4 de gen. 2019

rabos de lagartija, 5




“Un callejón de tierra apelmazada y negruzca, roturada por los juegos de navaja de los niños,  apenas transitada y con orines y regueros de agua sucia y espuma de jabón,  según la hora del día,  así es nuestra calle,  la calle que David Bartra nunca reconocerá como suya. Callejón del Viento,  lo llaman a eso.  No más de diez o doce casuchas,  enjalbegadas algunas, otras de ladrillo rojo y todas de una sola planta,  con escalera exterior y azoteas agobiadas con improvisados habitáculos de madera o de obra: palomares,  lavaderos,  trasteros.  La calle, surgida como por ensalmo en la falda más pobre de la colina y un poco descolgada del barrio, quedó en callejón sin salida al torcerse y resbalar atolondradamente desde las afueras hacia la ciudad,  hasta topar con el antiguo consultorio adosado a las traseras de un viejo edificio de los años veinte con ínfulas de chalé.  La pequeña puerta despintada y rasguñada de este consultorio,  reconvertido en vivienda por la viuda del médico y ofrecido en alquiler a un precio razonable,  aún hoy exhibe la placa de latón con el nombre y la especialidad: Dr. R J. Rosón- Ansio.  Enfermedades de nariz,  garganta y oídos.

Florece junto a la puerta una mata de margaritas blancas de casi un metro de altura, parece un gran paraguas verde salpicado de nieve.

—Tengo entendido que vive usted realquilada.

El inspector remueve la mata de margaritas con los dedos mientras lee la placa del otorrino con aire distraído.

—Pues sí —dice la pelirroja con una leve hostilidad en el tono,  sujetando la puerta y sin dejar entrever la menor intención de permitirle la entrada—.  Realquilada con derecho a cocina y baño.  Y éstas son mis margaritas.

—¿Suyas?

—Totalmente, señor.  La cocina,  el baño y el lavadero es lo único que compartía con la viuda.
—Parece que en tiempos fue la casa de veraneo de esa gente —dice el policía cabizbajo y como si hablara solo.  Su voz trasiega una flema.  Saca un pequeño bloc del bolsillo, consulta unas notas y añade—: Hará unos diez años se instalaron aquí de manera permanente y el médico mandó construir el dispensario.  ¿No fue así?

—No sé —dice mamá—. Nosotros aún no habíamos llegado. Los datos obran en poder de la autoridad, pero en el barrio todo el mundo lo sabe: el doctor P. J. Rosón-Ansio fue un otorrinolaringólogo cordobés de filiación anarquista que en 1933 había plantado su consulta en Barcelona huyendo de la justicia por un asunto no aclarado, y que posteriormente desapareció durante la guerra.  Su viuda le sobrevivió seis años en esta casa,  que entonces tenía un pequeño jardín frente a la entrada principal,  al otro lado del edificio.

—Seguramente ese médico —aventura el inspector sin la menor convicción— compró la casa con la idea de levantar otra planta y convertirla en un verdadero chalé.

Ella no oculta el aburrimiento que le causan estas deducciones,  y permanece callada. El inspector Galván corre algunas hojas del bloc.  Una errática mariposa blanca se balancea abruptamente sobre las margaritas,  sin posarse en ninguna, y mamá rompe el silencio.

—Tengo los papeles en regla,  por si le interesa.  Sólo debo una mensualidad.

—Eso no me incumbe, señora.

—Pues qué más quiere saber. Tengo mucha faena, ¿sabe?

El poli mantiene la cabeza inclinada sobre el bloc.  Ensaliva la yema del dedo cada vez que pasa una hoja.

—Usted es de la parte baja de Andalucía,  seguramente de Málaga —dice—. ¿Me equivoco?

Ahora ella recela,  no esperaba esa clase de preguntas.  Deja pasar unos segundos y responde:

—No creí que se me notara después de veinte años en Cataluña. Mis padres eran canarios,  pero me crié en Coín hasta los doce años.

— ¿Lo ve, señora? Tengo buen oído para eso.  Es que mi mujer era de Algeciras —añade,  y una sombra pasa por sus ojos—. ¿Vive usted sola?

Mamá cierra los ojos con aire de fatiga y suspira. —Oiga, ya fui interrogada en la Jefatura Superior de policía, hace dos meses,  y durante más de ocho horas...”


Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 45-47

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