“Un callejón de tierra
apelmazada y negruzca, roturada por los juegos de navaja de los niños, apenas transitada y con orines y regueros de
agua sucia y espuma de jabón, según la hora
del día, así es nuestra calle, la calle que David Bartra nunca reconocerá
como suya. Callejón del Viento, lo
llaman a eso. No más de diez o doce
casuchas, enjalbegadas algunas, otras de
ladrillo rojo y todas de una sola planta, con escalera exterior y azoteas agobiadas con
improvisados habitáculos de madera o de obra: palomares, lavaderos, trasteros. La calle, surgida como por ensalmo en la falda
más pobre de la colina y un poco descolgada del barrio, quedó en callejón sin
salida al torcerse y resbalar atolondradamente desde las afueras hacia la
ciudad, hasta topar con el antiguo
consultorio adosado a las traseras de un viejo edificio de los años veinte con
ínfulas de chalé. La pequeña puerta
despintada y rasguñada de este consultorio, reconvertido en vivienda por la viuda del
médico y ofrecido en alquiler a un precio razonable, aún hoy exhibe la placa de latón con el nombre
y la especialidad: Dr. R J. Rosón- Ansio. Enfermedades de nariz, garganta y oídos.
Florece junto a la puerta una
mata de margaritas blancas de casi un metro de altura, parece un gran paraguas
verde salpicado de nieve.
—Tengo entendido que vive usted
realquilada.
El inspector remueve la mata de
margaritas con los dedos mientras lee la placa del otorrino con aire distraído.
—Pues sí —dice la pelirroja con
una leve hostilidad en el tono, sujetando
la puerta y sin dejar entrever la menor intención de permitirle la entrada—. Realquilada con derecho a cocina y baño. Y éstas son mis margaritas.
—¿Suyas?
—Totalmente, señor. La cocina, el baño y el lavadero es lo único que
compartía con la viuda.
—Parece que en tiempos fue la
casa de veraneo de esa gente —dice el policía cabizbajo y como si hablara solo.
Su voz trasiega una flema. Saca un pequeño bloc del bolsillo, consulta unas
notas y añade—: Hará unos diez años se instalaron aquí de manera permanente y
el médico mandó construir el dispensario. ¿No fue así?
—No sé —dice mamá—. Nosotros aún
no habíamos llegado. Los datos obran en poder de la autoridad, pero en el
barrio todo el mundo lo sabe: el doctor P. J. Rosón-Ansio fue un otorrinolaringólogo
cordobés de filiación anarquista que en 1933 había plantado su consulta en
Barcelona huyendo de la justicia por un asunto no aclarado, y que
posteriormente desapareció durante la guerra. Su viuda le sobrevivió seis años en esta casa,
que entonces tenía un pequeño jardín
frente a la entrada principal, al otro
lado del edificio.
—Seguramente ese médico
—aventura el inspector sin la menor convicción— compró la casa con la idea de
levantar otra planta y convertirla en un verdadero chalé.
Ella no oculta el aburrimiento
que le causan estas deducciones, y
permanece callada. El inspector Galván corre algunas hojas del bloc. Una errática mariposa blanca se balancea
abruptamente sobre las margaritas, sin
posarse en ninguna, y mamá rompe el silencio.
—Tengo los papeles en regla, por si le interesa. Sólo debo una mensualidad.
—Eso no me incumbe, señora.
—Pues qué más quiere saber.
Tengo mucha faena, ¿sabe?
El poli mantiene la cabeza
inclinada sobre el bloc. Ensaliva la
yema del dedo cada vez que pasa una hoja.
—Usted es de la parte baja de
Andalucía, seguramente de Málaga —dice—.
¿Me equivoco?
Ahora ella recela, no esperaba esa clase de preguntas. Deja pasar unos segundos y responde:
—No creí que se me notara
después de veinte años en Cataluña. Mis padres eran canarios, pero me crié en Coín hasta los doce años.
— ¿Lo ve, señora? Tengo buen
oído para eso. Es que mi mujer era de
Algeciras —añade, y una sombra pasa por
sus ojos—. ¿Vive usted sola?
Mamá cierra los ojos con aire de
fatiga y suspira. —Oiga, ya fui interrogada en la Jefatura Superior de policía,
hace dos meses, y durante más de ocho
horas...”
Rabos de lagartija
Juan Marsé
Lumen, 2000
página 45-47
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