, que esa misma noche volvería a verla
desde el catre, una gran barriga enlutada avanzando en la penumbra del cuarto y
ella detrás balanceándose como una muñeca sobre los pies abiertos. En su
desatino, él no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él. Apuntaba el
amanecer y a esa hora el hambre siempre le pateaba el estómago, despertándole,
lo dejaba sentado en el lecho y entonces podía ver cómo todo le era desmentido
por la luz, todavía vacilante, que entraba por las contraventanas cerradas: ese
pistolero acribillado doblándose como si fuera a atarse el zapato, y sobre cuya
frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la americana de su
padre colgada de la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja sin
estruendo escupiendo cristales y madrea astillada, pronto sería el sol
colándose por las rendidas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la
pared, una mancha de humedad. Pero su madre, aferrándose con desespero a los
barrotes de la cama, persistía en su misteriosa condición de embarazada. Traía
la cara contraída de dolor y gemía, espatarrada, él veía su vientre hinchado
como de nueve meses pensando ya ésta, va a parir aquí mismo, de pie sobre las
baldosas. En aquel desamparo, creyó ver a otra persona arremangarse las faldas
de luto, congestionada por el esfuerzo, jadeando: cayó blandamente entre sus
piernas un bulto que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos. De sus muslos
escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como
afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se
acurrucó en el lecho junto a su hijo, envolviéndole en un denso olor a
legumbres secas, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas.
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