Una vida que no es mía
Olivia Sudjic
traducción de
Ariadna Molinari Tato
Ediciones
Destino, 2019
páginas: 448
Alice Hare
acaba de terminar sus estudios universitarios y decide empezar una nueva vida
en Nueva York, su ciudad natal, dejando atrás la Inglaterra en la que ha
crecido y, con ella, su complicado pasado familiar. Alice se enamora al instante
de Manhattan, pero la soledad en una ciudad inmensa puede ser
abrumadora...Hasta que se cruza con Mizuko Himura, una misteriosa escritora
japonesa que exhibe su vida como forma de arte en Instagram y que, a través de
la pantalla de su iPhone, parece increíblemente cercana.
Tras una
intensa persecución a través de las redes sociales y un encuentro que parece
fruto de la casualidad, la relación entre Alice y Mizuko se convertirá en un
juego de espejos en el que las líneas entre lo real y lo virtual se desdibujan
peligrosamente.
fragment:
“No estaba con
ella cuando empezó la fiebre. Ni siquiera estaba al corriente de que estuviera
enferma. Hasta entonces lo sabía casi todo sobre ella y podía recordar hasta el
más mínimo detalle de cualquier día, lo hubiera pasado conmigo o no. Durante
meses, su presencia y su telepresencia dieron forma a mi nueva vida en Nueva
York. Y ahora, con tan sólo mover un dedo, se había ido. «Dejar de seguir.» Se
considera únicamente un gesto simbólico, un «jódete» simbólico, teniendo en
cuenta que yo todavía gozaría de cierto nivel de acceso público. La observaba
de ese modo desde mucho antes de conocerla, pero parecía que desde entonces su
configuración de privacidad había cambiado; muy recientemente, suponía. Me
alarmaba su inhibición, o lo que implicaba que tuviera que esconderse. Antes
cualquiera podía encontrarla. Con tan sólo teclear su nombre se podía obtener
una sinopsis instantánea de su vida: la pulcra disposición de sus fotografías,
con sus pensamientos y sus sentimientos al pie, etiquetadas con la ubicación y
la fecha. Cualquiera podía rastrear su recorrido por la ciudad, o regresar a su
pasado, a sus vacaciones y a sus graduaciones. No podía ser yo la única que
hubiera conseguido hacerlo con tanto éxito. Pero ahora ya no tenía acceso. Un
muro blanco había descendido, vacío salvo por el icono de un candado. Más que
su ausencia física, lo desconcertante era ese bloqueo total. Pocas evidencias
indicaban el paso del tiempo: no había noticias de sus mañanas, de sus comidas
ni de atardeceres o estrellas con filtro. Conforme caía la oscuridad en mi
mundo, el resplandor del suyo me atormentaba con su blancura de hospital.
Golpeé el muro con el dedo índice en repetidas ocasiones, pero su boquita
desafiante, apenas visible en el pequeño marco que contenía su foto de perfil,
volvía mi gesto simbólico en mi contra: «Jódete». Todo era simbólico. Toqué su
boca: estaba dura y no admitía réplica. Su rostro también estaba duro: no
negaba ni sentía nada. Que la apretara con más o menos fuerza no suponía
ninguna diferencia. No había nada que pudiera presionar excepto «Seguir» o
«Atrás». No podía decidirme por alguna, así que esperé con la ilusión de que la
infeliz elección me fuera retirada. A veces cubría el brillo con la palma de la
mano y anulaba su luz por completo, oprimiendo los nudillos unos contra otros.
Contaba hasta sesenta y volvía a abrirlos, con la esperanza de que ese
movimiento expansivo hubiera abierto el candado, o de descubrir que el muro
sólo había sido una medida temporal y ya había restaurado su configuración
anterior. Al ver que no era así, probaba rutas más creativas: en lugar de
teclear su nombre, como cualquier tonto, buscaba otros que conocía —los de sus
amigos— y llamaba a cada puerta trasera que se me ocurría para ver dónde estaba
y con quién, pues confiaba en encontrarla refugiándose en las fotografías de
los demás. Ninguno de ellos la veía, o, si lo hacían, lo ocultaban. O quizá
ella se escondía en algún lugar de ese laberinto hecho de vidas ajenas, pero
detrás del objetivo. “
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