“Pero si he de proceder por
orden, si ese tumulto de voces me da un respiro, la historia que me propongo
contar empieza de verdad cuando el inspector Galván llama a la puerta de casa un
día que yo no estoy en casa.
Vivimos en lo alto de la ciudad,
en un callejón sin salida y casi al
borde de un barranco, pero nuestra casa tiene dos puertas, una de ellas se abre
al callejón y al día, y la otra a la noche y al barranco, un tajo no muy
profundo de tierra rojiza y paredes escarpadas y porosas que se desmoronan
dócilmente nada más acercarte a ellas. Ignoro
si en esta ocasión el inspector toca el timbre de la puerta de día o golpea la
puerta de noche con la vieja aldaba, una delicada mano de niña empuñando con
firmeza una bola de hierro oxidada, pero
mi hermano David, que está convencido de que las dos puertas cumplen funciones
distintas pero complementarias —por decirlo a su manera: una sirve para
ocultarse en casa de día, la otra para escapar de noche—, lo que seguramente
oye ese mediodía con sol y rachas de lluvia intermitentes son los golpes de la
aldaba, y es lógico porque la visita llega esta vez en horas de restricción de
la luz, y sin corriente ya me dirás cómo iba a sonar el timbre. En cualquier caso, tú de ningún modo podías oírlo,
porque no estabas aquí ni allá ni en ninguna parte, monicaco, aún no habías
salido del cascarón.
Vale, de acuerdo, tú lo has
vivido, pero yo lo he imaginado. No creas que me llevas mucha ventaja en el
camino de la verdad, hermano.
Siempre te llevaré ventaja,
gusanito.
Yo voy por un atajo.
No quiero discutir contigo. Me
confundes. Ya no sé dónde estoy.
En el cuarto de mamá, por ejemplo, cosiendo vestiditos para muñecas
o probándote blusas y toreritas ante el
espejo, mirándote de frente y de perfil y seguramente también de culo, y hace
mucho calor, es el verano de la bomba de Hiroshima, y por eso, al sonar los
golpes en la puerta, le dices a Chispa cuidado, cuando yo abra apártate a un
lado, que podría entrar el resplandor atomicio y te quedarías ciego y
achicharrado en el acto.
En todo caso, y volviendo a la
puerta de noche, en esta ocasión es fácil adivinar de quién se trata, así que
lo mejor es tomarse un tiempo antes de abrir, y David lo hace escudado en su
postura predilecta: cimbreante y vestido de niña, con un precioso jersey de
angorina de color rosa, faldita azul celeste plisada, calcetines blancos hasta
debajo de las gordezuelas y risueñas rodillas y bolso de plexiglás rojo colgado
al hombro. Luce también gafas de sol de montura blanca plastificada, unas
gafotas de feria, y una boina roja, ladeada sobre la ceja, que le tapa los
rizos de color de miel.
—Si viene usted buscando al
sahib, no está en casa. Plantado en el umbral, con sus hombros robustos un poco
encogidos bajo la trinchera, el sombrero mojado en la mano y los zapatos
enfangados, el inspector Galván lo mira sin pestañear. Sus ojos son claros,
pero su mirada es sombría. No es como otros polis, eso David debe admitirlo, no
es uno de esos que esconden la mirada tras unas gafas negras incluso en días
nublados, no parece importarle que la gente vea sus ojos y lea en ellos alguna
emoción, ya sea un resentimiento o la más absoluta indiferencia, que solía ser
lo más frecuente. Tampoco enseña la placa ni menciona ninguna orden de
registro, y ni siquiera intenta cruzar el umbral.
—Tu madre que haga el favor de
salir un momento. —Y con la voz más áspera, pero sin elevar el tono, añade—:
Payaso.
—La memsahib tampoco está.
—¿Tardará en volver?
—¿Trae usted una orden de
registro?
—No vengo a eso. Repito.
¿Tardará la señora Bartra en volver?
Uno de los bolsillos de su
trinchera gris, abultado y fondón, soporta más peso que el otro. Pero ahí no
suelen llevar la pistola, piensa David, mientras sus ojos tras las gafotas taladran
la tela impermeable y el forro del bolsillo: una petaca llena de coñac, un poco
de calderilla entre briznas de tabaco y pelusilla, las llaves de casa y el
encendedor, un Dupont de pacotilla, agazapado detrás de un paquete de Lucky
Strike muy sobado, seguro que el guripa compra cigarrillos por unidades y lo va
rellenando...
Lo que cuento son hechos que
reconstruyo rememorando confidencias e intenciones de mi hermano, y no pretendo
que todo sea cierto, pero sí lo más próximo a la verdad.”
Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 18-20
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