Por Miguel Ángel Asturias
Escritor, periodista y
diplomático guatemalteco, 1899-1974.
“Enunciado en esta forma el
tema, me apresuro a decir que lo trataré en la forma más amplia, apartado de
los enfoques filológicos, lingüísticos, ya que no es mi propósito, ni creo
tener capacidad para tal empresa. La gramática, la retórica y la estilística
también las dejaremos aparte. Es el lenguaje, como aventura, lo que me interesa
en nuestras novelas.
Los escritores de los países
europeos, cuyos caminos idiomáticos están señalados, estratificados a través de
siglos de cultura, son dueños de formas verbales hechas, aceptadas,
consagradas. Literariamente encuentran el camino a seguir, y lo siguen, hijos
de su genio o de su siglo, innovando, a cada quien su estilo, sin jamás
sentirse desamparados o manoteando en lo desconocido. Hay un seguir de su
universo encadenado a sus expresiones verbales que les facilita la tarea. Echan
a andar con un idioma hecho, elaborado a través de generaciones, preciso para designar
las cosas, directo en la interpretación de las ideas, dúctil para captar las
emociones.
Nada de esto ocurre con los
novelistas latinoamericanos, y por eso dijimos que en nuestras novelas
estudiaríamos el lenguaje como aventura, la, sin duda, más apasionante aventura
humana. Es el empleo de un instrumento cuya gama se desconoce y el que se pulsa
un poco por adivinación y otro poco por atrevimiento.
Cada una de las novelas es, por
sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. ¿Pero cuáles son
sus ingredientes? No es fácil darse cuenta en la obra hecha de los materiales
empleados. Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usadas cómo? ¿De acuerdo con
qué leyes, con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido puestas
como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como
piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que se oyen como maderas. O
metales. Es el sonido, es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje,
lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya. Cuantos ecos compuestos o
descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros
vocablos, en nuestras frases.
Tomar cada una de las novelas
hispanoamericanas y cernirla de todos esos residuos sonoros que indudablemente
son parte de la aventura verbal del novelista. Un instintivo, llamémoslo así,
uso de palabras que al chocar unas con otras o al entrelazar sus sílabas,
suenan de distinta forma. Antes del lenguaje literario está el sonido. En el
sonido empieza la aventura del novelista latinoamericano. Se guía por sonidos.
Se oye. Oye a sus personajes. No sabe lo que dicen, pero los oye. Primero los
oye. Luego sabrá lo que hablan. Las mejores novelas nuestras no parecen haber
sido escritas, sino habladas.
El sonido de nuestras novelas
es, pues, distinto. Sobrepasa los sonidos intraducibles en las lenguas o
idiomas tradicionales que forman la base de nuestra manera de expresarnos.
Sobrepasa los sonidos intraducibles de las lenguas indígenas y del castellano.
No hay otra dinámica verbal fuera de la poesía que la palabra encierra. Y que
se revela, primero, como sonido. Y después como concepto. Y por eso, las
novelas hispanoamericanas, son grandes masas musicales vibrando, tomadas así,
en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que en ellas nacen.
Y la aventura sigue en la
confluencia de los idiomas. De todos los idiomas hablados por los hombres.
Nuestro español está formado por todos los idiomas. No exagero. Además de las
lenguas indígenas americanas que entran en su composición, hay la mezcla de las
lenguas europeas y orientales que las masas de inmigrantes llevaron a América.
El tema es apasionante. Nuestras novelas responden a la fundición de hablas
humanas habladas. Y es en la novela donde encontramos ya con cariz literario
muchas palabras que se emplean en la conversación y que antes no habían llegado
a plasmarse en ningún texto. Lo familiar, lo popular hallan cabida en sus
páginas. Un otro idioma, también muy americano, de la América nuestra, va a
regar sus destellos sobre sonidos y palabras. El idioma de las imágenes.
A nadie puede sorprender lo que
digo. No son pocas las personas que leyendo nuestras novelas, las ven
cinematográficamente. No parecen escritas con palabras, sino con imágenes. Y
ésta es otra característica esencial del idioma que emplea la novela
iberoamericana. Y lo que la diferencia de la novela europea actual. Los
escritores europeos rechazan las imágenes. Y por eso todos los esquemas
corrientes del arte de novelar en Europa, apenas si tienen ahora quien los
siga, o los imite en América. Y no porque se persiga una dramática afirmación
de independencia, sino porque nuestros novelistas están empeñados en
universalizar la voz de sus pueblos, con un idioma rico en sonidos, rico en
fabulaciones, rico en imágenes. Y no porque haya habido una ruptura con lo
europeo, no, sino porque, al margen de lo europeo, nos hemos puesto a elaborar
lo nuestro.
Fabulación, poesía y pintura
americana, tenían necesidad de una lengua universal y ésta se la dio la novela,
y mejor si dijéramos colorido, poesía e invención imaginativa encontraron en la
novela cauce por donde correr hacia lo universal. Y en manera alguna se trata
de un lenguaje creado artificialmente para dar cabida a esa fabulación, o de la
llamada prosa poética, sino de un lenguaje vivo, hablado por millones de seres,
que conservan en su habla popular todo el lirismo, la fantasía, la gracia, la
picardía que caracteriza el lenguaje de la novela latinoamericana.
La poesía-lenguaje que sustenta
nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones
poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Lo que más atrae a los
lectores no-americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de
un lenguaje colorido, sin llegar a ser pintoresco, onomatopéyico por adherido a
la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas.
Y al hablar de esta relación
entre la lengua de nuestras novelas y los resabios ancestrales que afloran
inconscientemente en la prosa empleada en ellas, quiero llamar la atención
sobre la importancia que la palabra cobra como entidad absoluta, como símbolo.
Es por esto que nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis
castellana, porque la palabra tiene un valor en sí, tal y como lo tenía en las
lenguas indígenas. El poder mágico de la palabra entre los indígenas es tal que
su sola enunciación basta. No es necesario más que una palabra, exactamente
conocida, para develar un misterio, para no extraviarse en lo desconocido, para
apropiarse, para adueñarse de los seres y las cosas. Desde luego que esta
sintaxis del español americano con resabios de lo indígena, se descubre mejor
en nuestras novelas de corte indianizante.
Pero es que además las lenguas
indígenas siguen hablándose en América, y esto influye desde luego en nuestras
formas de expresión, cala hondo en nuestra prosa que aprovecha muchas veces de
aquel material vivo, e influye desde luego en su construcción prosódica. Hay, y
éste es el fenómeno, el mestizaje del idioma. Lo indio y lo español. Y luego
todos los otros idiomas europeos. Amalgama que no comienza ahora, que principió
al solo terminar la conquista de América, por los españoles, al surgir los
primeros escritores y poetas indígenas que, conocedores del alfabeto latino,
iban a escribir, ya no en forma ideográfica, sino en nuestras letras, en sus
lenguas nativas. Pero la nueva lengua, el español, se impone, y el reflujo de
las antiguas lenguas nativas ya sólo se percibe en lo popular, en las
creaciones de tipo popular. Casi a través de tres siglos, y éste es un dato que
se olvida o no se conoce, florece una literatura indígena americana, escrita en
las lenguas originales indígenas. Poesía, narrativa, teatro, historia. Todo
debido a la pluma, que ya habían aprendido a cortarla tan bien como sus
maestros, de escritores, poetas, dramaturgos, historiadores absolutamente
indígenas. Pero, como decíamos antes, poco a poco se deja de escribir en las
lenguas nativas, se usa el español y aquellas ya sólo quedan en la boca del
pueblo que las habla, que las sigue hablando.
Pero el español no podía
mantenerse puro, no podía el idioma castellano salir intacto, después de
echarse a correr como un río a través de más de veinte naciones. Arrastra todo,
oro y escoria, y va cambiando su sonido, va haciéndose más suave, más tierno,
más entrañable, y muda la forma de construir las frases, la palabra alcanza su
valor pleno, y un nuevo ordenamiento idiomático encadena los elementos, con una
nueva lógica, hecho que dificulta, mucho más de lo que se cree, al europeo, la
comprensión de nuestros textos, ya que lo que ocurre con la lengua, pasa
también en el plano mental y emocional. Sí, porque la palabra, las palabras no
son todo. Son simples auxiliares, medio del que se vale el poeta o el escritor
en quien se mezclan lo americano y lo europeo, para crear sus obras, dentro de
una manera de pensar y de sentir otra, absolutamente otra. Caótica, para
algunos, novedosa para otros, simple paso hacia nuevas estructuras literarias,
creaciones que vayan más allá del sortilegio verbal que en Europa parece
agotado, nuestra novela reivindica, además, lo que podría llamarse el idioma,
la lengua de las imágenes.
¿No se deberá a que nuestra
literatura fue primero pintada, ideogramas pintados en tablillas hace siglos,
el que nos guste pintar nuestra prosa con imágenes?
Si nuestros antepasados para
expresarse, y especialmente para expresarse poética o literariamente, recurrían
a la imagen, no hace sino seguir la norma indígena-americana el novelista que
se vale de imágenes para exponer lo que piensa, lo que siente -él o sus
personajes-, a tal punto que hay momentos en que parece no escribir con
palabras, sino con imágenes, y por eso no son pocas las personas que, al leer
nuestras novelas, las ven casi cinematográficamente. Es en las imágenes, en las
que nuestra novela halla su expresión más auténticamente americana, y lo que la
diferencia totalmente de la novela europea actual. Jean Cassou opina que no
sólo en las artes plásticas, sino en la literatura hay en la actualidad, en Europa,
un rechazo de la imagen. La presencia de la imagen singulariza nuestra
literatura del ayer más lejano y de hoy. Y no las imágenes, como trasuntos
espectrales, sino en toda su fuerza, viva, comunicativa, creadora,
insustituible. En este terreno, puramente imaginativo, también nuestros
novelistas van inventando su idioma.
Uno de los elementos que dan más
carácter americano a nuestra novela, es éste de las imágenes, de las metáforas.
Pues, a veces, como si no fuera bastante una imagen, el novelista nuestro
recurre a la acumulación de imágenes, lo que se llama paralelismo, o bien al
difrasismo, consistente en aparear metáforas. En ambos casos, paralelismo o
difrasismo, fueron recursos estilísticos de la más antigua expresión literaria
indígena-americana. Hay, en la novela contemporánea hispanoamericana, un
aflorar de aquellas formas, olvidadas durante siglos, mientras nuestras bellas
letras fueron calcadas en lo europeo. Y en este sentido, la novela europeizante
que ahora se escribe en América, cualquiera puede hacer la constatación, es
producto de manipulaciones de biblioteca, vacía de contenido humano. Lo que
antes de existir la novela-canto, la novela-imagen, no podía establecerse bien,
no podía delimitarse con precisión, se nos presenta ahora en forma tan clara,
que ya no hay lugar a confusión. La auténtica novela americana de nuestros
países es la que nos da aquel mundo de imágenes, transposición fascinante y
rica en la que la palabra, como concepto y como sonido, juega papel de
encantamiento. Nadie entenderá nada de nuestra literatura, de nuestra poesía,
si quita a la palabra este poder de encantamiento.
Francis de Miomandre, gran
hispanista francés, traductor de muchísimos libros del español al francés,
traductor de Don Quijote, para empezar, me decía en cierta ocasión: “En los
textos de las novelas americanas publicadas últimamente -se refería a las
novelas en español, americanas de la América española-, se tropieza con la
dificultad de que no se pueden traducir, si no se encuentran las palabras que
exacta o estrictamente signifiquen lo que el escritor quiso decir. No se puede
emplear cualquier sinónimo. Hay que hallar el término justo. Y es justo el
término, cuando no mata la palabra, sino la deja viva, dinámica, con todas sus
posibilidades mágicas. Antes traducir era traducir. Ahora traducir a los
latinoamericanos, es convertirse en mago”.
Si recapitulamos, para ordenar
un poco las ideas, lo que hemos dicho del lenguaje en la novela
latinoamericana, y empleamos este término para abarcar la novela brasileña, tan
importante, y la escrita en francés, en Haití (pensamos en Los gobernantes del rocío de Jacques Romain), si recapitulamos
tenemos el lenguaje como aventura, el lenguaje en nuestras novelas es una
aventura, una hazaña, algo que el novelista inventa, crea, recrea, encuentra,
transforma, trasega de la lengua popular o del lenguaje culto o de formas
antiguas de hablar o de modismos locales, de los que a veces se abusa, así como
de expresiones en lengua indígena.
Aludimos en seguida, bien someramente
por cierto, a las transformaciones que el español sufre en América, hecho que
nos permite usar una lengua que en nuestros países goza de todas las
libertades, una lengua mestiza riquísima.
Y después a la importancia de la
imagen en nuestra novelística y más ampliamente, en nuestra literatura, que,
por momentos, no parece pensada en palabras, sino en imágenes.
Pero, además, debemos estudiar
el lenguaje en nuestras novelas, como una toma de conciencia. A través del
lenguaje, el novelista y sus personajes participan en el mundo que crean. Más
allá de la repetición vacua, lexicográfica, tiene que estar despierta la
conciencia que participa positivamente en esa creación. Aquí ya el lenguaje
juega otro papel. Se vale de las palabras para hacer participar al lector en la
vida, casi siempre dramática, de sus creaciones. Debe inquietar, desasosegar,
obtener la adhesión del lector, el cual olvidándose de su cotidiano vivir,
entrará a compartir el juego de situaciones y personajes. Palabra e imagen, en
una novelística así, mantienen intactos sus valores humanos. No se usaban para
desvirtuar al hombre, sino para completarlo. Y esto es lo que perturba en ella,
aunque muchas veces no se confiese, lo que se transforma en vehículo de ideas,
en intérprete de pueblos.
Damos entonces al lenguaje, en
la novela hispanoamericana, su dimensión literaria, su valor mágico,
imponderable, y su proyección humana.”
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