2 de gen. 2019

rabos de lagartija, 1




“Venga, chaval. Desembucha.

Mis padres me engendraron hace muchos años,  pero en este momento no tendré más de tres o cuatro meses. Todo está ocurriendo como en un sueño congelado en la placenta de la memoria,  en un tiempo suspendido que engendró la caraba de mascaradas públicas e infortunios privados,  atropellos y desventuras, calabozos y hierros.

—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato? —la voz intempestiva y ronca del hombre se abate de nuevo sobre mi hermano David, los dos enfrente de casa. Hace apenas media hora ha caído sobre el barrio una tormenta atronadora y sombría, y ahora, cuando la mañana vuelve a brillar esplendorosa y el aire y la luz se erizan acariciando la piel y los ojos, David se siente otra vez tan delicado y aparente que no le habría importado recibir el imperioso mandato de la autoridad vestido de Shirley Temple con sus tirabuzones rubios, sus hoyuelos en los mofletes y su vocecita de niña viciosilla:

—¿Mande?

—Digo que lo sueltes ya, si es que tienes algo que contarme sobre tu madre... —secretamente encelada, la voz se traba en su propia ronquera y su delirio, pero las palabras suenan sin acritud, en un tono tan poco apremiante e insidioso que, al oírlas, un chico menos maliciado que David Bartra habría tomado como un guiño que buscara su complicidad, y no como un desafío.

—¿Me está provocando, sahib?

—¿Qué es lo que sabes? —insiste el visitante—. Sea lo que sea, me interesa. Te escucho.”


Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 9-10


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