“En este momento oye a su
espalda el clinc de la botella al chocar con las piedras, y enseguida la voz de vidrios rotos.
Necesito un pañuelo limpio, hijo. Y
un cinturón. Y un buen remiendo. Nuestra
costurera está tardando en volver a casa más de la cuenta.
De su boca sale un vaho que
huele fuertemente a cloroformo. La penetrante mirada de David, pugnando a contraluz
entre los párpados semicerrados, sólo capta una cara jocosa cuyas facciones
abotagadas y grisáceas parecen confundirse con las mismas piedras pulidas y
uniformes del lecho del torrente. Con barba de varios días y ojos amarillos, la
colilla de Chester apagada en la comisura sonriente y la botella de coñac en el
sobaco, papá se agacha sobre el turbio estiaje desplegando un pañuelo manchado
de sangre. Se le cae la botella casi vacía y rebota otra vez en las piedras.
También a ésta se le ve ya el
culo, qué lástima, añade haciéndose rápidamente con la botella. En torno a él, semienterradas
en el lecho del torrente, asoman algunas ramas y troncos pelados, calcinados
por el sol. Arqueando el lomo, Chispa suelta una tifa líquida, como un puré
verde. David se sienta en una roca ladeando la cabeza sobre el hombro y se oye decir:
Te veo borroso, padre.
Tendrás que conformarte con eso.
Es más de lo que mereces ver.
En mis sueños te veía de otra
manera...
Pues esto es lo que hay,
muchacho. O lo tomas o lo dejas. Así que abre bien los ojos. No eres tú quien
me sueña.
No te entiendo.
No importa. Yo veo muchos huevos
fritos en mis sueños, pero los únicos que me comería a gusto son los huevos de Velázquez.
Y pensando también en el
inspector Galván, el cual probablemente ahora mismo estaría plantado en alguna esquina
o detrás de los cristales de una taberna acechando el paso de mamá, pero que
igualmente podía andar husmeando por aquí cerca, David se agacha y escoge cinco
guijarros puntiagudos y se los guarda en el bolsillo. Los ojos amarillos del
tigre nos miran fijamente, pero saldremos de ésta, padre, ya verás.
No escapé por temor a eso. Ni
por salvarme yo, ni por salvar a unos compañeros o algunos papeles
comprometedores. No me rajé el trasero como un cerdo por miedo a que me pillaran,
añade con la voz fugitiva. Sin incorporarse todavía, se desplaza de lado dando
saltitos como los monos, buscando algún arroyo de aguas no estancadas en el
estiaje del torrente, descalzo y despeinado, con la camisa fuera del pantalón y
apretando el pañuelo ensangrentado en la raja escalofriante de su nalga
izquierda. No abandoné a tu madre por nada de eso. Lo hice porque la quería
mucho. Y aún la quiero.
A David sus movimientos le
recuerdan la última lagartija cazada por Paulino aquí mismo hace unos días:
cortado el bicho por la mitad con la navaja barbera, las dos partes, cada una
con sus dos patas, estuvieron dando saltitos y retorciéndose convulsivamente
sobre una roca plana mientras él y Pauli esperaban a ver cuál se moría antes, y
fue la parte de la cabeza. El rabo siguió serpenteando mucho rato en la palma de
la mano de David. De nada te sirvió pensar, pobre lagartija. ¿Quién decide
ahora estas contorsiones, qué cabeza las piensa si ya no tienes cabeza?
Ella sabe que la quiero, a pesar
de todo, añade papá mientras lava el pañuelo en el recuerdo de otras aguas, en
el caudal crespo y veloz de otros tiempos, otros amores. El desgarro del
pantalón deja entrever el mal aspecto de la herida.
Sangras mucho, dice David. Se te
va a infectar.
Tonterías. La sangre derramada
por la patria no se infecta jamás, es inmune a cualquier microbio, porque ya
está podrida y bien podrida.
A madre no le gustaría oírte
hablar así. Soy un hombre derrotado. Qué quieres. Un hombre derrotado no va por
ahí presumiendo de nada. Vaya papelón el mío, con el culo al aire y sangrando
como un gorrino. Yo pensaba entregarlo todo por la patria, todo menos el
trasero... Y hablando de traseros, juraría que tu amigo Paulino lo está pasando
francamente mal con el suyo... Te supongo enterado.
No queremos hablar de eso con
nadie, dice David. Observa que papá lleva la dentadura postiza mal encajada, y
a ratos le castañetea. Ten cuidado no pierdas la dentadura. Y te ruego por
favor que no vayas más arriba por ese torrente. Créeme, padre, aquí estás bien.
Media legua, media legua, media legua más arriba, más allá de la calavera que
asoma en la arena con un agujero en la frente, junto a las huertas, podría
verte algún vecino.
No me reconocería. Estos últimos
tiempos me han cambiado mucho, hijo. Hoy mi lema es: la puñetera verdad te enseñará
a dudar de todo. Y a propósito, he visto esa jodida calavera con el agujero de
bala y creo que es de una cabra, dice chasqueando la lengua, sin darse cuenta
de que su voz rota causa un efecto especial en David. Es una voz que no se
dirige a los oídos como las demás voces, en línea digamos recta, sino que
primero da un amplio rodeo en torno a la febril y orgullosa cabeza de David,
como si quisiera marearla un poco. Pero David parece conforme en que sea así.
En fin, concluye papá
incorporándose con el pañuelo apretado al trasero. ¿Qué hay de nuevo, hijo?
Estás sangrando mucho.
Dime algo que no sepa, coño.
Qué quieres que te diga. Tuviste
mala suerte, padre.
La que merezco. Esa cuchillada
traidora en la nalga me la gané a pulso. Se queda un rato pensando, simulando
una expresión de fatalismo y moviendo la colilla de un lado a otro de la boca,
y añade: La que merezco.
Pero por qué.
Por algo malo que hice una vez,
en nombre de elevados ideales, ¿sabes qué cosa es?
Parece una adivinanza...
Pues no. Con el tiempo se
convertirá en una siniestra adivinanza (el cura de un pueblo arrodillado en una
cuneta, en la tonsura de su coronilla se pasea una hormiga, en su nuca temblorosa
un dedo apuntándole, ¿de quién es ese dedo?), una pesadilla que debería
quitarle el sueño a más de uno, pero que de momento sólo me incordia a mí...
Sería la tapa de una lata de sardinas que tiré yo mismo en el barranco, quién
sabe. Sería eso lo que me rajó el culo.
No fue una lata de sardinas,
dice David. Fue un cristal grueso y afilado clavado en tierra, seguramente una
esquirla de sifón. De una botella de vodka habría sido lo más apropiado...
Qué más da.
Hombre, en algo deben basarse
los de la Brigada Social para decir que soy un bolchevique fiel a mis
ideales... Je je. Bien, hablemos de ti y de tu madre. ¿Qué tenéis hoy para cenar?
¿Lentejas?
Patatas viudas.
Estupendo. ¿Y tú qué haces, ya
trabajas?
Soy el ayudante del señor
Marimón, ¿ya no te acuerdas?, dice David sin mucho entusiasmo. El señor Marimón
es el fotógrafo de la parroquia de Cristo Rey. Y en casa a veces pedaleo en la
máquina de coser de mamá, cosas sencillas; también coso botones y bolsillos en
batas de colegiales, en faldas y blusas para muñecas, y repaso la costura de
cuellos y puños. Y también a veces hago las entregas en el mercadillo y en los
tenderetes de la Travesera de Gracia.
Eso está bien, hijo.
David observa la mano que ciñe
con fuerza el cuello de la botella.
Las manos te delatarán, padre.
¿Ya no recuerdas que tus manos siempre olían a éter? Y ahora que lo pienso, ¿no
podrías anestesiarte la herida y así te dolería menos? Madre dice que eras un buen anestesista cuando te conoció
y se enamoró de ti...
Ya no lo soy. ¿Para qué sirve
hoy un anestesista? Hoy todo el mundo vive con la boca y los ojos cerrados y
los oídos sordos. Mis servicios ya no hacen ninguna falta. ¿Y cómo le va a la
intrépida pelirroja?, ¿qué hace todo el día metida en casa?
Pues coser y barrer y fregar y
lavar y planchar, farfulla David. Y fumar y beber mucho café. Pero sobre todo,
lavar y coser, lavar y coser.
Rosa Bartra, llevas mal camino,
entona papá en tono lúgubre. ¡Ay ay, cómo duele esto...! Y dime, ¿ya te
acuerdas de visitar a la abuela Tecla de vez en cuando?
Mañana voy. Pero la abuela no me
habla. Y me mira siempre de refilón. Como ese policía.
¡Ay ay, qué dolor más puñetero!,
gime papá dando media vuelta y caminando hacia los helechos de la orilla con el
pañuelo bien apretado a la nalga. Los esfuerzos que hace por mantenerse
erguido, en una postura bastante precaria, pero en algún sentido todavía digna,
realzan por un breve instante su robusta figura, aquella prestancia y aquella
fortaleza imbatibles que David le otorgó hasta el día de la fuga. Ahora le ve sentado sobre la nalga sana en la
ribera del torrente, echando un trago con la botella en alto. Sabiendo lo que
ahora sé, no me cuesta nada imaginar a David acuclillado sobre las piedras
calientes y con la cabeza gacha, viéndole sin querer verle, oyéndole decir con
su voz desmenuzada, atomizada en el aire: Todavía no le has dado a tu madre el
libro que ese poli recogió de la calle y se tomó la molestia de forrar y de
traer a casa. Mal hecho, hijo.
Es que le tengo mucha tirria al
guripa. Me cae gordo. No hace falta que lo jures. Prueba inútilmente de
encender la colilla con fósforos húmedos, y desiste. Maldita sea mi suerte...
En cambio, el inspector Galván tiene un encendedor de marca, de los caros.
Es falso, padre. Un Dupont
falso. No vale nada. Todo lo que tiene que ver con ese tío es una trola
descomunal, todo lo que hace y todo lo que dice es puro camelo. Fíjate, parece
un hombre tratable, ¿verdad? Pues un día, en la plaza Sanllehy, Paulino
Bardolet le vio atizar una patada a una paloma vieja y enferma que se moría
acurrucada en el suelo. David se interrumpe y piensa un rato antes de añadir: Y
la pobre paloma además estaba ciega y coja.
También tú vas por mal camino,
David Bartra.
¡Te digo la verdad!
Seguro. Pero es demasiado lo de
ciega y coja. No hacía falta.
No te entiendo.
Te daré un consejo de hombre
maldiciente, experimentado y cabrón. Si has de desacreditar a alguien, no
acumules datos veraces. Siempre acaban por levantar sospechas. Es mejor inventarlo
todo. Si es verdad que tienes alma de artista, muchacho, como soñaba tu madre
antes ya de echarte al mundo, si es verdad que la tienes, algún día entenderás
lo que te digo.
Yo no soy el que tiene alma de
artista, dice David con la voz afligida, acariciando el lomo de Chispa. Siempre
te confundes, padre. El que ha de nacer es quien tiene alma de artista. Eso
dice madre. También lo decía del pobre Juan, ¿ya no te acuerdas? De mí nunca lo
dijo.
Bueno, qué más da. No debes
entristecerte por eso. Hoy no sirven de gran cosa los artistas, diga lo que
diga tu madre... Ahora me tengo que ir. Si vuelves por aquí me traes cerillas.
Y un pañuelo limpio. ¿Es tuyo ese perro que te sigue a todos lados arrastrando
la barriga por el suelo?
Es el Chispa. Era del señor
Auge. ¿No lo has reconocido? Ahora es mío.
El pobre está más acabado que
yo. Deberías sacrificarlo... No me mires así, hijo. Ahora los matan sin tener
que reventarlos con estricnina. He leído en alguna parte que los alemanes han
inventado una inyección letal. Les inyectan bencina o qué sé yo directamente en
el corazón y la diñan sin sufrir. Mira de enterarte. Ahora vuelve a casa y no
te preocupes por mí. Sueño verdaderos horrores, pero me despierto muerto de
risa.”
Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 79-85
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