“Venga, chaval. Desembucha.
Mis padres me engendraron hace muchos años, pero en este momento no tendré más de tres o
cuatro meses. Todo está ocurriendo como en un sueño congelado en la placenta de
la memoria, en un tiempo suspendido que
engendró la caraba de mascaradas públicas e infortunios privados, atropellos y desventuras, calabozos y hierros.
—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato? —la
voz intempestiva y ronca del hombre se abate de nuevo sobre mi hermano David,
los dos enfrente de casa. Hace apenas media hora ha caído sobre el barrio una
tormenta atronadora y sombría, y ahora, cuando la mañana vuelve a brillar esplendorosa
y el aire y la luz se erizan acariciando la piel y los ojos, David se siente
otra vez tan delicado y aparente que no le habría importado recibir el imperioso
mandato de la autoridad vestido de Shirley Temple con sus tirabuzones rubios,
sus hoyuelos en los mofletes y su vocecita de niña viciosilla:
—¿Mande?
—Digo que lo sueltes ya, si es que tienes algo que
contarme sobre tu madre... —secretamente encelada, la voz se traba en su propia
ronquera y su delirio, pero las palabras suenan sin acritud, en un tono tan
poco apremiante e insidioso que, al oírlas, un chico menos maliciado que David
Bartra habría tomado como un guiño que buscara su complicidad, y no como un
desafío.
—¿Me está provocando, sahib?
—¿Qué es lo que sabes? —insiste el visitante—. Sea
lo que sea, me interesa. Te escucho.”
Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 9-10
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