11 de des. 2019

la "metáfora"

Nicolás Olivari
poeta argentino
1900-1966“Eliseo comenta entusiasmado: ¡En Buenos Aires todo el mundo lee! Es increíble. En los parques, en los cafés, en los colectivos. Hasta los malevos leen, y los cirujas, desde luego. Me crucé con uno que llevaba en la carretilla una especie de biblioteca portátil.

¿Son para revender?, pregunté.

Son para leer, señor, dijo él.

Tomé un taxi. Me preguntó a qué me dedicaba, y yo dije que era librero y que había venido a aprender a Buenos Aires. Un ciruja precisamente acababa de darme una lección. Eso le gustó, claro. Aquel taxista empezó a hablar de los escritores que había conocido por su oficio. Y me di cuenta de que aquel relato, el del taxista, iba a ser un libro en movimiento. El viaje era el libro y el taxista, por así decir, estaba ya escribiéndolo en el aire para mí. ¿Quién le ha impresionado más?, pregunté. Chascó la lengua tres veces, y dijo: Sin duda, Roberto Arlt.  Sabés cómo lo conocí? Me pagó el viaje con una novela. Yo llevaba poco tiempo, era un pibe todavía, y subió ese tipo, bien vestido y desaliñado a la vez, el cabello con vida propia. Al principio pensé que era un músico, uno de esos compositores geniales que arman una sinfonía con una tormenta, eso pensé, era verano, y la noche anterior había sido tremenda, justo se habían caído las vigas del cielo de Buenos Aires, y dije, este también ha caído del cielo, pero no.

Dijo:

Me llamo Roberto Godofredo Christophersen Arlt, nací bajo la conjunción de Saturno y Mercurio, una fortuna astrológica que todavía no me ha sido ingresada. No tengo un peso: ¿podría pagarte con una obra maestra?

Y me dio un ejemplar de Los siete locos. La primera novela que leí, ¿viste?, contó ufano el taxista. Le pregunté qué había que hacer para escribir una novela y, cuando esperaba un discurso teórico, me sorprendió por la precisión: Perder quince kilos de peso, fumar ochenta atados de tabaco y tomar tres mil litros de café. No era ningún chalado. Era un reloj con la hora adelantada. Me convenció su tesis de la mentira metafísica. En eso estamos, ¿no?

¿En qué?

¡En la mentira metafísica, che!

El taxista me llevaba a la Avenida de Mayo. Yo entonces dormía en la librería de Sabbatiello. Era una fonda popular aquella librería. Después de la guerra, muchos exiliados hallaban allí un primer refugio. ¡Un lugar hospitalario! El viejo Sabbatiello me recomendaba siempre el rincón de las enciclopedias. ¡Daban buen dormir para un hijo natural de la Revolución francesa!

Eliseo hizo una pausa buscando con la mirada la complicidad histórica de Amaro, que tenía el asentimiento corporal de un remero en tierra. No lo toméis a broma. Lo de «hijo natural de la Revolución francesa» no era una filigrana oratoria del fiscal, sino que surtía un efecto fatídico en los juicios sumarísimos de los tribunales fascistas. Hay momentos históricos en que las palabras tienen plomo, matan. Eso ocurrió aquí, en esta ciudad. No había ningún cargo verosímil. Fusilaron al alcalde y a los suyos, la gente honrada, demócrata, ilustrada, por culpa de una metáfora.

¿Qué es la mentira metafísica?, pregunté.

Imagina que la mentira se convierte en una creencia, apoyada en una supuesta verdad científica. Una síntesis de religión y ciencia. La mentira como única verdad establecida. Pero creo que lo explicó mejor el taxista. Cuando llegamos a la Avenida de Mayo le pedí que diéramos otra vuelta. Aquel hombre era un catedrático. Cada carrera, una lección magistral. No todo el mundo empieza con Los siete locos. Eso ya es propinarle una derrota a la estupidez. ¿Y qué pasa si otro día sube a ese mismo taxi un poeta que se llama Nicolás Olivari y le paga al taxista, porque se lo pide él, con un libro que lleva bajo el brazo? Era El gato escaldado, me dice el chofer, Aldo, ya sé el nombre. Y yo estoy a punto de abrazarlo, de proponerle ya la gran empresa editora transatlántica. El Taxista de Terranova, algo así.

¿De verdad era Olivari? ¿El poeta Olivari?

¡Sí, che, el mismísimo Olivari con El gato escaldado! Y Aldo, el taxista, me confesó: Yo, cuando quiero llorar, pero llorar llorar, nada de lloriquear, sino llorar como se llora en la soledad de una taberna sucia, para ver las lágrimas haciendo surcos de verdad en la piel sucia, pues entonces, cuando quiero llorar, escucho La Violeta.

Y nos fuimos a escuchar La Violeta a un boliche en Caballito, y como en ese momento no había quien la cantase, cantó Aldo:
…”


El último día de Terranova
Manuel Rivas
Alfagura, 2015
Página 126-129

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