20 de juny 2019

lectures d'estiu, tretze



Música de ópera

Soledad Puértolas

Anagrama, 2019

páginas: 280


Esta novela cuenta la historia de tres generaciones de una familia de provincias marcada por algunos secretos. Desde los turbulentos años de la guerra civil hasta la última etapa del régimen franquista, los personajes de esta Música de ópera nos desvelan las heridas y preocupaciones que no se les ha permitido mostrar. A todos ellos, generación tras generación, les ha tocado vivir tiempos oscuros, pero siempre ha habido ráfagas de luz y brechas por las que se ha colado el amor. Tres serán las mujeres a las que llegaremos a conocer más: doña Elvira, a quien la vida ha puesto en una situación de comodidad y privilegio y a quien la guerra civil sorprende lejos de España y de sus hijos; Valentina, una joven huérfana abocada a depender de la generosidad de sus parientes; y Alba, una chica enfermiza que empieza a asomarse a la vida, dejando atrás la adolescencia. A través de la percepción que tienen del mundo, se configura un panorama lleno de enigmas y ajeno a toda clase de maniqueísmo. En la novela, la historia de los hechos conocidos, marcada por hitos que aparecen en los periódicos –el estallido y el final de la guerra civil, la visita del presidente de los Estados Unidos, la Revolución Cubana, los tanques rusos aplastando la primavera de Praga–, se entrelaza con los conflictos internos de los personajes: la vida está hecha de dolor, de incomprensión, de alegrías y secretos. Hay muchas clases de amor, y hay que querer y saber buscarlo, dicen también. Como es habitual en los textos de Soledad Puértolas, las sugerencias, las historias que se vislumbran, las zonas en penumbra, la dificultad de juzgar a los otros y lo inasequible de la intimidad marcan el tono de una novela sutil y ambiciosa, de trazo finísimo; así como, su ritmo envolvente, tan característico de la autora. Una novela de secretos familiares, rencores, traiciones, guerras, ruinas y lealtades.

fragment:

“A media mañana de un soleado día de febrero, Elvira Ibáñez, viuda de Rafael Claramunt, salió a la calle con un propósito determinado que, curiosamente, olvidó en cuanto aspiró la primera bocanada de aire fresco. Tan solo unos minutos antes, mientras se encajaba, frente al espejo del vestíbulo de su piso, el gorro de astracán que había pertenecido a su difunto marido, se afianzó en la determinación de resolver esa misma mañana el asunto de la administración de los negocios familiares y, por un momento, se representó en su mente la hipotética escena que, dentro de un rato, iba a tener lugar en el palacio de los Tello, donde se proponía entrevistar, con la mayor discreción, al candidato que le había recomendado su amiga Eugenia Tello. Pero en cuanto la viuda de Claramunt se vio en la calle, envuelta en la radiante luz del invierno y respirando un aire que, asombrosamente, parecía inmóvil, sus pensamientos se alejaron por completo del asunto.

Antes de adentrarse en la avenida de la Patria en dirección a la catedral, doña Elvira volvió la cabeza, la alzó y echó una ojeada al edificio del que acababa de salir. Siempre lo hacía, como para corroborar que, durante su ausencia, la casa permanecía en su lugar. Era un edificio elegante, en chaflán, al estilo de la época, que ocupaba buena parte de la manzana de casas en la que quedaba inserto y donde el ladrillo rojo se combinaba con revocos de color vainilla. Contaba con un sótano, un piso bajo, un principal y otros tres pisos más, rematados por una especie de palomar retranqueado. Desde la calle, más que el palomar, del que apenas se atisbaba el tejado rojizo, lo que se veía eran las balaustradas de las terrazas del piso tercero, una a la derecha y otra a la izquierda. En el medio, haciendo esquina, se adivinaba otra terraza y un pequeño habitáculo. El palomar quedaba justo detrás.

La obra había sido iniciativa de Rafael Claramunt, un joven emprendedor que, antes de cumplir los treinta años, había levantado todo un imperio empresarial. Cuando, a finales de la primera década del pasado siglo, en un año que, por descuido del arquitecto o por expreso deseo de su propietario, no figuraba en un lugar visible de la fachada, las obras del edificio Claramunt finalizaron, Rafael Claramunt se casó con Elvira Ibáñez y la llevó a vivir al piso principal del edificio. Solo dos de los embarazos de los varios que se sucedieron durante los años conyugales llegaron a buen puerto. El primero y el último. El resultado había sido el nacimiento, con un lapso de diez años por medio, de dos hijos varones, Justo y Alejo.

Probablemente, Rafael Claramunt había trabajado en exceso, o era demasiado iracundo. Murió en la plenitud de su vida, dejando en manos de su viuda –aún una mujer joven– y de sus hijos –uno de ellos todavía un niño– un amplio entramado de fábricas, empresas y comercios. Un telar, un almacén de telas de venta al por mayor, una tienda de telas abierta a todo el público y un local, el Café de las Damas –el negocio más reciente, inaugurado un par de años antes de su muerte–, en el que, tal como el nombre sugería, se reunían, a la hora de la merienda, las damas más distinguidas de la ciudad –las damas presumían de cultas y de tener opiniones sobre todas las cosas de este mundo y, en menor medida pero con igual certeza, del otro–, eran los negocios más destacados. Había otros, menos visibles y puede que más confusos, bienes inmuebles, sucursales, medios de transporte y otros asuntos, que prometían crecer si se les prestaba la debida atención.

Fue Justo Claramunt, el primogénito, un joven de apenas veinte años, quien, muerto el fundador, se hizo cargo de los negocios familiares, que se encontraban en plena fase de expansión. La viuda de Claramunt carecía de todo sentido práctico. La disposición de su marido para la actividad empresarial siempre le había causado un profundo asombro, pero como había sido educada en la idea de que el pan cae del cielo, el asombro tenía proporciones moderadas. Nunca había entendido bien por qué su marido tenía ese afán de fundar y expandir negocios cuando luego no disponía de tiempo para disfrutar de la fortuna que proporcionaban. Claro que ella se encargaba de hacerlo.

Elvira Ibáñez vestía con un lujo que rozaba la ostentación. Sus vestidos eran confeccionados por una modista de Madrid, que se desplazaba expresamente a la ciudad al principio de cada temporada para escoger los mejores tejidos del telar y tomar las medidas a la señora. Había que actualizarlas en cada ocasión para que la ropa quedara perfectamente ajustada al cuerpo de la señora, sin nada que sobrara y produjera innecesarios frunces y abultamientos, y, lo que era una amenaza de mayor calibre, sin que nada faltara, es decir, sin que el vestido o la blusa o el abrigo, o lo que fuera, resultara estrecho, síntoma inequívoco de mal gusto o propio de personas que no pueden permitirse el menor exceso en los gastos de tela. Con las medidas de la señora actualizadas, la modista regresaba a Madrid, adonde acudía doña Elvira cuando la ropa estaba prácticamente lista. Ir a Madrid le encantaba. Los días que pasaba en la capital –se alojaba en el Hotel Ritz– eran muy ajetreados. Una de las tareas diarias de la señora consistía en visitar el taller de la modista para realizar las últimas pruebas de las prendas encargadas. Entonces se hacían los últimos ajustes.”

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