“Antón quedó un día con Eliseo
para ir al puerto, con el propósito de saludar a unos compañeros de un bou
vasco que hacía escala en ruta a Terranova. Él venía de ensayar una obra de
teatro. Avanzó por el muelle haciendo de Charlot, practicando. Todavía llevaba
la cara maquillada de blanco, con unas cejas de payaso.
Vete, dijo el padre. ¡No hace
falta que subas!
Le explicó de dónde venía, que
no le había dado tiempo a cambiarse, que Charlot, en El emigrante, etcétera, el
golpe de mar, la causalidad. En Cierto Punto.
Ya, pero no quiero que subas. No
vas a subir al barco.
Era un hombre muy sereno, pero
de lenguaje endurecido:
Y vete. Tampoco quiero que te
vean.
¿Qué pasaba? Eliseo sabía que
estaba mal visto que a un barco subiesen los curas. Pero no tenía noticia de
que la superstición afectase a los payasos. No podía pensar que fuese por
desprecio o por sentido del ridículo ante los compañeros. A su padre le gustaba
mucho la música. Respetaba las artes. Y habían ido todos juntos, con la abuela
Nina y con Comba, a ver a Charlot en el Kiosco Alfonso. Y Antón se reía como el
que más.
Pero no quiso que subiese
disfrazado al barco. Y dijo algo muy extraño viniendo de él. Porque él tenía
por grave insulto el de bichicoma,
que era como llamaban los pescadores de Terranova a los que no daban golpe. Una
adaptación de la expresión inglesa beach
combers, los que iban al raque, lo que para ellos, forjados desde la
infancia en el mar, era la peor deshonra: escaquearse, no mojarse.
Eso fue antes de irse a la que
sería su última marea.
Dijo:
¡Júrame que no irás al mar! ¡Que
no trabajarás nunca, Eliseo!
Viniendo de él, era una consigna
demasiado perturbadora. Le había salido así, entre dientes y endurecida hasta
el hueso. Eliseo temió que, en el fondo, estuviese asignándole esa condición,
la de bichicoma. La de inútil. Pero
lo que le estaba diciendo con un desasosiego que venía de la profundidad de los
ojos era otra cosa. Una orden.
Respondió con asombro:
¡Viviré como un artista, padre!
También le salió una frase
equívoca, pero parece que a Antón le resultó perfecta.
Eso es lo que yo quería oír.
Tosió. Una tos cavernosa. Un
hombre que tosía dentro de él. Eso era lo que recordaba Eliseo de la despedida
en el muelle. Cómo había dejado de toser porque apretaba todo: los puños, los
dientes. Hermético. Tisis. Tuberculosis. Habían pedido medios para detectar
bien estos accesos y darles un tratamiento. La respuesta de la compañía fue: Es
un barco de pesca, no un transatlántico.
Había hecho su trabajo y el de
otros. Extras como lañar el pescado y arrancar hígados, además del oficio de
contramaestre. Y aquellos trabajos los pagaban en dólares. Cada vez que se
hacía carbonada en puerto, echaban cuentas. Y él hacía hucha con todo. Tenía
una misión. Tenía prisa. Cuando después de toser notaba sangre en la boca,
metía la yema de los dedos para calentarlos. Era rápido y la mano obedecía la
mirada. ¡Soy perito en hígados!, decía. Pero esa mano de rayo a veces se
congelaba. Un hombre helado era un bulto en el barco. Así que el único remedio
era pincharse con una aguja. Los dedos de las manos y de los pies. Reviviendo
con la propia sangre. Otra vez la mano de rayo de Antón arrancando hígados.
Hasta que la sangre que gotea en el hielo, que se mezcla con la de las manos y
la de las entrañas del pescado, es la sangre del pecho.
Lo enterraron allá, en
Terranova. Años después, en 1946, gracias a sus ahorros, a aquellos extras,
Comba pudo abrir la librería.
Ahí está, en el centro de la
galería de retratos de la pared, entre el poeta navegante Manuel Antonio y
Ernest Hemingway, la foto de Antón Ponte.
¿Y ese qué escribió?, preguntó
un día un cliente.
Recuerdo al tío Eliseo por una
vez sin saber qué decir. Metido en la botella, intentando flotar. Un Charlot
solitario en la Dársena, empapado de lluvia. El río desaparecido abriendo un
surco en el maquillaje.
Ese escribió El último día de Terranova.
El último día de Terranova
Manuel Rivas
Alfagura, 2015
Página 52-55
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