“En la Cámara
Estenopeica, colocadas a distintas alturas, había una colección de esferas,
algunas hechas en la propia Terranova, en aquellos primeros tiempos en los que
la librería era también bazar y tienda de disfraces. Por así decir, las esferas
orbitaban por allí. En las paredes, las cartas de navegación, los carteles de
grandes vapores transatlánticos, las reproducciones de láminas del Thesaurus
de animales marinos, de las rosas de los vientos, y lo que nunca me cansaré
de mirar, el grabado del faro de L’Enfant
Perdu, en la Guayana. Pero también algunos afiches de teatro, de los que
Eliseo decía que eran, a su manera, náufragos, y así lo parecían, entre sombras,
como el del Retablo de fantoches de las Misiones Pedagógicas. Una vez
dentro, nadie hubiera dicho que el cuarto era pequeño. Tampoco parecía un local
cerrado, con paredes, sino una escenografía abstraída, con ese silencio que
guarda todo lo escuchado y espera un timbre, una señal para expandirse.
Como ocurre con
las risas de la fotografía posada en el gabinete, junto a otras, y al lado de
la pequeña vitrina que guarda la Piedra del Rayo. Se trata de una foto que
eclipsa las demás. ¿Por qué? Porque es una foto que se está riendo. Sí, se podían
oír las risas. No eran estruendosas. No eran carcajadas. No eran risas a la cámara.
Estas risas que fermentaban en la foto y transfiguraban todo. Tan punzantes o más
que los rostros del dolor.
Hombres de lluvia
aman el sol.
Eso decía,
escrito a mano, en el pie de foto.
Y ese era el título
del único libro de poemas de Amaro Fontana, impreso en la primavera de 1936,
que nunca sería distribuido. Se convirtió en un libro invisible, incluso por
deseo propio, pues él jamás se referiría a esa obra. Jamás volvería a la poesía.
Corría el rumor de que estaba escribiendo una novela, La Piedra del Rayo. Y
el rumor hablaba de una obra que mezclaba la investigación histórica y la
novela criminal. Él jugaba con aquel misterio, algo, sí, bullía en su cabeza,
sería una «caída de la inocencia» en la narrativa vigente, y no quedaba claro
si con ello confirmaba o desmentía. Lo que sí quedaba claro era que todo su
esfuerzo e interés se concentraban en el ensayo, en investigaciones que
encadenaban sorprendentes relaciones por la técnica que él denominaba el Paso
de las Piedras Prismáticas, que son las que forman un tipo de pasarela que
permite cruzar un río de cierta profundidad. Una de las primeras Piedras Prismáticas,
cuando todavía era universitario, se titulaba El ladrón de ganado, y
trataba del abuelo materno de Ulises. Esa forma de iluminar la Odisea con
imprevisibles chispazos hizo que fuese leído más allá del círculo de los
estudios clásicos. Piezas como Ironía en el Hades, La flor de loto y la
amnesia o Los árboles de la huerta de Ítaca fueron recibidas como
textos de vanguardia, una nueva forma de escrutar la historia, como un presente
recordado, y que los más enterados vinculaban con la teoría crítica que había
florecido en Frankfurt. Y cuando escribió El Cíclope y el ojo panóptico del
poder, en 1934, artículo en el que hacía una referencia a la amenaza
autoritaria en Europa, ya firmó como Polytropos.
Allí estaban tres
hombres que sonreían, sí, como chispazos.
En campo abierto,
en un día soleado. Pero no estaban de paseo. Estaban zambullidos en el
escenario de una excavación, como se podía ver por la intención geométrica de
los surcos visibles a sus espaldas. A su lado, apoyadas en una tapia,
herramientas para excavar. Nadie diría que vestían ropa de trabajo. Los tres
llevaban corbata y jersey de pico. Incluso los botines, en los que recogían los
bajos de los pantalones, parecían impolutos. La vestimenta invitaba a pensar en
una sonrisa dominical. En una tarea festiva, más que en una obligación. Eran
tres compañeros que parecían celebrar un hallazgo extraordinario: el hecho de
estar juntos.
Los tres son jóvenes,
aunque el del centro parece el más dinámico. El cabello, alborotado y rizo, al
viento. Más o menos de la misma estatura los tres, el del centro, así, destaca
un poco porque es él quien construye la unión. Abraza por los hombros a los
otros dos. Otro detalle que lo hace más joven: él no lleva gafas, los otros
dos, sí.
Garúa mira la
foto. Es casi imposible ver esa imagen sin sonreír. Es el chispazo. Habría que
ofrecer una resistencia sombría para no sumarse. Ella lo hace, está con ellos.
Sonríe desde dentro.
El de la derecha,
el del traje, es tu padre. Seguro. ¿Quiénes son los otros?
Tardé un rato en
responder, no porque estuviese distraído o no supiese hacerlo, sino porque
estaba viendo lo que ella no veía, las fotos que hay detrás de la foto, en el
mismo marco, pero invisibles. Son dos fotografías. En una de ellas solo están
mi padre y el tercer joven. Es una foto de estudio. Muy elegantes, repeinados.
El joven está sentado, con las piernas cruzadas, y mi padre, a un lado, posa
una mano en su hombro. Del otro lado, un pedestal con flores. Es una foto muy
formal, de pareja. Tiene la fecha detrás, posterior a la excavación. En junio
de 1936. La segunda es de menor tamaño, pero es una foto de grupo numeroso. Una
reunión del Seminario de Estudios. Sobre las cabezas hay distintas señales minúsculas:
punto, círculo, cruz. Estigmas del destino. Cárcel, exilio, muerte.
El de la
izquierda es Eliseo. ¿No le ves el parecido?
Sí, Eliseo,
claro. ¡Ja, mirá esos rulos! ¿Y el otro?
No lo sé muy bien,
mentí. Un amigo de ellos. Un tal Atlas.
Lindo, este
Atlas.
Garúa tiene ahora
en sus manos el bifaz. La Piedra del Rayo.
Ella dice lo que
también estoy pensando yo. Lo que pienso cada vez que la miro. Es extraña.
Parece y no parece un arma. Parece y no un hacha. Es una piedra hechicera. Para
tenerla así en las manos como la tiene ella.
¿Por qué la has
llamado de esa forma, Piedra del Rayo?
Será mejor que se
lo preguntes a él, a Amaro. Es el experto en piedras.
Y no lo dudó.
Salió de la Cámara Estenopeica portando el bifaz no como lo habría hecho yo,
sino con la solemnidad de quien lleva algo muy valioso y con el arrepentimiento
de haberlo cogido y sacado de su sitio. Antes de que pregunte nada, todas las
miradas, una a una, se van concentrando en la Piedra del Rayo. Amaro, Comba,
Eliseo, los animales, los retratos de la galería de escritores, el reloj de la
República, este último, un regalo enviado desde el exilio, dentro de un
contrabando de libros. Lo llamaron así, el reloj de la República, porque estaba
hecho para contar el tiempo que le quedaba a la Dictadura. Comba trata de
ponerlo siempre en hora, pero no marcha muy bien.
Garúa escuchó la
historia del Seminario de Estudios. Nacido con la misma vocación que la
Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes. Recuperar el
tiempo perdido, los siglos perdidos, para el librepensamiento. Ir al
descubrimiento de la propia tierra.
Limpiar el país
del miedo y de la ignorancia.
¿Quién dijo eso? ¿Había
sido mi padre? Sí, había sido él.
Y ella escuchaba
conmovida, porque ellos también se la contaban, aquella historia, como si fuera
la primera vez tras décadas de silencio. Incluso a mí me pareció un relato
nuevo aquello que creía conocer muy bien. Sí que lo había oído, pero con la
distancia de quien descubre que es socio de un club al que le apuntaron desde
la infancia, con la particularidad de que ese club triunfal ya no existe. Fue
borrado. Aplastado. Derrotado.
No me interesaba
el club.
No me interesaba
el brillante historial de Polytropos, convertido en un hombre borrado.
No quería ser un
esclavo de los libros. Los quería para leer, pero mi sueño no era precisamente
ser un librero. Me resultaban curiosos aquellos hombres y mujeres que
aprovechaban sus viajes de retorno de la emigración, o sus visitas, para traer
libros en el doble fondo de la maleta. Admiraba al capitán Canzani, atravesando
el Atlántico con su carga poética. Pero me interesaban por lo que tenían de
contrabandistas, de clandestinos, de estar fuera de la ley. Los admiraba a
ellos, no a los libros. ¡Todo el tiempo reclamando atención! Terranova podría
existir sin libros. Comba, Amaro y Eliseo no vivían de los libros, vivían para
los libros. La tienda de juguetes, de disfraces. Un ultramarinos. Un escaparate
con cabezas de cerdos ensimismados en Carnaval. O Porco que Voa. El
Cerdo Volante, sí. Un bar. Sí, sería magnífico un bar de marineros. El navy-bar
Terranova.
¡Terranova podría
vivir sin libros, carajo! El día que dije eso, la blasfemia largo tiempo
rumiada, Comba y Amaro hicieron que no oían. Ni siquiera se miraron. Qué
fracaso de provocación.”
El último día de Terranova
Manuel Rivas
Alfagura, 2015
Página 114-119
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