"Carmen está doblada por la cintura, como entregada, como si los pechos que empujan tercamente el entramado de lana negra, y que siempre ha soportado gallardamente la pesasen ahorademasiado. Se ahueca las axilas con disimulo. Dice:
–Parece mentira que para los demás sea hoy un día corriente; un día como otro cualquiera, fíjate. Yo no puedo hacerme a la idea, Mario; me es imposible.
Mario vacila. Teme romper de nuevo su equilibrio. Finalmente dice:
–A todo el mundo le pasa. Todo el mundo pasa por este trance alguna vez, mamá… No sé cómo decirte.
La escasa luz que entra por la ventana llena de sombras el rostro de Carmen. Cuando habla, se le abre, casi en el centro, un hueco aún más oscuro:
–Las cosas no son como antes.
Mario se agarra las rodillas con sus manos morenas, jóvenes y vitales:
–El mundo cambia, mamá, es natural.
–A peor, hijo, siempre a peor.
–¿Por qué a peor? Sencillamente nos hemos dado cuenta de que lo que uno viene pensando desde hace siglos, las ideas heredadas, no son necesariamente las mejores. Es más, a veces no son ni tan siquiera buenas, mamá.
Ella le observa frunciendo el ceño:
–No sé qué quieres decir.
Hablan a media voz. Del tono de Mario transciende un anhelo de aproximación:
–Hay que escuchar a los demás, mamá, eso quiero decir. ¿No te parece significativo, por ejemplo, que el concepto de lo justo coincidiera siempre sospechosamente con nuestros intereses?
La mirada de Carmen es, por momentos, más roma y desconcertada. Por contra, a medida que habla se ensancha la ingenua petulancia de Mario:
–Sencillamente tratamos de abrir las ventanas. En este desdichado país nuestro no se abrían las ventanas desde el día primero de su historia, convéncete.
A Mario le ha subido el color. Está un poco azorado. Para disimularlo, se levanta y vuelve con la cafetera. Gira el botón para apagar el hornillo que en unos segundos se torna color ceniza. Coge dos tazas y el azucarero del vasar. Sirve a su madre, que está inmóvil, los ojos entrecerrados, como si contemplase algo muy distante.
–No os entiendo -murmura, al fin-. Todos habláis en clave como si pretendierais volverme loca. Leéis demasiados libros.
Mario le aproxima la taza:
–Tómatelo -dice autoritariamente-. Tómatelo antes de que se quede frío.
Carmen mueve lentamente el azúcar con la cucharilla y bebe. Al principio sin querer beber, cerrando los labios, como con temor de quemarse, pero cuando comprueba la temperatura, bebe ya francamente. Al concluir, se queda mirando para su hijo, tratando de explicárselo, no ya intelectualmente, sino como simple fenómeno biológico, como una consecuencia de ella:
–No es posible -dice, al cabo-. No es posible que tú seas aquel pequeñín, que cuando empezó a ir al colegio y yo le decía al verle las notas: "¡Este niño es un sabio!", él me decía, "Mamá, yo no soy un sabio; soy un filósofo".
Mario, para vencer su azoramiento, bebe, pero inclina demasiado repentinamente la taza y el café se le derrama por los bordes de la boca. Deja la taza sobre él mármol blanco de la mesa y se limpia precipitadamente con el envés de la mano:
–Déjalo ya -murmura-. Parece como que te complacieras avergonzándonos con nuestras ridículas salidas de niños-prodigio.
Carmen abre los ojos sorprendida; sinceramente sorprendida:
–Otra cosa que no comprendo, palabra -dice- es que reneguéis de los años en que erais más buenos. Tu mismo padre…
Mario se lleva las manos a la cabeza:
–¡Oh! – dice enfáticamente-. ¡Más buenos! ¡Por Dios, mamá! Ya salió nuestro feroz maniqueísmo: buenos y malos -el aroma del café y la atención del auditorio le traslada al Bar Floro, en cuyas mesas platican a diario los del curso y redactan el Boletín "Agora". Se va creciendo. Se inflama. Prende un cigarrillo- ¡los buenos a la derecha y los malos a la izquierda! Eso os enseñaron, ¿verdad que sí? Pero vosotros preferís aceptarlo sin más, antes que tomaros la molestia de miraros por dentro. Todos somos buenos y malos, mamá. Las dos cosas a un tiempo. Lo que hay que desterrar es la hipocresía ¿comprendes? Es preferible reconocerlo así que pasarnos la vida inventándonos argumentos. En este país, desde los Comuneros venimos esforzándonos en taparnos los oídos y al que grita demasiado para vencer nuestra sordera y despertarnos, le eliminamos y ¡santas pascuas! "¡La voz del mal!", nos decimos para sosegarnos. Y, por supuesto, nos quedamos tan a gusto.
Carmen le mira asustada. Sus ojos son planos. Toda su cara es plana ahora. Le explora. Mario comprende que es inútil, que es como pretender que la pared de un frontón succione la pelota y ésta quede adherida a su lisa superficie. El rostro de Carmen es plano como un frontón. Y como un frontón devuelve la pelota en rebotes cada vez más fuertes. Se abre una pausa. Pese a todo, Carmen no se enfurece. Se siente inclinada a la benevolencia. La Doro empieza a rebullir en el cuarto de al lado. El patio de luces se ha llenado de ruidos: rumores de conversaciones somnolientas, arrastrar de latas de basura, entrechocar de loza. Dice Carmen, después de mover obstinadamente la cabeza como tratando de espantar una idea:
–Y tú, hijo ¿has dormido?
Mario apura su café. Cada vez que da una chupada al cigarrillo pone tal avidez que se diría que quiere absorberlo entero:
–No -dice-. Me ha sido imposible. Una cosa rara. Cada vez que lo intentaba parecía que se me hundía el jergón ¿comprendes? Un vértigo. Aquí -se señala con la mano derecha la parte alta del estómago-, es algo así como cuando vas a examinarte y estás esperando que te llamen.
El rostro de Carmen se pone tenso. La flacidez de sus bolsas - papos y ojeras- desaparece:
–¡¡No!! – chilla.
Pero la Doro sale en ese momento de su dormitorio. "Buenos días", dice apagadamente. Al fondo del pasillo suena un portazo.Luego, otro. De inmediato se oye el timbre. Es Valentina. Sus facciones relajadas y ante todo el descaro de su mechón albino, le hacen daño a Carmen. Valentina se acerca y ambas cruzan sus cabezas, primero del lado izquierdo, luego del derecho, y besan formulariamente al aire, al vacío, de forma que una y otra sienten los apagados estallidos de los besos pero no su calor:
–Estarás muerta, Menchu, ¿no es verdad?, ¿No es cierto que ahora lo notas? ¿No has dormido nada, nada?
Carmen no responde. Valentina le apremia. Falta un cuarto de hora para las ocho. Mientras se arregla, llegan Bene y Esther. Parece un té de los jueves. Entre todas la arrastran a la misa de alma. Cuando regresan, la casa es un jubileo. La mente de Carmen conecta con otra etapa anterior que ahora se le antoja remotísima. "No sabes qué impresión me ha hecho." "Tan joven, mujer." "Me he enterado por el periódico; de pura casualidad." Los cantos de su mano derecha se resienten a los primeros apretones. Se inclina, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho. Siente los labios como dormidos, emperezados para besar. Así y todo, besa y besa sin tregua. Esther la lee la necrología de "El Correo". "Descanse en paz el hombre bueno que antepuso…" "Bueno ¿para quién?" "En una época materializada como la nuestra, Mario Diez Collado, dio con sus escritos y con su ejemplo…" "Le retrata, ¿eh?" "Muy sentida." "Lo dicho. Yo espero abajo." "Salud para encomendar su alma." "Tú no tienes la culpa, Carmen. He venido por ti." "Gracias, Josechu, no sabes cuantísimo te lo agradezco." Los bultos tienen hoy los ojos mates y hundidos, como atornillados, pero responden a unos mismos estímulos y son locuaces o lacónicos a rachas. "¿La importa que pase un momento?" "Después debes acostarte, Menchu. Del cuerpo no se debe abusar." "Al contrario." "No está descompuesto; no ha perdido siquiera el color." "Yo espero abajo." Silencio. Mario con su suéter de mezclilla, Menchu y Álvaro, merodean como perdidos entre los grupos. Van y vienen sin encontrar un sitio. "El corazón es muy traicionero, ya se sabe." Suspiros. "A Charo que no la esperes. Se ha quedado con Encarna." "No irás al cementerio ¿verdad? No te lo aconsejo, mona, hazme caso, fíjate que a mí…" "¿Sabes si han dormido bien los niños?" Cada vez suben más bultos y el desagüe parece atascado. "Bertrán, ¿le importa esperar en la calle? Aquí no podemos ni rebullirnos." "De un tirón, hija, felices ellos." "Por favor, Doro, diga a la portera y a toda esa gente que pasen a la cocina." Carmen se inclina, primero del lado izquierdo; luego del derecho y besa al aire, a la nada, tal vez a algún cabello suelto. "Me imagino cómo estarás ¡pobre! Todavía no puedo creerlo." "Salud para encomendar su alma." "Pero si yo misma… Anoche… anteanoche cenó como si tal cosa y leyó hasta las tantas. ¿Cómo iba a imaginar una cosa así?" Los bultos ya no caben, ni aun apretándose, en el despacho y el comedor. Van aglomerándose en el pequeño vestíbulo. "No somos nadie." "A mí estas muertes repentinas me descomponen."' "¿Quiere correrse un poquito?"
Cuando llegan los muchachos de Carón, acrece el dinamismo. Carmen, Mario, Valentina y Esther, van y vienen, abren y cierran, pero algún bulto rezagado, aún retiene a Carmen inoportunamente; "Me he enterado por el periódico; de pura casualidad." "Gracias, Higinio. No sabes cuantísimo te lo agradezco." Higinio Oyarzun se queda en el vestíbulo, junto a Arronde, el boticario. No trae gabán aunque es temprano y todavía hace fresco. Del despacho, cuya puerta está abierta, llegan suspiros y sollozos. "No le había más bueno." "Quién lo iba a decir." "No somos nadie." Higinio Oyarzun observa a Moyano dentro de su barba rabínica. También Arronde le mira de refilón y, luego, se agacha y le dice a Oyarzun tenuemente: "Un revolucionario." "Ja", Oyarzun se ríe o hace que se ríe. Después susurra: "Esas revoluciones me las conozco. Ese quiere quitarme a mí para ponerse él. Revoluciones positivas para uno pero de eficacia general muy limitada. Somos todos unos sinvergüenzas." "El corazón es muy traicionero." "Ni tiempo de confesarse tuvo." "¡Pobrecito!" Moyano ladea un poco la cabeza. Tiene los ojos húmedos y la nuez, sobre el suéter oscuro, sin camisa, le sube y le baja cada vez más deprisa. "Ha muerto un hombre íntegro", le dice a Aróstegui, pero apenas ha terminado de decirlo cuando Oyarzun, aunque no va con él, le replica ásperamente desde atrás, empinando su corta estatura sobre el hombro de Arronde: "¿Integro? ¡Ja! Ese señor no era íntegro por serlo sino para gozarse echándonos en cara a los demás que no lo éramos. Era un Tartufo." Moyano se vuelve fuera de sí: "Nazi asqueroso", dice. Y Oyarzun aparta a Arronde que intenta sujetarlo y vocea ya sin circunloquios: "¡Suelta! ¡A ese tipo le rompo yo la cara! ¡A ese…!"
La cabeza de Vicente asoma por la puerta del despacho:
–¡Chist! – sisea-. Por favor, que sacan el cadáver.
Se hace el silencio. Los muchachos de Carón con el féretro en hombros se abren calle entre los asistentes y detrás, enmarcada por el dintel, se ve un momento a Carmen. No llora. Se estira el suéter de los sobacos y mansamente deja que Valentina la pase un brazo por los hombros y la atraiga hacia sí."
Cinco horas con Mario
Miguel Delibes
Destino, 198025
páginas 287-296
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