“…será mejor que empiece por el
principio y me explique un poco. Escribo esto porque no confío en el tiempo.
Yo, Harriet Burden, conocida también como Harry entre mis viejos amigos y entre
los nuevos más selectos, tengo sesenta y dos años, no soy vieja, pero ya me
encamino al FINAL y me quedan demasiadas cosas por hacer antes de que uno de
mis achaques resulte ser un tumor o una demencia acompañada de pérdida de
memoria, o de que un camión fuera de control se suba a la acera, me aplaste
contra la pared y deje de respirar para siempre. La vida camina de puntillas
sobre un campo minado. Nunca sabemos lo que nos deparará el destino y, si
quieren saber lo que pienso, tampoco tenemos claro lo que dejamos atrás. Aunque
estoy segura de que somos muy capaces de armar una historia que lo explique y
devanarnos los sesos para lograr que todo encaje.
Los orígenes son enigmas. Mamá y
papá. El feto flotante. Ab ovo. Sin embargo,
en la vida existen múltiples momentos que podrían calificarse de iniciáticos;
tenemos que reconocerlos simplemente como tales. Felix y yo estábamos
desayunando en nuestro piso de entonces, en el 1185 de Park Avenue. Como todas
las mañanas, Felix había partido el huevo pasado por agua que tenía delante,
asestando con el cuchillo un golpe seco y certero a la cáscara, y se había
llevado la cuchara rebosante de clara y yema líquida a la boca. Yo le miraba
porque parecía estar a punto de decirme algo. Puso cara de sorpresa durante un
instante, la cuchara cayó sobre la mesa y después al suelo, y él se desplomó
hacia delante, de tal forma que su frente cayó sobre una tostada untada de
mantequilla. La luz tenue que entraba por la ventana bañaba la mesa con su
mantel azul y blanco, el cuchillo que Felix había usado reposaba formando un
ángulo sobre el platillo de la taza de café; el salero y el pimentero verdes
descansaban a sólo unos centímetros de su oreja izquierda. No pude haber
registrado más que unas milésimas de segundo aquella imagen de mi marido
desplomado sobre su plato, pero quedó grabada para siempre en mi mente y
todavía puedo verla. Puedo verla a pesar de que, de inmediato, me levanté de mi
silla de un salto y le alcé la cabeza, le tomé el pulso, llamé pidiendo ayuda,
le hice la respiración boca a boca, recé mis oraciones seculares y confusas, me
senté en la parte de atrás de la ambulancia junto a los enfermeros y escuché el
ulular de la sirena. A esas alturas ya me había convertido en una mujer de
piedra, una espectadora y, al mismo tiempo, una actriz en escena. Lo recuerdo
todo nítidamente, sin embargo una parte de mí continúa sentada en la pequeña
mesa junto a la ventana de aquella cocina larga y estrecha, mirando a Felix. Es
la parte de Harriet Burden que nunca se levantó de la silla ni prosiguió con su
vida.
Crucé el puente y me compré una
casa en Brooklyn, que por aquella época era un barrio destartalado. Deseaba
huir de Manhattan y de su mundo del arte, esa pústula ambulante, adinerada y
endogámica, compuesta de personas que compran y venden objetos estéticos. Es
justo decir que Felix había sido un coloso dentro de ese mundo afectado y que
en él yo había sido la artista casada con Gargantúa. Sin embargo, la esposa
primó sobre la artista y cuando Felix falleció, a esa élite le importó un bledo
que yo me quedase con ellos o los abandonase para marcharme al remoto paraje
conocido como Red Hook. Yo había tenido dos marchantes de arte; ambos me habían
dejado, uno después del otro. Mi obra nunca se vendió bien y recibió poca
atención, pero durante treinta años ejercí de anfitriona para todos ellos (los
coleccionistas, los artistas y los críticos de arte), un club de
interdependientes tan cerrado y saturado que las identidades de sus miembros
parecen fundirse unas con otras. Cuando llegó el momento de despedirme de aquel
ambiente, los nuevos nombres «en alza», recién salidos de la escuela de Bellas
Artes, habían empezado a parecerme todos iguales, con sus performances o su
videoarte, su palabrería pretenciosa y sus indescifrables referencias teóricas.
Se supone que aquellos jóvenes estaban llenos de esperanza. Pero seguían el
ejemplo de los incorregibles, esos imbéciles que escribían para Art Assembly, un periodicucho hermético
que solía servir regularmente las sobras frías de la teoría literaria francesa
a unos lectores tan ávidos como ignorantes. Durante años tuve que hacer tal
esfuerzo por morderme la lengua que casi acabo tragándomela. Durante años rodeé
la mesa del comedor con paso sigiloso frente al Klee, ataviada con diferentes
vestidos, todos ellos excéntricos y de colores vivos, dirigiendo el tráfico con
hábiles gestos y sonriendo, siempre sonriendo.”
El mundo deslumbrente
Siri Hustvedt
traducción: Cecilia Ceriani
Anagrama, 2014
página 19-21
“En 1985 el MOMA (Museum of
Modern Art) de Nueva York celebró una exposición de arte contemporáneo titulada
An Internacional Survey of Painting and
Sculpture. De los 169 artistas que
participaron en ella, sólo 13 eran
mujeres. Delante del museo se
manifestaba un extraño grupo contra esta desigualdad: eran mujeres, llevaban máscaras de simios y se hacían llamar
Guerrilla Girls. Compartían un sentimiento de frustración al
comprobar que a finales de siglo las diferencias entre los sexos persistían y
las mujeres artistas continuaban sin tener un verdadero reconocimiento.”
leer el artículo completo: “Podríamos ser cualquiera; estamosen todas partes GUERRILLA GIRLS. Laconciencia del mundo del arte”, de Patricia García Arias
Página web de GUERRILLA GIRLS
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