El baile del reloj
Anne Tyler
Lumen, 2019
Páginas: 344
La vida de una mujer como tú. Tyler,
ganadora de los premios Pulitzer, National Book Critics Circle y Pen/Faulkner,
nos ofrece una novela íntima. Pocos, pero significativos, son los momentos que han marcado la vida de
Willa Drake: la desaparición de su madre a los once años, casarse a los
veintiuno y el accidente que la dejó viuda a los cuarenta. Cuando recibe una
inesperada llamada, Willa decide abandonar todo e ir en la ayuda de la exnovia
de su hijo, quien ha sido gravemente herida. La espontánea decisión de cuidar
de esta mujer, de su hija de nueve años y de su perro la llevarán a explorar un
territorio desconocido: el de elegir su propio camino.
Fragment:
“Willa Drake y Sonya Bailey se
disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se
destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria.
Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los
concursos regionales. Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y
rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por
entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez,
se morirían sin remedio.
Willa tocaba el clarinete y
Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia,
en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni
llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la
calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran
siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que
no las tuviera.
Como no había aceras, a ninguna
de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se
pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas
y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron
de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre
de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de
todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara
detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de
Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.
Habían planeado empezar muy
lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en
aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los
demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas;
probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de
semana.
A los tres voluntarios que
recaudaran más se los invitaría a una comida de dos platos y postre con el
señor Budd, el profesor de música, en un restaurante del centro de Harrisburg,
todo pagado.
Las casas de Harper Road eran
bastante nuevas. Se las calificaba de estilo «rancho». De una sola planta y de
ladrillo, las personas que vivían en ellas también eran recientes: casi todos
empleados de la fábrica de muebles inaugurada en Garrettville un par de años
antes. Willa y Sonya no conocían a nadie y eso era bueno, porque no se
sentirían incómodas por ir vendiendo de puerta en puerta.
Antes de intentarlo en la
primera casa, se detuvieron detrás de un arbusto de hoja perenne de buen tamaño
para prepararse. Se habían lavado las manos y la cara en casa de Sonya, a quien
además no le había costado peinarse porque por su pelo, liso y oscuro, el peine
se deslizaba sin problemas. La nube de rizos dorados de Willa requería un
cepillo, y no un peine, pero Sonya no tenía, de manera que Willa tuvo que
atusarse los bucles con las manos lo mejor que pudo. Las dos vestían chaquetas
de lana casi iguales y capuchas con un ribete de piel sintética, además de
vaqueros con los bajos vueltos para que se viera el forro de franela de
cuadros. Sonya calzaba zapatillas de deporte, pero Willa llevaba los clásicos
zapatos marrones con cordones del colegio: no había querido pasar por su casa,
ya que temía que la entretuviera su hermana pequeña, que insistiría en
acompañarlas.
—Levanta mucho la caja de
chocolatinas cuando abran la puerta —le dijo Sonya a Willa—. No enseñes solo
una. Pregunta: « ¿Querría comprarnos unas chocolatinas?». En plural.
— ¿Soy yo la que tiene que
preguntar? —dijo Willa—. Creía que ibas a ser tú.
—Me sentiría ridícula
preguntando.
— ¿Sí? ¿Y crees que yo no voy a
sentirme ridícula?
—Pero a ti se te dan mucho mejor
las personas mayores.
—Y ¿qué harás tú?
—Me encargaré del dinero
—contestó Sonya, agitando el sobre marrón.
—Vale —dijo Willa—, pero luego,
en la segunda casa, preguntarás tú.
—De acuerdo —dijo Sonya.
Claro que estaba de acuerdo,
porque en la casa siguiente todo sería ya mucho más fácil. Aun así, Willa se
abrazó a la caja de las chocolatinas y Sonya se dio la vuelta para encabezar la
expedición por el sendero de baldosas.
Aquella casa tenía delante una
escultura de metal que no era más que una curva, sencilla y alta, muy moderna.
El timbre tenía iluminación propia y brillaba incluso en pleno día. Sonya lo
pulsó. Una agradable melodía de dos notas se dejó oír en algún lugar del
interior, seguida de un silencio tan intenso que las dos niñas empezaron a
abrigar la esperanza de que no hubiese nadie en casa. Pero enseguida oyeron
unos pasos que se acercaban; la puerta se abrió y dejó ver a una mujer que les
sonrió. Era más joven que sus madres y más estilosa, llevaba el pelo castaño
corto, un llamativo lápiz de labios y minifalda.
—Vaya, ¿qué tal, chicas? —dijo.
Tras ella apareció dando
traspiés un niño muy pequeño, que arrastraba un juguete con ruedas y que
preguntó:
— ¿Quién es, mamá? ¿Quién es,
mamá?
Willa miró a Sonya. Sonya miró a
Willa. A esta, algo en la expresión de Sonya, tan confiada, tan expectante, con
los labios húmedos y ligeramente entreabiertos como si se dispusiera a empezar
a hablar al mismo tiempo que su amiga, le resultó cómico, y sintió que le subía
por el pecho un pequeño estallido de risa que le cosquilleaba en la garganta.
El repentino y sorprendente sonido que salió también resultó cómico —hilarante,
de hecho—, y el estallido se convirtió en un vendaval, una auténtica cascada de
risas; Sonya, a su lado, no pudo contenerse y se desternilló mientras la dueña
de la casa seguía mirándolas, todavía sonriendo de manera inquisitiva.
— ¿Querría? —empezó a decir
Willa—. ¿Querría usted? —Pero no pudo acabar; era superior a sus fuerzas; le
faltaba la respiración.
— ¿Estáis proponiéndome que os
compre algo? —sugirió con amabilidad su interlocutora.
Willa se dio cuenta de que
probablemente también ella había tenido ataques de risa a su edad, aunque,
seguro que no, Dios del cielo, seguro que nunca unas risas tan histéricas, unas
risas tan irremediables, irresistibles, incontrolables. Aquellas risas eran
como un líquido que inundaba todo el cuerpo de Willa, provocando que de los
ojos le cayeran lágrimas a raudales y forzándola a encogerse sobre la caja de
las chocolatinas y a juntar mucho las piernas para no orinarse encima. Se
avergonzó y, por la expresión desesperada y los ojos desorbitados de Sonya, se
percató de que a su amiga le pasaba algo parecido, aunque al mismo tiempo lo
que sentía era de lo más maravilloso, liberador y relajante. Le dolían las
mejillas y los músculos del estómago parecían habérsele ablandado hasta
convertirse en seda. Podría haberse derretido, transformarse en un charco allí
mismo, en los escalones de la entrada.
Sonya fue la primera en
rendirse. Sacudió sin fuerzas un brazo en dirección a la dueña de la casa y se
dio la vuelta para marcharse por la senda de baldosas. Willa se volvió también
y la siguió sin decir una palabra. Al cabo de un momento oyeron que la puerta
se cerraba suavemente a sus espaldas.
Habían dejado ya de reírse.
Willa se sentía muerta de cansancio, vacía y un poco triste. Y quizá a Sonya le
pasara lo mismo, porque, aunque el sol seguía colgado como una monedita blanca
sobre Bert Kane Ridge, dijo:
—Deberíamos esperar hasta el fin
de semana. Es demasiado duro con todos los deberes que tenemos que hacer en casa.
Willa no se lo discutió.
Cuando el padre de Willa le
abrió la puerta, tenía una expresión pesarosa. Detrás de las gafas sin montura
y pequeñas, sus ojos parecían de un azul todavía más pálido que de ordinario y
carecían del brillo habitual; además, se pasaba la palma de la mano por la
cabeza, calva y suave, de aquella manera lenta e insegura que significaba que
había sufrido alguna decepción. Lo primero que se le ocurrió a Willa fue que de
algún modo se había enterado de su ataque de risa. Sabía que no era probable
—y, de todos modos, su padre no era de esas personas que ponen mala cara en
tales casos—, pero ¿cómo explicar si no su expresión?
—Hola, cariño —dijo con una voz
que traslucía desaliento.
—Hola, papi.
Su padre se dio la vuelta y se
dirigió al cuarto de estar sin propósito fijo; Willa tuvo que cerrar la puerta
de la calle.”
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