“Nunca veré los ojos de mi madre, pero sé que bizquean un poco y que su mirada
es risueña y clara, del mismo color del
infinito, sobre todo cuando escucha una explicación más o menos fantasiosa de
David o cuando sus pensamientos se pierden en pos de mi padre. Y sé también que
su piel es muy blanca y que su hermosa cabellera roja es digna de verse. Por eso, en nuestra calle y en el mercadillo, en los puestos de venta de ropa infantil donde
la conocen, la llaman la pelirroja.
El último sábado de este remoto
mes de agosto que está resultando tan caluroso y que acabará siendo tan
distinguido, tan desdichadamente memorable, a media mañana flota todavía en la atmósfera
el azufre atomicio con su repelente olor y su desfile fantasmal de muertos como
fundidos en plomo, tiesos y despellejados y sin nariz y sin ojos, pero más tarde vienen nubarrones negros
atropellándose, el cielo se desploma y
el tufo a pelo churruscado y a huesos calcinados se desvanece bajo la lluvia. Después ha diluviado un buen rato sin parar, y ahora vuelve el bochorno y la luz de la
tarde parece un estropajo.
En la cocina llena de humo la
pelirroja sufre un mareo y se escalda la mano al derramar agua hirviendo, poco después Chispa vomita en el pasillo
aquejado de interminables espasmos, y
acto seguido, mientras mamá fregotea el
vómito con la bayeta, arrodillada sobre
las baldosas y canturreando duerme duerme mi niño querido, una tonadilla que se pega al oído más que el
sindeticón, sufre de repente otro de sus
fortísimos dolores de cabeza y se le nubla la vista, y encima en este momento a David se le ocurre
comentar algo acerca del desconocido que se ahorcó debajo de una glorieta en
una azotea de la calle Legalidad, asegura
que de noche a veces se le aparece el ahorcado con la lengua fuera, con su pijama y sus zapatillas de fieltro, un suicida tan señor de su casa, tan pulcro y aseado, hace ya dos meses de aquello pero a David le obsesiona
aquel muerto que sigue girando en el aire con la cuerda al cuello y sacando una
lengua como un zapato, hasta que mamá lo
manda callar.
—Ahora no, hijo, por favor, olvida
a ese desdichado y ayuda a levantarme.
—Aupa, madre.
—Eso es, buen chico.
Más tarde David le quita las legañas
a Chispa con una gasa húmeda y le susurra tontas promesas de juegos y
correrías. Sentada a la mesa, mientras
expurga un plato de lentejas con los dedos escaldados, ella siente el mareo que arrecia de nuevo y
los insectos de luz que vuelven, y se
levanta, entra en el dormitorio y se
recuesta en la cama. Esperando que se le
pase, habla un rato con la foto de su marido enmarcada en plata sobre la
mesilla, una fotografía de estudio retocada y pulcra, nuestro borrachito y
simpático padre siempre de medio perfil, siempre con su aire pistonudo y sus
negros cabellos planchados de brillantina y su sonrisa debajo del bigote bien recortado;
una sonrisa ladeada y guapa, con su
rabillo de chunga en la comisura. No
tendré ocasión de verla nunca al natural y de cerca, pero sé que es una sonrisa aparente y falaz, o
mejor dicho, sé que no es exactamente
suya, que su blancura y perfección no le
corresponden; porque esa sonrisa, al igual que la más viril y seductora sonrisa
que triunfa en las películas, la que
precisamente más gusta a la pelirroja, la
de Clark Gable, resulta que no es otra
cosa que una prótesis dental.
—¡No puede ser!
—Lo he leído en una revista.
No pasa nada, señor Bartra, le está diciendo ahora desde la cama, he
tenido otro mareo y han vuelto esas moscas de luz revoloteando ante mis ojos, pero tú tranquilo que no es nada, dondequiera
que estés puedes seguir empinando el codo y ojalá tus penas se ahoguen en la
botella que te llevaste, puñetero amor
mío, junto con tu dentadura y tus queridos ideales, si te quedan, por mí no debes inquietarte, que ahora mismo se me pasa y me pongo guapa, me secaré las lágrimas, me peinaré, me daré colorete en las mejillas y
carmín en los labios y hala, a la calle.
También hay, en la mesilla de noche, una pequeña foto coloreada de nuestro hermano
Juan en la escuela, está sentado detrás
de un pupitre y empuña una pluma de afiligranado mango de marfil sobre un
cuaderno abierto, con el mapa de España colgado a su espalda. Sonríe y nos mira, pero la pelirroja no le dice nada esta vez.
Después que David se ha ido a
pasear a Chispa, ella se peina y se pinta los labios, con algún esfuerzo se calza las botas
katiuskas, aunque sabe que ha dejado de
llover —es que las katiuskas tienen mejor aspecto que sus zapatos, ya para tirar de viejos—, y coge el paraguas. Sale a la calle y la sorprende
un sol intermitente y picajoso, radiante
en medio del tumulto de nubes, y
animosamente echa a caminar hacia la Avenida, y entonces yo, que no soy más que un oscuro designio en su
conciencia y en la de mi hermano David, y
probablemente ni eso en la desolación postrera del pobre Chispa, recibo a través del cordón umbilical el
coletazo alegre de su indomable voluntad de vivir, de superar penas y añagazas y desdenes vengan
de donde vengan, fortaleciendo día tras
día su firme propósito de no dejarse vencer por la soledad y el miedo, la enfermedad y un embarazo no deseado, la
pobreza y el desamor y lo que el destino le depare.
Juraría que esta tarde, si hubiese podido, al salir para que la viera el médico, de buena
gana me habría dejado en casa. Pero cómo saberlo. Yo estaba por aquel entonces balanceándome
al borde de la vida y a un paso de la muerte, de espaldas al mundo y seguramente cabeza
abajo. El renacuajo ya presentía la vida
en torno, pero solamente como una llamarada
fugaz, como zarpazos de luz.”
Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 65-68
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