Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI
por Tomás Eloy Martínez
“Los seres humanos perdemos la
vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier
latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo
van a contar la historia que sus lectores han visto y oído decenas de veces en
la televisión o en la radio, ese mismo día. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo,
la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de
las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a
personas que han experimentado con la vista y el oído todas las complejidades
de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido
resuelto hace varios siglos por las novelas, que todavía están vendiendo
millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o
tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha
resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta
aceptar que esa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto
tiempo.
Un ejemplo: en The New York Times del domingo 28 de
septiembre de 1997, cuatro de los seis artículos de la primera página
compartían un rasgo llamativo: cuando daban una noticia, los cuatro la contaban
a través de la experiencia de un individuo en particular, un personaje
paradigmático que reflejaba, por sí solo, todas las facetas de esa noticia. Lo
que buscaban aquellos artículos era que el lector identificara un destino ajeno
con su propio destino. Que el lector se dijera: a mí también puede pasarme
esto. Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Bangladesh, el
dato nos asombra pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de
una mujer que ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos
paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber
sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las
desgracias involuntarias y repentinas. Hegel
primero, y después Borges,
escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales,
la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo
los periódicos en este fin de siglo. Volvamos ahora a esa primera página de The New York Times. Uno de los
artículos a los que aludí versaba sobre la situación del Congo después de la
caída y la muerte de Mobutu.
Empezaba de esta manera: "Cuando Frank Kumbu se levanta cada mañana y
observa el mundo desde el modesto escalón de cemento que haya la entrada de su
casa, las imágenes de los chicos jugando en las calles enlodadas, del tránsito
con sus estelas de humo, y el ruidoso desfile de soldados, mendigos y
buhoneros, le recuerda cómo las cosas fueron durante, más o menos, los últimos
veinte años". El otro artículo, sobre llamadas telefónicas gratis en
Europa, estaba fechado en Viareggio, Italia, y estas eran sus primeras líneas:
"Filippo Simonelli levanta el tubo de su teléfono, pulsa algunas teclas y
una voz ladra en su oído: ¿Pizza recién hecha? Restaurante Buon Amico. Via dei
Campi 24". No, no se trata de una llamada a una pizzería. Es parte de un
curioso experimento que ofrece a ciertos europeos llamadas de teléfono gratis a
cambio de que acepten oír propagandas comerciales. Un tercero, sobre las
tensiones raciales en Estados Unidos, tenía su origen en Durham, North Carolina,
y este era su comienzo: "Para John Hope Franklin el problema era
enloquecedor: las orquídeas que estaba cultivando desde hacía 37 años en la
ventana de su apartamento de Brooklyn morían o se negaban a florecer. Su
solución al problema fue típica de su aproximación al estudio sobre las
relaciones raciales en América al que le había dedicado toda la vida: leyó todo
lo que pudo sobre el tema".
Cuatro de los seis artículos que
The New York Times publicó en su
primera página ese domingo comenzaban como dije con la historia de un
individuo; el quinto artículo narraba la historia de una familia; el sexto daba
cuenta de ciertos acuerdos sobre impuestos entre los líderes republicanos del
Congreso de los Estados Unidos. Si me detengo en esta característica del
periodismo es porque no se trata de algo inusual. Casi todos los días, los
mejores diarios del mundo se están liberando del viejo corsé que obliga a dar
una noticia obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las
seis preguntas clásicas o en inglés las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo,
cómo y por qué. Ese viejo mandato estaba asociado, a la vez, con un respeto
sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias
informativas hace un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y
antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar
cabida a la publicidad de última hora. Aunque en todas las viejas reglas hay
una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos
desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que
imponen los diagramadores, y estos, cuando son buenos periodistas, entienden
muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo
el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.
De todas las vocaciones del
hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos Iugar para las verdades
absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los
datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar
una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar,
conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: esos son los verbos
capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo.
La gran respuesta del periodismo
escrito contemporáneo al desafío de los medios audiovisuales es descubrir,
donde antes había sólo un hecho, al ser humano que está detrás de ese hecho, a
la persona de carne y hueso afectada por los vientos de la realidad. La noticia
ha dejado de ser objetiva para volverse individual. O mejor dicho: las noticias
mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de una sola
persona, todo lo que hace falta saber. Eso no siempre se puede hacer, por
supuesto. Hay que investigar primero cuál es el personaje paradigmático que
podría reflejar, como un prisma, las cambiantes luces de la realidad. No se
trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que
narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio
extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación,
puede hacer pedazos la confianza que se fue creando en el lector durante años.
No todos los reporteros saben narrar y, lo que es más importante todavía, no
todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío,
un periodista de raza debe preguntarse primero si se puede hacer y, luego, si
conviene o no hacerla. Narrar la votación de una ley en el Senado a partir de
lo que opina o hace un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero
contar el accidente de la princesa Diana a través de lo que vio o sintió un
testigo suponiendo que existiera ese testigo privilegiado sería algo que sólo
se puede hacer bien con el lenguaje, no con el despojamiento de las imágenes o
con los sobresaltos de la voz. Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en
la que el reportero se finge novelista y lo hace mal.
Los diarios del siglo XXI
prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil
equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis
preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que
esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también, o
sobre todo un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición
de cada día, contadas por reporteros que también sean eficaces narradores. La
mayoría de los habitantes de esta infinita aldea en la que se ha convertido el
mundo vemos primero las noticias por televisión o por internet o las oímos por
radio antes de leerlas en los periódicos, si es que acaso las leemos. Cuando un
diario se vende menos no es porque la televisión o el internet le han ganado de
mano, sino porque el modo como los diarios dan la noticia es menos atractivo.
No tiene por qué ser así, La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al
día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha
menos atención, me parece, a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas
de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor
formados que antes, pero tienen -habría que averiguar por qué - menos pasión;
conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los
grandes novelistas de su época.
Antes, los periodistas de alma
soñaban con escribir aunque solo fuera una novela en la vida; ahora, los
novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan
inolvidables como una bella novela. El problema está en que los novelistas lo
hacen y los periodistas se quedan con las ganas. Habría que incitarlos, por lo
tanto, a que conjuren esa frustración en las páginas de sus propios periódicos,
contando las historias de la vida real con asombro y plena entrega del ser, con
la obsesión por el dato justo y la paciencia de investigadores que caracteriza
a los mejores novelistas. No estoy preconizando que se escriban novelas en los
diarios, nada de eso, y menos aún en el lenguaje florido y adjetivado al que
suelen recurrir los periodistas que se improvisan como novelistas de la noche a
la mañana. Tampoco estoy deslizando la idea de que el mediador de una noticia
se convierta en el protagonista. Por supuesto que no. Un periodista que conoce
a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo
llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad
a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el
escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de
efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus
antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con
denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo
respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en
el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la
información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento
para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una
vida más digna y menos injusta.
Uno de los más agudos ensayistas
norteamericanos, Hyden White, ha establecido que lo único que el hombre
realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los
relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender
plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha
menos dificultad para entender un relato sin menoscabo esencial”, a diferencia
de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la
misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del
sánscrito, gna, conocimiento. El
periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era
su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar
una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista.
Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma
sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas.
Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del
Decamerón de Boccaccio que a través de todas las historias que se escribieron
después, aunque entre esas historias hay algunas que admiro como A Distant Mirror de Barbara Tuchman. Y, a la vez, no hay
mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del
siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas
Nickleby de Charles Dickens. La
lección de Boccaccio y la de Dickens, como la de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple:
demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza
muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores,
además de estadísticas y discursos.
No es por azar que, en América
Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueron alguna vez
periodistas: Borges, García Márquez,
Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun
aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue
posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero
modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En
cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las
horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron
el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si
traicionaban a la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa,
estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre
el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el
reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción
como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo
completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense
así. Pero un periodista de raza no tiene otra salida que pensar así. El
periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo.
Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras
y nuestros mismos sentimientos.
Las semillas de lo que hoy
entendemos por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace
un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en The Sun, el diario que Charles
Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor
lenguaje posible, "una fotografia diaria de las cosas del mundo",
maestros del idioma castellano como José
Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén
Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Darío escribía en La Nación
de Buenos Aires, Gutiérrez Nájera en
El Nacional de México, Martí en La Nación y en La Opinión
Nacional de Caracas. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las
consignas de Danah y las que, hacia
la misma época, establecía Joseph
Pulitzer: sabían cuándo un gato en las escaleras de cualquier palacio
municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus
asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie. De esa manera, por
primera vez, fundieron a la perfección la fuerza verbal del lenguaje literario
con la necesidad matemática de ofrecer investigaciones acuciosas, puestas al
servicio de todo lo que sus lectores querían saber. Fue Martí el primero en darse cuenta de que escribir bien y emocionar
al público no son algo reñido con la calidad de la información sino que, por lo
contrario, son atributos consustanciales a la información. Tal como Pulitzer lo pedía, Martí y Darío pero sobre
todo Martí usaron todos los recursos
narrativos para llamar la atención y hacer más viva la noticia. No importaba
cuán larga fuera la información. Si el hombre de la calle estaba interesado en
ella, la leería completa.
Si hace un siglo las leyes del
periodismo estaban tan claras, ¿por qué o cómo fueron cambiando? ¿Qué hizo
suponer a muchos empresarios inteligentes que, para enfrentar el avance de la
televisión y del internet, era preciso dar noticias en forma de píldoras porque
la gente no tenía tiempo para leerlas? ¿Por qué se mutilan noticias que, según
los jefes de redacción, interesan sólo a una minoría, olvidando que esas
minorías son, con frecuencia, las mejores difusoras de la calidad de un
periódico? Que un diario entero está concebido en forma de píldoras informativas
es no sólo aceptable sino también admirable, porque pone en juego, desde el
principio al fin, un valor muy claro: es un diario hecho para lectores de paso,
para gente que no tiene tiempo de ver siquiera la televisión. Pero el prejuicio
de que todos los lectores nunca tienen tiempo me parece irrazonable. Los seres
humanos nunca tienen tiempo, o tienen demasiado tiempo. Siempre, sin embargo,
tienen tiempo para enterarse de lo que les interesa. Cuando alguien es testigo
casual de un accidente en la calle, o cuando asiste a un espectáculo deportivo,
pocas cosas lee con tanta avidez como el relato de eso que ha visto, oído y
sentido. Las palabras escritas en los diarios no son una mera rendición de
cuentas de lo que sucede en la realidad. Son mucho más. Son la confirmación de
que todo cuanto hemos visto sucedió realmente, y sucedió con un lujo de
detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar. El lenguaje del
periodismo futuro no es una simple cuestión de oficio o un desafío estético.
Es, ante todo, una solución ética. Según esa ética: el periodista no es un
agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de
transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de
la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones
secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las
cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.
Cada vez que las sociedades han
cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de
manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el
periodismo. Quien lea atentamente la prensa inglesa de los años 60 reencontrará
en ella la esencia de las canciones de los Beatles,
así como en la prensa californiana de esa época se reflejaba la rebeldía y el
heroísmo anárquico de los beatniks o
la avidez mística de los hippies. En
el gran periodismo se puede siempre descubrir y se debe descubrir, cuando se
trata de gran periodismo, los modelos de realidad que se avecinan y que aún no
han sido formulados de manera consciente. Pero el periodismo no es un partido
político ni un fiscal de la república. En ciertas épocas de crisis, cuando las
instituciones se corrompen o se derrumban, los lectores suelen asignar esas
funciones a la prensa sólo para no perder todas las brújulas. Ceder a cualquier
tentación paternalista puede ser fatal, sin embargo. El periodista no es un
policía ni un censor ni un fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo:
acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo.
Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos
mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los
hechos. Responder a ese desafío entraña una enorme responsabilidad. Ningún
periodista podría cumplir de veras con esa misión si cada vez, ante la pantalla
en blanco de su computadora, no se repitiera: "Lo que escribo es lo que
soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me lean".
Solo de esa fidelidad nace la verdad. Y de la verdad nacen los riesgos de esta
profesión, que es la más noble del mundo.
Un periodista no es un
novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar
de los novelistas mejores. Un buen reportaje tampoco es una rama de la
literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma
capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos
aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen periódico no debería
estar lleno de grandes reportajes bien escritos, porque eso condenaría a sus
lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no
encuentran todos los días, en los periódicos que leen, un reportaje, un solo
reportaje, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o
como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no
tendrán por qué echarle la culpa a la televisión o al internet de sus
eventuales fracasos, sino a su propia falta de fe en la inteligencia de sus
lectores. A comienzos de los años 60 solía decirse que en América Latina se
leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de
esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de
novelistas como García Márquez y Cortázar por el simple hecho de que
esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos.
Contar la vida, como querían Charles
Danah y José Martí, volver a
narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por
primera vez: esa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y esa
será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a
sus periódicos de siempre.
Oigo repetir que el periodismo
de América Latina está viviendo tiempos difíciles y sufriendo ataques y
amenazas a su libertad por parte de varios gobiernos democráticos. En las
dictaduras sabíamos muy bien a qué atenemos, porque la fuerza bruta y el
absolutismo agreden con fórmulas muy simples. Pero las democracias cuando son
autoritarias emplean recursos más sutiles y más tenaces, que a veces tardamos
en reconocer. Los tiempos siempre han sido difíciles en América Latina. De esa
carencia podemos extraer cierta riqueza. Los tiempos difíciles suelen obligamos
a dar respuestas rápidas y lúcidas a las preguntas importantes. Cuando Atenas
produjo las bases de nuestra civilización, afrontaba conflictos políticos y
padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por
estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles
imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía
entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se
encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los
reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron
las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon,
de Newton, de Leibniz y de Berkeley.
Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.
Algo semejante está sucediendo
ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más
sumidos estamos sin embargo en el corazón mismo de los grandes procesos de
cambio. En tanto que periodistas, en tanto que intelectuales, nuestro papel, como
siempre, es el de testigos activos. Somos testigos privilegiados. Por eso es
tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los
sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos. Es preciso ponemos
a pensar juntos, es preciso ponemos a narrar juntos. Lo que va a quedar de
nosotros son nuestras historias, nuestros relatos. Es preciso renovar también
las utopías que ahora se están apagando en el cansado corazón de los hombres.
Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo
incapaces de construir una sociedad fundada por igual en la libertad y en la
justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla
debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para
alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado
respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar
ante ese problema de sentido común.
Tengo plena certeza de que el
periodismo que haremos en el siglo XXI será mejor aún del que estamos haciendo
ahora y, por supuesto, aún mejor del que nuestros padres fundadores hacían a
comienzos del siglo XX. Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes
desafíos de siempre. El nuevo desafío es cómo hacerlo a través de relatos
memorables, en los que el destino de un solo hombre o de unos pocos hombres
permita reflejar el destino de muchos o de todos. Hemos aprendido a construir
un periodismo que no se parece a ningún otro. En este continente estamos
escribiendo, sin la menor duda, el mejor periodismo que jamás se ha hecho.
Ahora pongamos nuestra palabra de pie para fortalecerlo y enriquecerlo.”
Tomás Eloy Martínez (1934-2010). Se graduó como licenciado en
Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad Nacional de Tucumán y,
en 1970, obtuvo una Maestría en Literatura en la Universidad de París VII.
Ejerció como crítico de cine
para el diario La Nación entre 1957 y 1961 y fue jefe de redacción del
semanario Primera Plana hasta 1969. Entre este año y 1970 fue corresponsal de la editorial Abril en Europa,
con sede en París. Posteriormente fue director del semanario Panorama y dirigió
el suplemento cultural del diario La Opinión hasta 1975 en que tuvo que partir
al exilio en Caracas, Venezuela, debido a las amenazas de la Triple A.
En Venezuela continuó su labor
periodística como editor del Papel Literario del diario El Nacional y fue
asesor de la Dirección de ese mismo diario. Eloy Martínez fue fundador de El
Diario de Caracas, del que fue director de Redacción. En 1991, participó en la creación del diario
Siglo 21 de Guadalajara, México, que salió durante siete años, hasta diciembre de
1998.
Pudo regresar a Buenos Aires donde
continuó con su intensa vida profesional, sus colaboraciones iban desde formar
parte de la Cooperativa de Periodistas Independientes que editaba la revista El
Porteño hasta la creación del suplemento literario Primer Plano del diario
Página/12 de Buenos Aires, que dirigió hasta agosto de 1995.
Desde 1995 hasta 2009 fue
profesor distinguido de Rutgers, The State University of New Jersey.
Fue columnista permanente de La
Nación de Buenos Aires, El País de Madrid y The New York Times Syndicate.
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