Una de las características del libro de Manuel Rivas, "El último día de Terranova" es todo el compedio de vidas "resistentes" que nos muestra.
Literatura y
resistencia, o la resistencia de la literatura: algunas lecciones de Tolstói
por Juan Gabriel Vásquez
1.
"¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura y resistencia? La combinación de las dos palabritas, o el uso de las dos dentro de la misma frase, suele evocar nombres e imágenes muy definidos, casi siempre dentro del gran enfrentamiento del siglo XX: el individuo contra el régimen totalitario. Y ahí está entonces Albert Camus, escribiendo en la clandestinidad durante la ocupación nazi de París, o Primo Levi, recordando poemas y cuentos para no perder contacto con el mundo real durante los días sin fin de Auschwitz. Pero la literatura también es resistencia a niveles mucho más íntimos y no por ello menos determinantes. Resistencia al asedio del mundo, por ejemplo, a las mil y una formas de su proselitismo: en un mundo donde todos parecen obsesionados por convertirnos en miembros de un grupo, por convencernos de algo –los políticos de que los votemos, las religiones de que les creamos, la publicidad de que compremos su producto–, una novela clásica, o una buena novela a secas, se ha convertido en un raro espacio de libertad donde nadie trata de reclutarnos para ningún fin, nadie trata de convencernos de nada. La literatura es resistencia a la distracción: leer una gran novela, una novela de Stendhal o Tolstói o Saul Bellow, es poner atención durante un tiempo sostenido a cosas que son verdaderamente importantes. Nuestro país es un país distraído: apenas si tenemos tiempo de digerir un escándalo cuando ya ha llegado el siguiente. Leer una gran novela es darnos el tiempo de hacer esas preguntas cuyas respuestas no cambian en tiempo de elecciones. Todas estas son distintas maneras de decir lo mismo: cuando hablamos de literatura y resistencia, hablamos del individuo, de su lugar en el mundo y en particular de la lucha del individuo contra las fuerzas que, en tantos ámbitos de la vida, hacen denodados intentos por desindividualizarlo.
"¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura y resistencia? La combinación de las dos palabritas, o el uso de las dos dentro de la misma frase, suele evocar nombres e imágenes muy definidos, casi siempre dentro del gran enfrentamiento del siglo XX: el individuo contra el régimen totalitario. Y ahí está entonces Albert Camus, escribiendo en la clandestinidad durante la ocupación nazi de París, o Primo Levi, recordando poemas y cuentos para no perder contacto con el mundo real durante los días sin fin de Auschwitz. Pero la literatura también es resistencia a niveles mucho más íntimos y no por ello menos determinantes. Resistencia al asedio del mundo, por ejemplo, a las mil y una formas de su proselitismo: en un mundo donde todos parecen obsesionados por convertirnos en miembros de un grupo, por convencernos de algo –los políticos de que los votemos, las religiones de que les creamos, la publicidad de que compremos su producto–, una novela clásica, o una buena novela a secas, se ha convertido en un raro espacio de libertad donde nadie trata de reclutarnos para ningún fin, nadie trata de convencernos de nada. La literatura es resistencia a la distracción: leer una gran novela, una novela de Stendhal o Tolstói o Saul Bellow, es poner atención durante un tiempo sostenido a cosas que son verdaderamente importantes. Nuestro país es un país distraído: apenas si tenemos tiempo de digerir un escándalo cuando ya ha llegado el siguiente. Leer una gran novela es darnos el tiempo de hacer esas preguntas cuyas respuestas no cambian en tiempo de elecciones. Todas estas son distintas maneras de decir lo mismo: cuando hablamos de literatura y resistencia, hablamos del individuo, de su lugar en el mundo y en particular de la lucha del individuo contra las fuerzas que, en tantos ámbitos de la vida, hacen denodados intentos por desindividualizarlo.
En Los testamentos traicionados Kundera dice algo que siempre me ha
gustado: “La sociedad occidental se suele presentar como la sociedad de los
derechos del hombre, pero antes de que un hombre tuviera derechos, se tenía que
constituir como individuo, considerarse individuo y ser considerado como
individuo; y eso no habría podido pasar sin la larga experiencia de las artes
europeas, y en particular el arte de la novela que enseña al lector a sentir
curiosidad por los otros y a tratar de comprender verdades distintas de la suya
propia”.
En suma: el lugar que habita la literatura es un lugar
de tensión constante entre las necesidades del individuo y las de la sociedad,
y si muchas veces en la historia la sociedad ha tratado de eliminar al
individuo –los pretextos ya se conocen: el bien común, la revolución del
pueblo, el espacio vital, el paraíso en la Tierra–, la literatura ha presentado
siempre un cierto grado de resistencia a esos procesos. El impulso
individualista de la literatura se ha enfrentado siempre al impulso dogmático
de las instituciones proselitistas (el Estado, la Iglesia). Entonces, ¿cómo
debemos entender el caso de un hombre en que se den cita estos dos impulsos
opuestos, la curiosidad y el afán de entender propios de la gran literatura y
la rigidez más desaforada? La obra de Tolstói
es una especie de cifra o de arquetipo del género de la novela: pocos
autores de la historia literaria han explorado el mundo con tanta generosidad y
también con tanta testarudez, incluyéndolo todo, no despreciando nada. Guerra
y paz y Ana Karenina tienen, en
ese sentido, una cualidad casi sobrehumana: parecen escritas por decenas de
hombres y mujeres, no por uno solo. Y sin embargo los últimos años de la vida
de Tolstói estuvieron marcados por
el impulso contrario, el impulso del pastor o del moralista. Durante ese
tiempo, el conde vivió obsesionado con su papel de figura pública, de redentor
del mundo, de fundador de un nuevo cristianismo o un cristianismo puro que se
oponía a los dictados de la Iglesia Ortodoxa de Rusia. Cambiar una religión, y
de paso a la especie humana, requiere tiempo y concentración, y Tolstói comenzó a despreciar el arte,
todo tipo de arte, por considerarlo poco cristiano, egoísta, individualista. El
arte, digo, pero no la escritura, cuyo papel resistente seguía muy presente en
su filosofía. El mejor ejemplo es su propio diario: una entrada de febrero de
1895 sobre la relación entre los escritores y sus gobiernos. Frente a los
desmanes del Poder hay dos opciones, dice allí Tolstói: responder a la violencia gubernamental con más violencia,
al estilo de los nihilistas o los anarquistas, o unirse al gobierno para,
participando en él, cambiar las cosas. Tolstói repudia ambas opciones. “No se
puede acabar con la violencia por medio de la violencia”, escribe; “entrar en
los rangos del gobierno es igualmente imposible, uno se vuelve un instrumento
del gobierno. Solo queda una cosa: luchar contra el gobierno con las armas del
pensamiento, de la palabra, de la forma de vivir”.
Así que no: la escritura no había perdido para él nada
de su contenido resistente; era simplemente que el arte literario ya no formaba
parte de esa resistencia, si es que alguna vez lo había hecho. “La escritura,
en particular la literaria, es francamente nociva para mí desde un punto de
vista moral”, escribe en su diario el 18 de marzo de 1895. Dice que mientras
escribía Amo
y criado sucumbió a un deseo de gloria, pero que, por suerte,
ya ha “comenzado a despertar moralmente”.
Le quedaban quince años de vida; en ellos siguió,
bueno, despertando moralmente, lo cual equivalía a escribir menos ficción, y a
despreciarla y despreciarse cada vez que la escribía. Tiene que ser una de las
grandes paradojas del arte que en esos años –de descreimiento artístico, de
total escepticismo sobre el poder de la literatura en general y la ficción en
particular– saliera de su pluma una de las grandes creaciones literarias de
todos los tiempos: Hadjí Murat.
Hoy quiero examinar esa paradoja.
2.
El 19 de julio de 1896, quince meses después de haber despreciado la literatura en su diario, el conde Lev Nikoláievich Tolstói caminaba por un campo de tierra negra en Pirogovo, lejos de su residencia de Yásnaia Poliana, cuando se topó con una mata de cardo con tres retoños. Después escribiría en ese mismo diario: “Uno estaba roto y de él colgaba una sucia flor de color blanco; otro también estaba roto y salpicado de barro, negro, el tallo partido y sucio; el tercer retoño brotaba transversalmente, también estaba negro de polvo, pero todavía vivía, y hacia la mitad tenía un color rojizo. Me hizo pensar en Hadjí Murat. Me gustaría escribir al respecto. Defiende su vida hasta el final y, solo, en medio del vasto campo, como puede, logra defenderla victoriosamente”.
El 19 de julio de 1896, quince meses después de haber despreciado la literatura en su diario, el conde Lev Nikoláievich Tolstói caminaba por un campo de tierra negra en Pirogovo, lejos de su residencia de Yásnaia Poliana, cuando se topó con una mata de cardo con tres retoños. Después escribiría en ese mismo diario: “Uno estaba roto y de él colgaba una sucia flor de color blanco; otro también estaba roto y salpicado de barro, negro, el tallo partido y sucio; el tercer retoño brotaba transversalmente, también estaba negro de polvo, pero todavía vivía, y hacia la mitad tenía un color rojizo. Me hizo pensar en Hadjí Murat. Me gustaría escribir al respecto. Defiende su vida hasta el final y, solo, en medio del vasto campo, como puede, logra defenderla victoriosamente”.
El adverbio me parece un exceso: es difícil decir de
alguien que defendió su vida victoriosamente cuando su cabeza degollada acabó
recorriendo todos los pueblos del Cáucaso como ejemplo para los rebeldes, o más
bien como disuasión. Pero es cierto que Hadjí
Murat resistió, y es cierto que, por lo menos en la mente de Tolstói, lo hizo con heroísmo, y sobre
todo es cierto que el final de su vida en 1852 sirvió de materia prima a una de
las más grandes ficciones de Tolstói,
lo cual equivale a decir una de las más grandes ficciones jamás escritas. “El
mejor relato del mundo”, exageró famosamente Harold Bloom. Yo acabo de volver a leerlo, y lo he hecho con tanta
fascinación (y mucho más entendimiento) que cuando lo leí por primera vez, hace
once años. Y ahora quiero hablarles a ustedes de algunas cosas de las que me he
percatado, algunas reflexiones que, gracias al relato y en todo caso por su
culpa, me han llegado a ocupar en estos días. Trataré de comenzar por el
principio.
Hadjí Murat
fue un rebelde musulmán, uno de los más temidos opositores de la Rusia
expansionista de Nicolás I, y hacia 1851 se había convertido en un franco dolor
de cabeza para el zar. El Cáucaso era y es una especie de bisagra natural entre
Rusia y Europa, y de ahí la necesidad que han tenido siempre las potencias
circundantes –Rusia, Irán, Turquía– de controlarlo; pero los montañeses, que es
como se les conoce a los habitantes de la zona, suelen ser independientes por
naturaleza, además de creer en un dios que no es el dios de los rusos, lo cual
sin duda complica las cosas. Vistas así las cosas, no es del todo sorprendente
que la llamada “conquista del Cáucaso” se haya convertido en una guerra de
medio siglo. Una guerra desigual, además: una guerra entre una potencia militar
y un puñado de pueblos musulmanes cuyos líderes, como suele suceder en estos
casos, tuvieron que echar mano del fundamentalismo y la retórica de la guerra
santa para defenderse. La mitad del siglo XIX se convirtió entonces en una
lucha constante de los musulmanes de Chechenia y Daguestán por liberarse del
yugo ruso. El imán que lideró la rebelión durante mayor tiempo fue el célebre Shamil, un hombre educado –sabía
gramática, lógica y retórica– que llegó a poner en marcha allí, en el corazón
de las aspiraciones rusas, un estado islámico donde el árabe era la lengua
oficial y se aplicaba la sharía. A Nicolás I le tomó varios años eliminar a Shamil y tomar el control del Cáucaso.
Trató de hacerlo en 1845, pero fracasó (y su fracaso tuvo como consecuencia una
masacre de soldados rusos de proporciones apocalípticas, acarreadora de un
apocalíptico desprestigio); pero lo logró por fin en 1859, y unos cuatro años
más tarde todo el Cáucaso era ruso. Justo en medio de esos años está situada la
acción de Hadjí Murat.
La novela se abre con una página curiosa en la obra de
Tolstói, un preludio de inmenso
atrevimiento narrativo —y al mismo tiempo de una sencillez abrumadora— que
coincide a grandes rasgos con la entrada del diario del 19 de julio. El
narrador, una figura que identificamos con la del propio Tolstói, vuelve a casa
a campo traviesa, y durante su caminata va recogiendo algunas flores. En una
zanja encuentra un cardo en flor; trata de arrancarlo, pero el cardo es tan
fuerte que la lucha dura cinco minutos y Tolstói, o el narrador que habla como
Tolstói, tiene que separarlo fibra por fibra, y al final lo destroza. Entonces,
lamentándose por haber destruido una flor que era bella cuando estaba en el
tallo, piensa: “¡Qué energía y qué fuerza vital! ¡Qué cara ha vendido su vida!
¡Cuánto ha luchado para defenderla!” Y así, con la desfachatez de los grandes,
nos explica que ese cardo –así es: su resistencia, la resistencia que el cardo
ha opuesto al instinto destructor del hombre– le ha hecho pensar en una antigua
historia caucasiana. Y comienza a contarla. Es, como saben los lectores de su
diario, la historia de Hadjí Murat.
Cuando se abre propiamente la acción, Hadjí Murat se está escondiendo. Pero
no de los soldados rusos, o no solo de los soldados rusos, sino también de Shamil, con quien se ha peleado, contra
quien se ha revelado. Es un doble rebelde, entonces, un hombre atrapado entre
dos autoritarismos: el del zar y el del imán. Hadjí Murat es un hombre de
familia, valiente y leal, y a Tolstói no
le cuesta más de algunas líneas de extraordinaria prosa convencernos de su
valor y lograr que nos pongamos de su lado. Entendemos que Hadjí Murat es un hombre justo perdido en medio de líderes
injustos: está buscando la manera de entregarse a los rusos, no porque les
tenga respeto, sino porque en esa entrega ve la única posibilidad de salvar a
su familia, prisionera de Shamil. La
novela de Tolstói se mueve así entre
los confines del país, donde Hadjí Murat
se entrega a los rusos, y el Palacio de Invierno de San Petersburgo, donde
Nicolás I decide qué hacer con toda la situación. Conforme avanza el relato,
los rusos se demuestran incapaces de responder con lealtad a la lealtad de Hadjí Murat, y la situación del hombre
se va volviendo insostenible: Shamil
ha amenazado con matar a su familia y sacarle los ojos a su hijo si Hadjí Murat no regresa a pelear del
lado de los musulmanes. Entonces, desesperado, Hadjí Murat escapa de sus vigilantes rusos. Pero un guerrero y unos
pocos fieles lugartenientes no tienen mucho que hacer contra las decenas de
rusos que lo persiguen, y Hadjí Murat
acaba atrincherado, en una escena típica de la guerra del Cáucaso, detrás de
caballos muertos, viendo caer a sus compañeros a su alrededor y dando la pelea
hasta el último momento, con el último recurso. Cuando, herido, se da cuenta de
que va a morir, piensa en la gente que quiere y también en el enemigo ruso y
también en Shamil. Y enseguida
escribe Tolstói una página que está
a la altura de las mejores de su vida: “Tales recuerdos pasaron por su mente
sin provocar ira, ni piedad, ni deseo alguno. Todo eso le parecía
insignificante en comparación con lo que iba a empezar o, mejor dicho, había
empezado para él. No obstante, su robusto cuerpo continuaba la obra emprendida.
Haciendo un esfuerzo, se levantó y disparó su pistola contra un hombre que se
acercaba corriendo. El hombre se desplomó. Después Hadjí Murat salió del barranco cojeando pesadamente. Fue al
encuentro del enemigo. Resonaron varios disparos. Hadjí Murat se tambaleó y cayó al suelo. Varios milicianos se
precipitaron hacia él. Pero ese cuerpo que habían tomado por un cadáver se
movió súbitamente. Al principio fue la cabeza afeitada, cubierta de sangre, la
que se alzó; después, agarrándose con ambas manos al tronco de un árbol, Hadjí Murat se irguió en toda su
estatura. Resultaba tan terrible que los soldados se detuvieron. De repente, Hadjí Murat se estremeció, se separó
del árbol y cayó de bruces cuan largo era, lo mismo que un cardo tronchado…”
Luego los soldados decapitan a Hadjí Murat y se reúnen alrededor de los cadáveres como “cazadores
en torno a las piezas cobradas”.
Hay dos líneas en blanco, el silencio que sigue al
fin. Entonces escuchamos la voz que habíamos escuchado en el preludio del
relato: “El cardo magullado que vi en medio del campo me trajo a la memoria
esta muerte”.
3.
Hadjí Murat, esta extraordinaria metáfora de la resistencia, fue el último relato de envergadura que escribió Tolstói. Lo terminó hacia 1904, pero no lo publicó en vida. 1904: es decir que sus ciento cincuenta páginas le tomaron ocho años. Supongo que es lícito preguntarse por qué un hombre capaz de escribir las mil páginas de Guerra y paz en seis años necesita dos más para escribir ochocientas cincuenta menos. La respuesta es: si ser novelista es difícil, es más difícil ser santo. Y así es: Tolstói se había convertido en eso, un santo en la Tierra. El mundo entero acudía a él, y él los ayudaba a todos, con todos se sentía deudor culpable, de todos se sentía responsable. Se había convertido en un líder religioso, y quienes lo seguían tenían la convicción de ser parte de un grupo de elegidos, eso que los profanos llamamos una secta. Tolstói se había comenzado a comportar como una iglesia de un solo hombre: como toda iglesia, había llegado a temer o detestar el sexo, que le parecía un obstáculo para el amor; como toda iglesia, había llegado a la conclusión de que no hay vida posible fuera de la fe (“Sin la conciencia de Dios”, escribe, “no puede haber una concepción razonable del mundo”). También como toda iglesia, había llegado a considerar la desgracia personal como una bendición, y a agradecerla. Las páginas siguientes a la muerte y entierro de su hijo Vaniéchka son, en ese sentido, espeluznantes: “Enterramos a Vaniéchka. Terrible. No, terrible no, un gran acontecimiento espiritual. Te doy las gracias, padre. Te doy las gracias”. Finalmente: como toda iglesia, había llegado a desconfiar –de maneras más o menos abiertas– de la literatura.
Hadjí Murat, esta extraordinaria metáfora de la resistencia, fue el último relato de envergadura que escribió Tolstói. Lo terminó hacia 1904, pero no lo publicó en vida. 1904: es decir que sus ciento cincuenta páginas le tomaron ocho años. Supongo que es lícito preguntarse por qué un hombre capaz de escribir las mil páginas de Guerra y paz en seis años necesita dos más para escribir ochocientas cincuenta menos. La respuesta es: si ser novelista es difícil, es más difícil ser santo. Y así es: Tolstói se había convertido en eso, un santo en la Tierra. El mundo entero acudía a él, y él los ayudaba a todos, con todos se sentía deudor culpable, de todos se sentía responsable. Se había convertido en un líder religioso, y quienes lo seguían tenían la convicción de ser parte de un grupo de elegidos, eso que los profanos llamamos una secta. Tolstói se había comenzado a comportar como una iglesia de un solo hombre: como toda iglesia, había llegado a temer o detestar el sexo, que le parecía un obstáculo para el amor; como toda iglesia, había llegado a la conclusión de que no hay vida posible fuera de la fe (“Sin la conciencia de Dios”, escribe, “no puede haber una concepción razonable del mundo”). También como toda iglesia, había llegado a considerar la desgracia personal como una bendición, y a agradecerla. Las páginas siguientes a la muerte y entierro de su hijo Vaniéchka son, en ese sentido, espeluznantes: “Enterramos a Vaniéchka. Terrible. No, terrible no, un gran acontecimiento espiritual. Te doy las gracias, padre. Te doy las gracias”. Finalmente: como toda iglesia, había llegado a desconfiar –de maneras más o menos abiertas– de la literatura.
Así que los lectores
de Hadjí Murat tenemos que lidiar
antes que nada con esta contradicción: aquella puesta en escena de la lucha del
hombre contra las fuerzas colectivas, sin duda uno de los más altos elogios del
individuo jamás escritos, fue escrita por un hombre que había dejado de creer
en el individuo: en el individuo y en esa emanación de la individualidad, no,
en esa quintaesencia de la individualidad, que es el arte. Durante sus últimos
años Tolstói llegó a despotricar
contra Beethoven, culpándolo de la
decadencia de la música contemporánea, y llegó a escribir un pequeño volumen
demostrando que Shakespeare en
general y El
rey Lear en particular eran un elaborado fraude, y todos los
que durante siglos habían admirado al bardo, meros ingenuos sin sentido
estético; todo eso, claro, al mismo tiempo que creaba uno de los únicos
personajes genuinamente shakesperianos de la literatura no inglesa. ¿Cómo es
eso posible? Respuesta: es posible porque en Tolstói, como en Shakespeare,
el ego del moralista nunca suprimió el instinto del artista. O mejor: el
artista que era Tolstói resistió
–sí, aquí de nuevo la palabrita– a cada embate del moralista. Quizás es esto lo
que queremos decir cuando decimos que las mejores novelas son siempre más
inteligentes que sus autores. Saben más: son más generosas, son capaces de
admitir más ideas a la vez, contemplan matices y sombras que las mentes
monolíticas de quienes las escribieron rechazarían de plano. Cuando decimos que
las historias son sabias, nos referimos a que nos dicen cosas de manera ambigua
e indirecta (mientras que cualquier discurso fuera de la narrativa es directo,
quiere decir una sola cosa). El asesinato de la vieja por Raskolnikov en Crimen
y castigo nos horroriza a todos, pero ningún lector de esa
novela ha dejado de sentir por un breve instante que entiende al estudiante,
que sabe por qué ha matado a la vieja. Tal vez cuando hemos terminado de
leer Madame
Bovary Emma nos parezca una mujercita tonta, irresponsable y
frívola, pero durante la lectura volvemos a sentir que la entendemos y la
compadecemos y en su lugar no habríamos actuado distinto. Así todas las grandes
ficciones. Así, por supuesto, las grandes ficciones de Tolstói. Así Hadjí Murat.
Pasear por su diario de esos años, los años de la
escritura de Hadjí Murat, es asistir a un
pulso librado entre el artista y el moralista, una especie de combate cuerpo a
cuerpo donde solo uno de los dos puede quedar de pie. Tomemos el año de 1896,
cuando Tolstói comienza a escribir Hadjí Murat. El 23 de enero escribe
algo que yo podría firmar: “Una verdadera obra de arte –la que transmite– solo
es posible cuando el artista busca, intenta”. Esta es la moral del novelista
genuino, para quien la novela es un instrumento de inquisición, de
averiguación, una manera de hacer preguntas, más que de dar respuestas. Pero el
27 de febrero de 1896 escribe: “Solo existe un arte y consiste en aumentar las
alegrías inocentes de todos, accesibles a todos, el bienestar del hombre. Un
edificio bello, un cuadro festivo, un canto, un cuento brindan una felicidad
menor; la incitación a un sentimiento religioso de amor por el bien que produce
un drama, un cuadro, un canto, brinda una felicidad mayor”.
Esta, en cambio, es la moral del moralista o el
religioso, la que asigna al arte un fin social –que, por supuesto, solo es
concebible desde la religión– sin el cual el arte pierde justificación o
validez.
Sigamos. El 17 de mayo Tolstói escribe: “El objetivo principal del arte, si existe el arte y si tiene un objetivo, es manifestar, expresar la verdad sobre el alma humana, expresar aquellos secretos que la palabra sencilla no puede expresar”. Esto también lo podría firmar yo. Pero el 30 de julio Tolstói borra con el codo lo que escribió con la mano: “El placer estético es un placer de orden inferior. Y por esto aun el mayor placer estético nos deja insatisfechos. E incluso, mientras mayor sea el placer estético, mayor es la insatisfacción que nos deja. Solo el bienestar moral puede producir una satisfacción plena”.
Las entradas de esos días están plagadas de
referencias a la obligación de accesibilidad del arte: es arte lo que es
comprensible a todos, dice Tolstói,
y no es arte lo que no queda inmediatamente claro. Pero yo los reto a ustedes a
encontrar en Hadjí Murat una
conclusión nítida y precisa sobre cualquier cosa. No la hay, o no creo que la
haya, porque el novelista que es Tolstói
se ha esforzado por presentar todos los lados del asunto: se le siente en
todas partes pero no se le ve en ninguna, como decía Flaubert que debía ser el novelista. En algún momento comparó sus
intenciones con Hadjí Murat con un
invento inglés que acababa de descubrir: el peep-show, un lente
por donde pasan distintas imágenes parciales de un mismo objeto. Lo mismo
quería hacer con Hadjí Murat: presentarlo
como marido, como fanático, etcétera. El hombre que tiene esas intenciones, de
quien podría decirse que actúa con neutralidad cervantina frente a su criatura
(es decir no juzgándola, no volviéndola una marioneta dentro de una prédica),
ese hombre no es el mismo, no puede ser el mismo, que condena las obras de arte
como mero divertimento para gente acomodada, no puede ser el mismo que escribe
a comienzos de 1897: “El daño que hace el arte, el daño principal, es que ocupa
el tiempo e impide a los hombres ver su ociosidad”.
Se trata de una verdadera esquizofrenia como no he
visto otra en la literatura que llamamos clásica: al mismo tiempo que Tolstói compone el Hadjí
Murat, quejándose de que no encuentra el tono, imaginando las
posibilidades de su criatura, desprecia la actividad de la creación, elogia a
la clase trabajadora por no haber caído en el engaño de la creación estética,
por no haberse olvidado de la vida y del trabajo que constituyen la verdad. El
14 de octubre de 1897 anota, con paciencia de artesano, algunos detalles que se
le han ocurrido para Hadjí Murat: la sombra de un
águila que corre por el flanco de una montaña, las huellas sobre la arena de
fieras, caballos y hombres, el resoplido de los caballos al entrar en el
bosque, un macho cabrío que aparece de un salto desde detrás de una mata de aladierna.
Son los detalles que traen la historia de Hadjí
Murat a la vida, y dan fe de que el talento de Tolstói para la evocación de un mundo físico vívido y potente no
había desaparecido. ¿Cómo reconciliar a este hombre con el que escribe que Boccaccio es el comienzo del arte
inmoral, o que lee “La dama del perrito”, el cuento de Chéjov que hoy nos parece una de las cimas del relato corto de
todos los tiempos, y despotrica contra él porque considera que no ha elaborado
una concepción del mundo “capaz de distinguir el bien del mal”? ¿Cómo
reconciliarlo? ¿Qué explicación podemos ofrecer para esta especie de Jekyll y
Hyde de la creación literaria?
La única que se me ocurre involucra, ya por última
vez, la idea de resistencia. Sí, podemos hablar de literatura y resistencia de
muy diversos modos y echando mano de muy diversos ejemplos, pero siempre
hablamos de los maravillosos papeles que ha jugado la literatura cuando el ser
humano está en peligro. ¿Pero qué decir de sus propios mecanismos de
supervivencia? ¿Qué decir cuando la literatura misma, los rasgos que la hacen
única e imprescindible, se ven amenazados por las convicciones extraliterarias
de su propio creador? Esto es lo que yo veo en los últimos años de vida del que
quizás es el más grande novelista de la historia: una lucha de la literatura
contra el escritor. Hadjí Murat contra Tolstói: paguen por ver. Esa disputa se
llevó a cabo en el interior de Tolstói,
pero es imposible saber si se dio cuenta de ello, si la pelea le ocurría con
plena conciencia, o si sus dos inteligencias –por un lado la del reformista, el
pedagogo, el religioso, el moralista, y por el otro la del novelista, el hombre
dedicado a esa cosa tan decadente que es hacer una obra de arte– transcurrían
por rutas paralelas, cada una montada sobre un riel, no encontrándose nunca.
Sea como sea, el resultado final está ahí: uno de los
relatos más profundos y conmovedores, más verdaderos, que se han escrito en
Occidente. Tolstói lo terminó sin
entusiasmo mientras escribía, con entrega total, otras cosas: su pequeño
tratado sobre el arte, su Confesión –un
verdadero ajuste de cuentas con la Iglesia Rusa Ortodoxa, que lo excomulgó
después y hasta el día de hoy no lo ha recibido de nuevo en su seno, cosa que,
me parece a mí, a Tolstói lo trae
sin cuidado–, y también la novela Resurrección, que es una gran obra literaria pero
que no le llega a los tobillos a la historia del rebelde musulmán. Mientras
tanto seguía dividido. Eso es lo que se percibe en sus diarios: un hombre
dividido. Por un lado, lleno de ideas fijas, de certezas sobre la religión,
sobre los defectos de la mujer (la culpaba de todos los desastres del mundo
contemporáneo), sobre la cultura (que solo florece, decía, cuando no hay
moral). Y por el otro, dudaba. Pues bien: la duda es la provincia del
novelista. El 19 de diciembre de 1900 Tolstói
escribe: “El artista, para poder influir en los demás, debe buscar; su obra
ha de ser una búsqueda. Si ya lo ha encontrado todo, si lo sabe todo y
adoctrina o se divierte deliberadamente, no ejerce ninguna influencia. Solo si
busca, el espectador, el oyente, el lector se unirán a él en su búsqueda”.
Tenía razón. Aquí estamos nosotros, más de cien años
después, buscando con Tolstói.
Algunas cosas hemos encontrado, muchas felicidades nos ha dado el hecho mismo
de buscar. Y cuando nos sentimos confundidos, desorientados, sacamos Guerra
y paz, sacamos Ana Karenina, sacamos La
muerte de Iván Ilych, sacamos La sonata a Kreutzer,
sacamos Hadjí
Murat, y esas ficciones son como faros que iluminan el camino. Son
lo más cerca que estamos, o que estoy yo, del sentimiento religioso, porque
siguen enriqueciendo mi noción de la humanidad, mi comprensión de lo que son
los seres humanos y mi respeto por esta vida inmensamente varia,
intolerablemente rica que nos ha tocado en suerte, tan múltiple y compleja que
no la podríamos entender sin la ayuda de quienes la han contado antes.”
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