por Manuel Rivas
El País Semanal
06/12/2019
“Pedro Oom, poeta portugués, murió de alegría. Un día después de la
Revolución de los Claveles, el 26 de abril de 1974, su corazón dio un salto
acrobático durante un brindis para celebrar la caída de la dictadura, en un
restaurante lisboeta con nombre de número: “13”. Hasta en eso, en la despedida,
fue un auténtico surrealista. Dejó un puñado de maravillosos cuentos infantiles
para criaturas “emancipadas”. En 1963, en la Operación Papagayo, ignorada por
la historia, el grupo surrealista portugués había intentado derrocar la dictadura
de Salazar con un plan consistente en la toma de Rádio Clube y la emisión de
mensajes y música que provocaría una explosión poética. Fueron detenidos por la
policía política en el café Gelo. Los Capitanes de Abril se inspiraron, de
alguna forma, en ese precedente en el que la única arma era la imaginación.
Oom era muy austero. Se cuenta
que en su casa solo había un detalle ornamental: una flor de plástico. Vivió su
activismo poético de una forma tan auténtica que le llevó a extremar el
surrealismo hasta crear la vanguardia más descarnada que ha conocido la
península Ibérica y tal vez Europa: el abjeccionismo. Un ismo a partir del
término abyecto. Por desgracia, se ha perdido el texto fundacional del
Manifiesto Abyeccionista, pero algunas frases de Oom nos dan idea de su sentido
de total insumisión: “¿Qué puede hacer un hombre desesperado cuando el aire es
un vómito?”. Pero ese hombre desesperado murió de alegría celebrando la
libertad.
En Arenas movedizas (Tusquets Editores), Henning Mankell se pregunta cuál ha sido la mayor alegría de su
vida. Es una pregunta importante para un hombre que ha dedicado gran parte de
su vida a escribir sobre el lado oscuro de la condición humana, uno de los
grandes de la serie negra nórdica, pero que en ese libro celebra la vida, los
recuerdos transportando hemoglobina, aprovechando la “tregua” que le ha dado el
cáncer, descubierto en la Navidad de 2014 en una revisión médica de rutina.
La “tregua del cangrejo” terminó
el pasado 5 de octubre, y el escritor yace en Gotemburgo, en su Suecia natal,
pero estas Arenas movedizas, las
memorias de Mankell, son un regalo para la humanidad. Célebre por sus obras
policiacas, con el inspector Kurt Wallander como protagonista, el autor sueco
vivió en Mozambique, son sus palabras, los “años más intensos de mi vida”. En
la capital, en Maputo, dirigió un teatro popular que ponía cada año dos obras
en escena. Y es allí, en el teatro Avenida, donde localiza la mayor alegría de
su vida.
En plena guerra, una guerra
absurda e interminable, en la que la gente ya no recuerda por qué empezó la
matanza, Mankell propone a un grupo de mujeres representar Lisístrata, la obra de Aristófanes
en la que las hembras deciden declararse en huelga sexual hasta que los machos
dejen de aniquilarse. Las actrices no solo aceptan con entusiasmo la propuesta
de adaptar la obra, sino que ellas, y otras muchas, estaban incluso dispuestas
a llevar a la práctica la huelga amorosa en la vida diaria.
En vez de Lisístrata, se estrenó con el título de Julietta, que era el nombre de una pescadera del mercado de Maputo.
Fue un gran éxito popular, pero la razón de la alegría de Mankell tiene que ver
con esa forma de casualidad que se asemeja al milagro. El grupo de teatro había
decidido poner fin a las representaciones el 4 de octubre. Desde hacía años, se
venían celebrando reuniones en Roma para intentar poner fin a la guerra. Pero
el resultado era nulo y ya nadie confiaba en aquellas negociaciones convertidas
en chácharas inútiles. Aquel 4 de octubre, camino del teatro, a Mankell le
llegó la sorprendente noticia de que en Roma se había firmado la paz.
En la última función, Lucrecia Paco, la actriz que
representaba a Lisístrata/Julietta, tomó la palabra para dirigirse al público y
celebrar la paz, pero añadió: “Debemos confiar en que se respetará el acuerdo.
Pero os prometo que si hace falta, volveremos a representar esta obra.
Nosotros, como vosotros, no nos rendimos nunca”.
En el teatro se hizo el silencio.
Para la gente, la casualidad se había convertido en una causalidad. Aquella
obra de teatro había provocado el final de una guerra, como soñó su autor 2.000
años antes. “Me cuesta encontrar en toda mi vida un instante más grande y más
lleno de alegría que aquel episodio en el teatro”, escribe Mankell. Él sabe que
la función teatral no ha influido para nada en las negociaciones. Pero
compartimos su emoción. Comprendemos su alegría.
Haber escuchado la inolvidable
voz de Lisístrata, la pescadera, en Maputo. Lo que ella dijo era la verdadera
garantía de la paz.”
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