“La librería Terranova está en
“liquidación final de existencias por cierre inminente”: una impresionante
relación de términos amenazadores. No es una de aquellas librerías de los años
finales del franquismo, que se llamaban Rayuela, Macondo o Jarama porque tenían
dueños jóvenes, progresistas y entusiastas. Esta lo ha sido también, pero su
pedigrí era mucho más veterano y Manuel
Rivas cuenta que la fundaron en 1935 un grupo de amigos: Amaro Fontana,
galleguista y profesor de lenguas clásicas, ensayista certero y oculto, miembro
del venerable Seminario de Estudos Galegos, que se suicidó al final de una vida
de frustración y contumacia, y Comba, su tenacísima esposa, apasionada desde
niña por los libros; con ellos estuvo un marinero en tierra, Eliseo, que
siempre ocultó su condición homosexual y fantaseó sobre los viajes imaginarios
que le llevaban a pasear por La Habana Vieja con Lorca, Guillén (Nicolás), Langston
(Hughes) y Lezama (Lima), o a
conocer a Borges en Buenos Aires y a
María Zambrano y su hermana Araceli en Roma. El sucesor y heredero,
Vicenzo Fontana, ya en la sesentena, carga ese fardo esplendoroso al que suma
una dramática huella de la zarpa franquista: fue víctima de uno de los crónicos
episodios de poliomielitis, que el Gobierno español minimizó, y vivió años en
un pulmón de acero. Sobrevivió al tratamiento y fue un rebelde —hasta donde
pudo— en los años locos en que escribió letras de rock y la librería tuvo
incluso un confidente policial de plantilla. Ahora, Vicenzo, víctima del
rebrote de la enfermedad de su infancia, se enfrenta a algo peor que la
persecución ideológica: la especulación urbanística que tiene cercado a su
negocio y ha señalado su fin.
Nos hallamos ante una animada
rapsodia de la historia intelectual y moral de A Coruña, y de Galicia,
salpicada de historias picarescas, fantasiosas y alguna muy trágica: hay un
cura exclaustrado al que llaman Sibelius, un drogadicto imaginativo y rebelde, Dombodán,
otros perdularios de diversa condición, un perro que nunca ladra y un montón de
gatos, que quizá suplen la imagen de las alimañas sacrificadas a finales de los
cincuenta por estúpida orden gubernativa. De esos años, queda también la huella
de una mujer joven, Garúa, una argentina cuya “forma de andar era giratoria”.
Se parece —sueña Vicenzo— a Dita Parlo, el personaje de L’Atalante, la película mítica de Jean Vigo, pero también tiene mucho de la Maga de Julio Cortázar, arbitraria,
imprevisible, libre. Ella “anhela, implora realidad” aunque, en rigor, habita
la fantasía para evitarla: huyó de Argentina en los setenta pero volvió para
morir a manos de una policía que tiene contactos importantes con la española.
En el horizonte de Madrid estaba entonces la sombría inminencia del 23-F, y en
Buenos Aires, el sangriento episodio de las Malvinas y el naufragio de la
dictadura.
El último día de Terranova es un voto sentimental por haber podido
habitar aquel mundo, aunque fuera desde el puente de mando de aquella extraña
librería, poblada por sentimentales comprometidos e irresponsables que ven el
mundo a su manera, desde su “cámara estenopeica” (en rigor, tal cosa es la más
primitiva forma de cámara fotográfica — una caja oscura, que concentra los
rayos y una superficie en que reflejarse—). De esa vida vicaria se alimentan…
Y, por supuesto, de los libros que traen con riesgo y que venden y prestan, o
que les roban… Porque si esta novela es la elegía de una forma de vida —a
veces, demasiado tocada de sentimentalismo retrospectivo—, El último día de Terranova también es una denuncia del fin de una
forma de transmisión cultural, basada en la frágil solidez de los libros, la fe
de los lectores y la gloria de quienes los escribieron. Al hilo de estas
páginas, los libros brillan como fuegos de San Telmo en una navegación
peligrosa: alguien ha pedido que le traigan un ejemplar de Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus; una joven policía confiesa que robó en su juventud los Himnos a la noche; unos recuerdan los
bonitos libros de la Fabril Editora porteña, y otros, cómo llegaban de Coimbra
los ejemplares de A criaçâo do mondo,
de Miguel Torga, o celebran la (poco
verosímil) vecindad de la revista gallega Alfar
y la surrealista Minotaure. Pero
incluso la imprecisión cronológica añade calidez a este alegato… Otra novela de
Rivas, Los libros arden mal (2006),
fue la conmovedora epopeya de la muerte y supervivencia de la letra impresa en
tiempos bélicos; esta de ahora es el aviso de que también puede morir en la
guerra que le ha levantado la incultura galopante.”
José
Carlos Mainer
El
País
27/11/2015
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