Música de ópera
Soledad Puértolas
Anagrama, 2019
páginas: 280
Esta novela
cuenta la historia de tres generaciones de una familia de provincias marcada
por algunos secretos. Desde los turbulentos años de la guerra civil hasta la
última etapa del régimen franquista, los personajes de esta Música de ópera nos desvelan las
heridas y preocupaciones que no se les ha permitido mostrar. A todos ellos,
generación tras generación, les ha tocado vivir tiempos oscuros, pero siempre
ha habido ráfagas de luz y brechas por las que se ha colado el amor. Tres serán
las mujeres a las que llegaremos a conocer más: doña Elvira, a quien la vida ha
puesto en una situación de comodidad y privilegio y a quien la guerra civil
sorprende lejos de España y de sus hijos; Valentina, una joven huérfana abocada
a depender de la generosidad de sus parientes; y Alba, una chica enfermiza que
empieza a asomarse a la vida, dejando atrás la adolescencia. A través de la
percepción que tienen del mundo, se configura un panorama lleno de enigmas y
ajeno a toda clase de maniqueísmo. En la novela, la historia de los hechos
conocidos, marcada por hitos que aparecen en los periódicos –el estallido y el
final de la guerra civil, la visita del presidente de los Estados Unidos, la
Revolución Cubana, los tanques rusos aplastando la primavera de Praga–, se
entrelaza con los conflictos internos de los personajes: la vida está hecha de
dolor, de incomprensión, de alegrías y secretos. Hay muchas clases de amor, y
hay que querer y saber buscarlo, dicen también. Como es habitual en los textos
de Soledad Puértolas, las sugerencias, las historias que se vislumbran, las
zonas en penumbra, la dificultad de juzgar a los otros y lo inasequible de la
intimidad marcan el tono de una novela sutil y ambiciosa, de trazo finísimo;
así como, su ritmo envolvente, tan característico de la autora. Una novela de
secretos familiares, rencores, traiciones, guerras, ruinas y lealtades.
fragment:
“A media mañana de un soleado
día de febrero, Elvira Ibáñez, viuda de Rafael Claramunt, salió a la calle con
un propósito determinado que, curiosamente, olvidó en cuanto aspiró la primera
bocanada de aire fresco. Tan solo unos minutos antes, mientras se encajaba,
frente al espejo del vestíbulo de su piso, el gorro de astracán que había
pertenecido a su difunto marido, se afianzó en la determinación de resolver esa
misma mañana el asunto de la administración de los negocios familiares y, por
un momento, se representó en su mente la hipotética escena que, dentro de un
rato, iba a tener lugar en el palacio de los Tello, donde se proponía
entrevistar, con la mayor discreción, al candidato que le había recomendado su
amiga Eugenia Tello. Pero en cuanto la viuda de Claramunt se vio en la calle,
envuelta en la radiante luz del invierno y respirando un aire que,
asombrosamente, parecía inmóvil, sus pensamientos se alejaron por completo del
asunto.
Antes de adentrarse en la
avenida de la Patria en dirección a la catedral, doña Elvira volvió la cabeza,
la alzó y echó una ojeada al edificio del que acababa de salir. Siempre lo
hacía, como para corroborar que, durante su ausencia, la casa permanecía en su
lugar. Era un edificio elegante, en chaflán, al estilo de la época, que ocupaba
buena parte de la manzana de casas en la que quedaba inserto y donde el
ladrillo rojo se combinaba con revocos de color vainilla. Contaba con un
sótano, un piso bajo, un principal y otros tres pisos más, rematados por una
especie de palomar retranqueado. Desde la calle, más que el palomar, del que
apenas se atisbaba el tejado rojizo, lo que se veía eran las balaustradas de
las terrazas del piso tercero, una a la derecha y otra a la izquierda. En el
medio, haciendo esquina, se adivinaba otra terraza y un pequeño habitáculo. El
palomar quedaba justo detrás.
La obra había sido iniciativa de
Rafael Claramunt, un joven emprendedor que, antes de cumplir los treinta años,
había levantado todo un imperio empresarial. Cuando, a finales de la primera
década del pasado siglo, en un año que, por descuido del arquitecto o por
expreso deseo de su propietario, no figuraba en un lugar visible de la fachada,
las obras del edificio Claramunt finalizaron, Rafael Claramunt se casó con
Elvira Ibáñez y la llevó a vivir al piso principal del edificio. Solo dos de
los embarazos de los varios que se sucedieron durante los años conyugales llegaron
a buen puerto. El primero y el último. El resultado había sido el nacimiento,
con un lapso de diez años por medio, de dos hijos varones, Justo y Alejo.
Probablemente, Rafael Claramunt
había trabajado en exceso, o era demasiado iracundo. Murió en la plenitud de su
vida, dejando en manos de su viuda –aún una mujer joven– y de sus hijos –uno de
ellos todavía un niño– un amplio entramado de fábricas, empresas y comercios.
Un telar, un almacén de telas de venta al por mayor, una tienda de telas
abierta a todo el público y un local, el Café de las Damas –el negocio más
reciente, inaugurado un par de años antes de su muerte–, en el que, tal como el
nombre sugería, se reunían, a la hora de la merienda, las damas más
distinguidas de la ciudad –las damas presumían de cultas y de tener opiniones
sobre todas las cosas de este mundo y, en menor medida pero con igual certeza,
del otro–, eran los negocios más destacados. Había otros, menos visibles y
puede que más confusos, bienes inmuebles, sucursales, medios de transporte y
otros asuntos, que prometían crecer si se les prestaba la debida atención.
Fue Justo Claramunt, el
primogénito, un joven de apenas veinte años, quien, muerto el fundador, se hizo
cargo de los negocios familiares, que se encontraban en plena fase de
expansión. La viuda de Claramunt carecía de todo sentido práctico. La
disposición de su marido para la actividad empresarial siempre le había causado
un profundo asombro, pero como había sido educada en la idea de que el pan cae
del cielo, el asombro tenía proporciones moderadas. Nunca había entendido bien
por qué su marido tenía ese afán de fundar y expandir negocios cuando luego no
disponía de tiempo para disfrutar de la fortuna que proporcionaban. Claro que
ella se encargaba de hacerlo.
Elvira Ibáñez vestía con un lujo
que rozaba la ostentación. Sus vestidos eran confeccionados por una modista de
Madrid, que se desplazaba expresamente a la ciudad al principio de cada
temporada para escoger los mejores tejidos del telar y tomar las medidas a la
señora. Había que actualizarlas en cada ocasión para que la ropa quedara
perfectamente ajustada al cuerpo de la señora, sin nada que sobrara y produjera
innecesarios frunces y abultamientos, y, lo que era una amenaza de mayor
calibre, sin que nada faltara, es decir, sin que el vestido o la blusa o el
abrigo, o lo que fuera, resultara estrecho, síntoma inequívoco de mal gusto o
propio de personas que no pueden permitirse el menor exceso en los gastos de
tela. Con las medidas de la señora actualizadas, la modista regresaba a Madrid,
adonde acudía doña Elvira cuando la ropa estaba prácticamente lista. Ir a
Madrid le encantaba. Los días que pasaba en la capital –se alojaba en el Hotel
Ritz– eran muy ajetreados. Una de las tareas diarias de la señora consistía en
visitar el taller de la modista para realizar las últimas pruebas de las
prendas encargadas. Entonces se hacían los últimos ajustes.”
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