17 de juny 2019

lectures d'estiu, set


Una vida que no es mía

Olivia Sudjic

traducción de 
Ariadna Molinari Tato

Ediciones Destino, 2019

páginas: 448


Alice Hare acaba de terminar sus estudios universitarios y decide empezar una nueva vida en Nueva York, su ciudad natal, dejando atrás la Inglaterra en la que ha crecido y, con ella, su complicado pasado familiar. Alice se enamora al instante de Manhattan, pero la soledad en una ciudad inmensa puede ser abrumadora...Hasta que se cruza con Mizuko Himura, una misteriosa escritora japonesa que exhibe su vida como forma de arte en Instagram y que, a través de la pantalla de su iPhone, parece increíblemente cercana.

Tras una intensa persecución a través de las redes sociales y un encuentro que parece fruto de la casualidad, la relación entre Alice y Mizuko se convertirá en un juego de espejos en el que las líneas entre lo real y lo virtual se desdibujan peligrosamente.

fragment:

“No estaba con ella cuando empezó la fiebre. Ni siquiera estaba al corriente de que estuviera enferma. Hasta entonces lo sabía casi todo sobre ella y podía recordar hasta el más mínimo detalle de cualquier día, lo hubiera pasado conmigo o no. Durante meses, su presencia y su telepresencia dieron forma a mi nueva vida en Nueva York. Y ahora, con tan sólo mover un dedo, se había ido. «Dejar de seguir.» Se considera únicamente un gesto simbólico, un «jódete» simbólico, teniendo en cuenta que yo todavía gozaría de cierto nivel de acceso público. La observaba de ese modo desde mucho antes de conocerla, pero parecía que desde entonces su configuración de privacidad había cambiado; muy recientemente, suponía. Me alarmaba su inhibición, o lo que implicaba que tuviera que esconderse. Antes cualquiera podía encontrarla. Con tan sólo teclear su nombre se podía obtener una sinopsis instantánea de su vida: la pulcra disposición de sus fotografías, con sus pensamientos y sus sentimientos al pie, etiquetadas con la ubicación y la fecha. Cualquiera podía rastrear su recorrido por la ciudad, o regresar a su pasado, a sus vacaciones y a sus graduaciones. No podía ser yo la única que hubiera conseguido hacerlo con tanto éxito. Pero ahora ya no tenía acceso. Un muro blanco había descendido, vacío salvo por el icono de un candado. Más que su ausencia física, lo desconcertante era ese bloqueo total. Pocas evidencias indicaban el paso del tiempo: no había noticias de sus mañanas, de sus comidas ni de atardeceres o estrellas con filtro. Conforme caía la oscuridad en mi mundo, el resplandor del suyo me atormentaba con su blancura de hospital. Golpeé el muro con el dedo índice en repetidas ocasiones, pero su boquita desafiante, apenas visible en el pequeño marco que contenía su foto de perfil, volvía mi gesto simbólico en mi contra: «Jódete». Todo era simbólico. Toqué su boca: estaba dura y no admitía réplica. Su rostro también estaba duro: no negaba ni sentía nada. Que la apretara con más o menos fuerza no suponía ninguna diferencia. No había nada que pudiera presionar excepto «Seguir» o «Atrás». No podía decidirme por alguna, así que esperé con la ilusión de que la infeliz elección me fuera retirada. A veces cubría el brillo con la palma de la mano y anulaba su luz por completo, oprimiendo los nudillos unos contra otros. Contaba hasta sesenta y volvía a abrirlos, con la esperanza de que ese movimiento expansivo hubiera abierto el candado, o de descubrir que el muro sólo había sido una medida temporal y ya había restaurado su configuración anterior. Al ver que no era así, probaba rutas más creativas: en lugar de teclear su nombre, como cualquier tonto, buscaba otros que conocía —los de sus amigos— y llamaba a cada puerta trasera que se me ocurría para ver dónde estaba y con quién, pues confiaba en encontrarla refugiándose en las fotografías de los demás. Ninguno de ellos la veía, o, si lo hacían, lo ocultaban. O quizá ella se escondía en algún lugar de ese laberinto hecho de vidas ajenas, pero detrás del objetivo. “


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