“Era un domingo plomizo y
silencioso de septiembre y se le ocurrió acercarse al barranco y sacar unas
fotos del chalé de ventanas tapiadas, de la pequeña puerta del antiguo consultorio
y del torrente, ahora más descalabrado y pedregoso. Las últimas lluvias
torrenciales habían depositado en el lecho nuevas y finísimas lenguas de arena
blanca, y asomaban entre el fango desperdicios diversos que David fotografió
desde ángulos rebuscados y singulares: una bota militar riéndose con la
dentadura de clavos torcidos, la cabeza pelona y abollada de una muñeca sin
ojos mirando al cielo como podría hacerlo una patata, una correa o un cinturón enroscado
en sí mismo y tan carcomido por la humedad que más parecía el pellejo de una
serpiente, las patas rígidas de un pájaro semienterrado arañando el cielo,
media esfera de un reloj de pared con las horas transitadas por un caracol...
En esos desechos, en todos y cada uno de ellos, el ojo de la cámara indaga muy
de cerca una identidad oculta y la distingue, la toca y la vuelve a pensar, la
recrea más allá de la historia particular que pudiera sugerir su deterioro y su
abandono. Fotografías del barranco, de lo poco que queda de sus arruinados
flancos y de su vértigo infantil, en las que está depositado un sedimento del
tiempo, una reflexión de la luz que no es totalmente ajena a mi propio
discurrir en este hueco de almohada. No hay una sola voz de cuantas llevo
registradas aquí, ni una sola palabra emborronada en estos viejos cuadernos
escolares —olas interminables y simétricas parodiando una escritura ilegible de
discapacitado, es lo que oigo decir— que no esté enraizada en aquel torrente desmoronado
y pútrido que mi memoria preserva del olvido. Mi lápiz corre sobre el papel
pautado solamente para mantener inviolado su recuerdo.
Así pues, contra todo
pronóstico, pues hay que recordar que los astros no le habían elegido, David
estaba en camino de convertirse en un escrupuloso celador de lo veraz, en un artista.
Meses después, en los primeros días de marzo de 1951, abandona los rebuscados
encuadres, se libra de los resabios técnicos y retoques tan bien aprendidos y
se inicia en la fotoreportaje. En estos
días fue cuando pasó todo. Yo en la cama, y el tío Pau a mi lado, sonriente y
callado, con un vendaje en la frente y la gorra de tranviario mal encajada,
acaba de entrar con mi desayuno y me mira mientras se abrocha el uniforme antes
de marcharse a las cocheras a cumplir su turno. Ayer una pedrada rompió el
cristal trasero de su tranvía y una esquirla le hizo un buen corte en la
cabeza, en algún lugar del piso la voz de la tía Lola grita no sé por qué
tienes que ir después de lo que te han hecho, quédate en casa y deja que se maten
ellos, os van a quemar los tranvías, no vayas, no seas tonto... Pero el tío
sigue abrochándose tranquilamente la chaqueta de tranviario y mirándome
desayunar mi bocadillo de atún con su tonta sonrisa en los labios, luego sacude
algunas migas sobre la colcha, sí que me dieron en el coco, sí, me susurra,
dedicándome su sonrisa, tan limpia su mirada y tan paciente su trato con el
niño inválido, tan silenciosos y venales sus afanes en esta vida —del tranvía a
la taberna, de la taberna a casa, de casa al tranvía—, fue ayer por la tarde en
la plaza de Cataluña, me dice como en secreto, una buena pedrada, que no lo
oiga la tía, y eso que el tranvía iba de vacío, todo el día circulamos de
vacío, y nos tiran piedras y nos insultan...”
Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 347-348
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