Historia de una flor
Claudia Casanova
Ediciones
B,. 2019
páginas: 240
La historia de una de las
pioneras de la botánica en España. Un relato de amor a la ciencia, la vida y la
naturaleza. Alba ha heredado de su madre su amor a la naturaleza y pasa las
horas recorriendo el valle con su colección de flores, que cataloga con
minuciosidad. Un día llega al pueblo un eminente botánico alemán. La cercanía
intelectual que sienten pronto evolucionará hacia algo mucho más profundo: un
amor del que solo quedará como testigo el nombre de una pequeña flor silvestre,
la Saxifraga alba. Su etimología procede del latín saxum («piedra») y frangere
(«romper, quebrar»), por su capacidad para romper las piedras con sus fuertes
raíces. Igual que la protagonista. “
fragment:
“15 de octubre de 1888
El ramo de la novia espera
encima de la mesa. Todo está en silencio. Desde la ventana, las colinas dibujan
un mantel de colores en el horizonte. Hace años que Alba miró ese paisaje por
primera vez, y lo que entonces era nieve hoy es un valle de flores azules y
amarillas, un vestido sencillo para una tierra que jamás olvidará. Por eso ha
querido casarse aquí, a pesar de que su futuro marido ya tiene la plaza de juez
en Mérida. Y también por las razones que están encerradas en su corazón, las
que no podrá decir jamás. Contempla los valles que nunca se cansó de recorrer,
y su mirada se detiene en Valcabriel, en la sierra de Albarracín. La flor
blanca. El ramo en sus manos, enfundadas en delicados guantes de hilo.
Saxifraga alba.
—¿No querrás rosas, hija? —había
preguntado su padre.
—Las rosas son para las fiestas
—respondió Alba.
—¿Y tu boda no es una fiesta?
—dijo él.
Su madre no habría hecho esa
pregunta, pero Mercedes de Cararach estaba muerta y el mundo había cambiado
cuando ella se fue. «Ya no tengo madre», se repetía Alba el día de su entierro.
Como si quisiera convencerse, porque fuera demasiado difícil creer que ya no
estuviera allí. Todas las ausencias necesitan rubricarse, o se quedan en
simples vacíos.
Llaman a la puerta; debe de ser
su padre para acompañarla a la iglesia. Pero no, el sol aún no toca la mitad
del cielo: es demasiado pronto. La novia se da la vuelta. Una muchachita espera
en el umbral de la puerta. Es una criada, más bien una niña, que se inclina
impresionada al verla como si estuviera frente a la mismísima reina María
Cristina. Y no es para menos: la belleza tranquila de Alba Ruiz de Peñafiel parece
hecha a medida para el día de hoy. Lleva un vestido de seda de color blanco
crudo que ha levantado revuelo en el pueblo, porque la tradición mandaba que el
traje fuera negro. La modista que su padre hizo traer de Madrid insistió en que
la reina inglesa se había vestido de blanco, y que eso lo cambiaba todo. La
mantilla es la única prenda que atenúa la insolencia del blanco: es de brocado
plateado, como corresponde. Esta mañana, Alba se ha dejado vestir sin mirar dos
veces las telas exquisitas.”
—Han traído esto para usted,
señora —dice la chiquilla, y deja una bolsita de terciopelo encima de la mesa
antes de volver a inclinarse y desaparecer.
Alba deja el ramo con cuidado
encima de la mesita y se quita el guante de la mano derecha para acariciar el
terciopelo negro de la bolsa. Hay un objeto metálico dentro, del tamaño de una
almendra. En el terciopelo hay un bordado de oro, unas líneas sencillas en
forma de flor. Las recorre lentamente. Le tiemblan los dedos al deshacer el
nudo de la bolsa. El tacto del terciopelo tiene recuerdos que se despiertan sin
que ella pueda evitarlo. «Jamás había visto un chaleco de terciopelo», dijo una
vez. Traga saliva, porque sin darse cuenta ha susurrado la frase sin voz, sus
labios han repetido las palabras como si al conjurar la frase también pudiera
convocarlo a él. El pequeño óvalo resplandece bajo los rayos del sol. Es de
plata, tan pulida como si fuera un espejo, y ahora se tiñe del color de rosa de
sus yemas desnudas. Un medallón con una flor grabada, una flor sencilla
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