31 de maig 2024

la teoría...., fragment 2

 

Verano, 1980

    ” Casi había oscurecido del todo cuando llamaron a la puerta. Y era él, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa con las mangas subidas a la altura de los codos y los primeros botones desabrochados. Como si quisiese recalcar lo diferentes que eran, Isaac parecía relajado y dueño de sí mismo, con una sonrisa deslumbrante.

—Hay fiesta en la plaza, ¿te apuntas?

—¿Fiesta? ¿Ahora? —Miró su reloj.

—Sí, Martín, ahora, ahora. Será divertido. Venga, que vamos a llegar los últimos. Coge las llaves o lo que sea y cambia esa cara que tienes, esa cara de...

—¿De qué? —gruñó.

—De estreñido.

    Martín no respondió, quizá porque estaba ocupado valorando el plan que le proponía Isaac o porque tenerlo delante lo desestabilizaba demasiado y le hacía pensar en aquel beso que le había dado y en la culpa, la traición, la insólita novedad. Lo había meditado a lo largo de los últimos días, buscando entre recuerdos y ecos del pasado, pero no recordaba haber sentido nada parecido por un hombre. Los había conocido atractivos, sí, o de esos con tanta presencia que lo hacían encogerse en respuesta, pero jamás se había comportado de aquella manera: confuso, deslumbrado, desnudo, curioso, vulnerable.

—Dame unos minutos —logró decir.

—Cinco, no más. Te espero al final de la calle.

    Transcurrido el doble de tiempo, lo encontró allí montado en su Vespino. Martín subió detrás y, tras dudar en un par de ocasiones, apoyó una mano en su hombro cuando el otro aceleró bruscamente ¿Era la primera vez que montaba en moto? Sí, estaba seguro de que sí. Contra todo pronóstico, le gustó sentir el viento sacudiendo su rostro y revolviendo el pelo de Isaac. Lo asaltó un pensamiento que nunca había tenido viajando en coche: la certeza de que, mientras ellos se encontraban en movimiento atravesando la noche y las estrellas y la luna redonda, el resto del mundo permanecía cristalizado.

    La plaza del pueblo vibraba cuando ellos llegaron.

    La gente se había vestido con sus mejores galas, el bar estaba rodeado por una barra exterior en la que servían bebidas, y había varias mesas largas llenas de bocadillos que un grupo de mujeres repartían a los que esperaban haciendo cola.

—¡Isaac! —gritó alguien.

—¡A buenas horas, Isaac!

    Los vecinos lo saludaban conforme se adentraron en la multitud. Martín permanecía callado a su lado, fascinado por la familiaridad que desprendía aquel lugar, esa sensación impensable en la ciudad de que todos se conocían y sabían quién era quién; que si la mujer de Paco, el sobrino del alcalde, la tía de la Dolores, los de la pescadería...

—Él se llama Martín. Estamos trabajando juntos en un libro —lo presentó ante un grupo de amigos que lo miraron con interés.

—¡El escritor! —exclamó una chica.

—No soy..., bueno, sí, eso —cedió.

    Cuando la noche llegase a su fin, Martín asumiría que en aquel pueblo nadie recordaría jamás su nombre, porque el mote de «el escritor» cuajó incluso antes de que pudiesen conocerlo. Pero era mejor que otros que oyó con el paso de las horas, como el Sardina o Jaimito, que parecía propio de un chiquillo y pertenecía a un hombre de ochenta años de rostro apergaminado y escaso sentido del humor.

    Martín devoró su bocadillo de lomo con pimientos mientras vagaban por la plaza hablando con los vecinos. Tal como había supuesto, aunque Isaac vivía a las afueras disfrutando de cierta soledad e independencia, se le daba de perlas el arte de socializar. Un halago por aquí para el peinado de la señora, una palmadita en la espalda al policía del pueblo, un chiste y dos trucos de magia para los niños más pequeños...

    ¿Cómo no encariñarse con él? ¿Cómo mantenerse inmune a sus encantos? ¿Cómo ignorar el magnetismo que desprendía a su paso?

—Venga, vamos a tomarnos un chupito de cazalla.

—¿Cazalla? —Martín lo siguió hasta la barra.

—¿No sabes lo que es? ¿Y cómo narices celebráis las cosas en Madrid? —Llamó al camarero por su nombre de pila y alzó dos dedos en alto—. Sabe a anís seco.

    Mientras el hombre les servía la bebida transparente en vasitos minúsculos y alguien subía el volumen de la música que había empezado a sonar en la plaza, contempló la manera en la que Isaac se arremangaba; siempre empezaba por el brazo izquierdo y después el derecho, y lo hacía con firmeza, como si le molestase que la camisa se mostrase tan rebelde. «Quédate quieta ahí, maldición», parecía querer decir.

    Cogió el chupito, se giró y le sonrió.

—¡Por el verano! —exclamó.

    Martín asintió y se lo tragó de golpe. Tosió, como era de esperar. Isaac le rodeó la espalda con un gesto que desde fuera podría parecer tan solo amistoso, casi coloquial, pero él sintió la calidez de la punta de los dedos clavándosele en la piel.

—¿Le pones un vaso de agua? —pidió burlón al camarero.

—Marchando —contestó—. Imagino que no más chupitos.

—Pues ahora que lo dices, sírvenos otros dos. —Martín apoyó el dorso del brazo en la barra y le tendió un billete antes de mirar desafiante a Isaac.

—¿Estás seguro?

—¿Por qué no?

    Isaac reprimió una sonrisa y volvieron a brindar. Después, pidieron un cubata y se sentaron en las sillas de plástico que habían dispuesto alrededor de la plaza tras la cena improvisada. Había grupos de jóvenes y parejas bailando en el centro que se movían con dudosa gracilidad al ritmo de una canción del Dúo Dinámico.

—Venga, Isaac, hijo, saca a mi Susana a bailar —le pidió una señora de cabello repeinado y cuello grueso que pasó por delante — La pobre está loquita por tus huesos, y tú no te dejas atrapar de ninguna manera. No le hagas el feo.

—Pero, Manuela...

—¡Ni peros ni peras!

    Él aguantó la risa cuando Isaac se levantó de la silla y lanzó un suspiro. Lo vio atravesar la plaza hasta la tal Susana, que aguardaba en una esquina sin quitarle los ojos de encima, igual que varias chicas más a su alrededor. Martín fue a por el segundo cubata cuando después le tocó el turno a otra, en esta ocasión rubia y con un vestido corto azul. Se lo tomó a sorbos pequeños mientras Raphael cantaba aquello de «yo te amo con la fuerza de los mares, yo te amo con el ímpetu del viento, yo te amo en la distancia y en el tiempo...». Isaac la hacía girar al ritmo de la música, y ella reía y reía bajo las luces de la plaza y las campanadas de la iglesia, que anunciaban que se acercaba la madrugada.

    Había algo hipnótico en aquel lugar. Quizá era la manera de vivir, que aquellos días festivos fuesen los más importantes del año y que los pasasen todos juntos como una gran familia. Y él se sintió arropado, incluso cuando una joven se acercó para indagar sobre lo que estaba escribiendo. O cuando Pilar, la de la floristería, se empeñó en que bailase con ella a pesar de que existían pocas cosas que a Martín se le pudiesen dar peor. O al notarse acalorado en la noche húmeda y pensar, de pronto, que se sentía lejos, lejísimos, de Madrid y de Candela y de sus hijos...

—Sigues manteniéndote en pie por ti mismo —se burló Isaac por encima de su hombro tras acercarse a él por detrás—. Enhorabuena, chico de ciudad.

—Me subestimas.

—Empiezo a pensar que sí.

    Víctor Manuel sonaba a través de los altavoces con su Solo pienso en ti, y la plaza se llenó de color entre el vuelo de las faldas al ritmo de la melodía.

—Voy a refrescarme a la fuente, ¿vienes?

—Claro. —Martín lo siguió.

    Los sonidos de la fiesta se volvieron amortiguados conforme se alejaron. Giraron a la derecha y luego hacia la izquierda para adentrarse en una calle más estrecha. Isaac siempre iba un paso por delante. La fuente, encajada en la pared de piedra, exhibía la cabeza de un león. Martín se mantuvo en silencio mientras lo veía beber y luego mojarse las manos para pasárselas por la cara, el cuello y el cabello.

—Deja de mirarme así.

—Así ¿cómo? —Sonrió.

—No me tientes, Martín...

    Pero habían ido demasiado lejos.

    Y horas más tarde, cuando Martín rememorase el momento, no recordaría exactamente cómo sucedió, pero sí que los dos acabaron el uno frente al otro al lado de la fuente. También que el rostro de Isaac estaba a centímetros del suyo y le sonreía.

    En esa ocasión no hubo nadie que besase primero, sino un encuentro inevitable a medio camino. El corazón de Martín, lejos de sobresaltarse por el miedo, se apaciguó. Su cuerpo se ablandó para adaptarse al de Isaac, los músculos perdieron rigidez y se oyó gemir en la cavidad de aquella boca que sabía a anís y a lo inalcanzable.

—Van a vernos. Alguien nos verá.

Notó la sonrisa de Isaac en los labios.

—¿Dónde está la gracia, si no?

—Eres un imbécil, ¿lo sabías? —gruñó Martín, pero no se alejó de él. Quería otro beso. Y otro chupito de aquella bebida que quemaba. Y más. Más de aquello que era tan excitante, capaz de romper la simpleza de su vida—. ¿Por qué bailas con esas chicas?

—¿Por qué no? —Se frotó contra él.

Martín quiso insultarlo, abrazarlo, tocarlo.

—¿Piensas casarte con alguna?

—Es evidente que no. —No dejó de sonreír cuando su mano descendió, le apretó la cadera, siguió más abajo hasta rozarle el botón de los pantalones.

—¿Crees que ellas lo saben?

—Lo dudo. Los vecinos de este pueblo son buena gente, pero ven lo que quieren ver. Su concepto de libertad podría caber dentro de una cáscara de nuez.

    Martín estaba a punto de volver a besarlo cuando oyeron pasos y voces. Se separaron, aunque ninguno apartó la mirada del otro. Tres señoras cogidas del brazo se acercaron tambaleantes hacia la fuente sobre sus inestables zapatos de tacón.

—Ay, Isaac, por aquí andas —dijo una de ellas—. Tienes a la mitad del pueblo suspirando por ti. A ver si vas pensando en sentar la cabeza.

    Y ellos se echaron a reír ante la mirada confusa de las mujeres cuando Isaac contestó que él era más de volar de flor en flor como las abejas. Luego, se encendió un cigarrillo, le pasó un brazo por los hombros a Martín y se alejaron.

    Horas más tarde, bien entrada la madrugada y tras varias tandas de chupitos, tuvieron que dejar la moto aparcada cerca de la plaza y regresar a pie. Los dos fumaban. De vez en cuando se reían, alzaban la vista al cielo cuajado de estrellas, se besaban en algún rincón como si deseasen que todo el mundo los viese hacerlo. Martín, delante de la puerta de la casa de su jefe, encontró las llaves al tercer intento. Isaac tenía las manos metidas en los bolsillos y se balanceaba adelante y atrás cuando preguntó:

—Entonces, ¿nos vemos mañana?

—Sí, mañana.

—Vale.

—Vale.

    Durante el resto de su vida, cuando Martín tuviese que evocar el erotismo, siempre regresaría a ese instante. La sutil manera en la que Isaac coló tres dedos en su cinturón marrón y tiró de él con suavidad para darle un beso fugaz, de esos tan etéreos que al amanecer uno duda sobre si realmente han existido.”

La teoría de los archipiélagos
Alice Kellen
Planeta, 2022
páginas: 163-173

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