Nicolás Olivari
poeta argentino
1900-1966“Eliseo comenta
entusiasmado: ¡En Buenos Aires todo el mundo lee! Es increíble. En los parques,
en los cafés, en los colectivos. Hasta los malevos leen, y los cirujas, desde
luego. Me crucé con uno que llevaba en la carretilla una especie de biblioteca
portátil.
¿Son para
revender?, pregunté.
Son para leer, señor,
dijo él.
Tomé un taxi. Me
preguntó a qué me dedicaba, y yo dije que era librero y que había venido a
aprender a Buenos Aires. Un ciruja precisamente acababa de darme una lección.
Eso le gustó, claro. Aquel taxista empezó a hablar de los escritores que había
conocido por su oficio. Y me di cuenta de que aquel relato, el del taxista, iba
a ser un libro en movimiento. El viaje era el libro y el taxista, por así
decir, estaba ya escribiéndolo en el aire para mí. ¿Quién le ha impresionado más?,
pregunté. Chascó la lengua tres veces, y dijo: Sin duda, Roberto Arlt. Sabés cómo lo conocí? Me pagó el viaje con una
novela. Yo llevaba poco tiempo, era un pibe todavía, y subió ese tipo, bien
vestido y desaliñado a la vez, el cabello con vida propia. Al principio pensé
que era un músico, uno de esos compositores geniales que arman una sinfonía con
una tormenta, eso pensé, era verano, y la noche anterior había sido tremenda, justo
se habían caído las vigas del cielo de Buenos Aires, y dije, este también ha caído
del cielo, pero no.
Dijo:
Me llamo Roberto
Godofredo Christophersen Arlt, nací bajo la conjunción de Saturno y Mercurio,
una fortuna astrológica que todavía no me ha sido ingresada. No tengo un peso: ¿podría
pagarte con una obra maestra?
Y me dio un
ejemplar de Los siete locos. La primera novela que leí, ¿viste?, contó
ufano el taxista. Le pregunté qué había que hacer para escribir una novela y,
cuando esperaba un discurso teórico, me sorprendió por la precisión: Perder
quince kilos de peso, fumar ochenta atados de tabaco y tomar tres mil litros de
café. No era ningún chalado. Era un reloj con la hora adelantada. Me convenció
su tesis de la mentira metafísica. En eso estamos, ¿no?
¿En qué?
¡En la mentira
metafísica, che!
El taxista me
llevaba a la Avenida de Mayo. Yo entonces dormía en la librería de Sabbatiello.
Era una fonda popular aquella librería. Después de la guerra, muchos exiliados
hallaban allí un primer refugio. ¡Un lugar hospitalario! El viejo Sabbatiello
me recomendaba siempre el rincón de las enciclopedias. ¡Daban buen dormir para
un hijo natural de la Revolución francesa!
Eliseo hizo una
pausa buscando con la mirada la complicidad histórica de Amaro, que tenía el
asentimiento corporal de un remero en tierra. No lo toméis a broma. Lo de «hijo
natural de la Revolución francesa» no era una filigrana oratoria del fiscal,
sino que surtía un efecto fatídico en los juicios sumarísimos de los tribunales
fascistas. Hay momentos históricos en que las palabras tienen plomo, matan. Eso
ocurrió aquí, en esta ciudad. No había ningún cargo verosímil. Fusilaron al
alcalde y a los suyos, la gente honrada, demócrata, ilustrada, por culpa de una
metáfora.
¿Qué es la
mentira metafísica?, pregunté.
Imagina que la
mentira se convierte en una creencia, apoyada en una supuesta verdad científica.
Una síntesis de religión y ciencia. La mentira como única verdad establecida.
Pero creo que lo explicó mejor el taxista. Cuando llegamos a la Avenida de Mayo
le pedí que diéramos otra vuelta. Aquel hombre era un catedrático. Cada
carrera, una lección magistral. No todo el mundo empieza con Los siete
locos. Eso ya es propinarle una derrota a la estupidez. ¿Y qué pasa si otro
día sube a ese mismo taxi un poeta que se llama Nicolás Olivari y le paga al
taxista, porque se lo pide él, con un libro que lleva bajo el brazo? Era El
gato escaldado, me dice el chofer, Aldo, ya sé el nombre. Y yo estoy a
punto de abrazarlo, de proponerle ya la gran empresa editora transatlántica. El
Taxista de Terranova, algo así.
¿De verdad era
Olivari? ¿El poeta Olivari?
¡Sí, che, el mismísimo
Olivari con El gato escaldado! Y Aldo, el taxista, me confesó: Yo,
cuando quiero llorar, pero llorar llorar, nada de lloriquear, sino llorar como
se llora en la soledad de una taberna sucia, para ver las lágrimas haciendo
surcos de verdad en la piel sucia, pues entonces, cuando quiero llorar, escucho
La Violeta.
Y nos fuimos a
escuchar La Violeta a un boliche en Caballito, y como en ese momento no
había quien la cantase, cantó Aldo:
…”
El último
día de Terranova
Manuel
Rivas
Alfagura, 2015
Página 126-129
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