21 de gen. 2019

harriet burden se presenta




“…será mejor que empiece por el principio y me explique un poco. Escribo esto porque no confío en el tiempo. Yo, Harriet Burden, conocida también como Harry entre mis viejos amigos y entre los nuevos más selectos, tengo sesenta y dos años, no soy vieja, pero ya me encamino al FINAL y me quedan demasiadas cosas por hacer antes de que uno de mis achaques resulte ser un tumor o una demencia acompañada de pérdida de memoria, o de que un camión fuera de control se suba a la acera, me aplaste contra la pared y deje de respirar para siempre. La vida camina de puntillas sobre un campo minado. Nunca sabemos lo que nos deparará el destino y, si quieren saber lo que pienso, tampoco tenemos claro lo que dejamos atrás. Aunque estoy segura de que somos muy capaces de armar una historia que lo explique y
devanarnos los sesos para lograr que todo encaje.

Los orígenes son enigmas. Mamá y papá. El feto flotante. Ab ovo. Sin embargo, en la vida existen múltiples momentos que podrían calificarse de iniciáticos; tenemos que reconocerlos simplemente como tales. Felix y yo estábamos desayunando en nuestro piso de entonces, en el 1185 de Park Avenue. Como todas las mañanas, Felix había partido el huevo pasado por agua que tenía delante, asestando con el cuchillo un golpe seco y certero a la cáscara, y se había llevado la cuchara rebosante de clara y yema líquida a la boca. Yo le miraba porque parecía estar a punto de decirme algo. Puso cara de sorpresa durante un instante, la cuchara cayó sobre la mesa y después al suelo, y él se desplomó hacia delante, de tal forma que su frente cayó sobre una tostada untada de mantequilla. La luz tenue que entraba por la ventana bañaba la mesa con su mantel azul y blanco, el cuchillo que Felix había usado reposaba formando un ángulo sobre el platillo de la taza de café; el salero y el pimentero verdes descansaban a sólo unos centímetros de su oreja izquierda. No pude haber registrado más que unas milésimas de segundo aquella imagen de mi marido desplomado sobre su plato, pero quedó grabada para siempre en mi mente y todavía puedo verla. Puedo verla a pesar de que, de inmediato, me levanté de mi silla de un salto y le alcé la cabeza, le tomé el pulso, llamé pidiendo ayuda, le hice la respiración boca a boca, recé mis oraciones seculares y confusas, me senté en la parte de atrás de la ambulancia junto a los enfermeros y escuché el ulular de la sirena. A esas alturas ya me había convertido en una mujer de piedra, una espectadora y, al mismo tiempo, una actriz en escena. Lo recuerdo todo nítidamente, sin embargo una parte de mí continúa sentada en la pequeña mesa junto a la ventana de aquella cocina larga y estrecha, mirando a Felix. Es la parte de Harriet Burden que nunca se levantó de la silla ni prosiguió con su vida.

Crucé el puente y me compré una casa en Brooklyn, que por aquella época era un barrio destartalado. Deseaba huir de Manhattan y de su mundo del arte, esa pústula ambulante, adinerada y endogámica, compuesta de personas que compran y venden objetos estéticos. Es justo decir que Felix había sido un coloso dentro de ese mundo afectado y que en él yo había sido la artista casada con Gargantúa. Sin embargo, la esposa primó sobre la artista y cuando Felix falleció, a esa élite le importó un bledo que yo me quedase con ellos o los abandonase para marcharme al remoto paraje conocido como Red Hook. Yo había tenido dos marchantes de arte; ambos me habían dejado, uno después del otro. Mi obra nunca se vendió bien y recibió poca atención, pero durante treinta años ejercí de anfitriona para todos ellos (los coleccionistas, los artistas y los críticos de arte), un club de interdependientes tan cerrado y saturado que las identidades de sus miembros parecen fundirse unas con otras. Cuando llegó el momento de despedirme de aquel ambiente, los nuevos nombres «en alza», recién salidos de la escuela de Bellas Artes, habían empezado a parecerme todos iguales, con sus performances o su videoarte, su palabrería pretenciosa y sus indescifrables referencias teóricas. Se supone que aquellos jóvenes estaban llenos de esperanza. Pero seguían el ejemplo de los incorregibles, esos imbéciles que escribían para Art Assembly, un periodicucho hermético que solía servir regularmente las sobras frías de la teoría literaria francesa a unos lectores tan ávidos como ignorantes. Durante años tuve que hacer tal esfuerzo por morderme la lengua que casi acabo tragándomela. Durante años rodeé la mesa del comedor con paso sigiloso frente al Klee, ataviada con diferentes vestidos, todos ellos excéntricos y de colores vivos, dirigiendo el tráfico con hábiles gestos y sonriendo, siempre sonriendo.”


El mundo deslumbrente
Siri Hustvedt
traducción: Cecilia Ceriani
Anagrama,  2014
página 19-21




“En 1985 el MOMA (Museum of Modern Art) de Nueva York celebró una exposición de arte contemporáneo titulada An Internacional Survey of Painting and Sculpture.  De los 169 artistas que participaron en ella,  sólo 13 eran mujeres.  Delante del museo se manifestaba un extraño grupo contra esta desigualdad: eran mujeres,  llevaban máscaras de simios y se hacían llamar Guerrilla Girls.  Compartían un sentimiento de frustración al comprobar que a finales de siglo las diferencias entre los sexos persistían y las mujeres artistas continuaban sin tener un verdadero reconocimiento.”

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Página web de GUERRILLA GIRLS


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