"Pasé una parte de mi vida, o una o varias de
mis vidas, queriendo irme de los lugares donde estaba, y ahora, cuando el
tiempo corre tan aprisa, lo que más deseo es permanecer, instalarme
duraderamente en las ciudades que me gustan, tener un sentimiento tranquilo de
costumbre y de veteranía, como el que disfruto cuando pienso en todos los años
que tú y yo llevamos juntos. Nunca, salvo cuando era niño, me ha tentado
coleccionar nada, pero me gusta guardar entre las páginas de los cuadernos o de
los libros los testimonios vulgares y valiosos de un momento preciso, cajas de
cerillas con el nombre de un restaurante, entradas, billetes de autobús,
cualquier documento mínimo que atestigüe una fecha y una hora, nuestra
presencia en un sitio, el itinerario breve de un viaje. No tengo apego por las
cosas, ni siquiera por los libros o los discos, pero sí por los lugares en los
que he conocido la misteriosa exaltación de lo mejor de mí mismo, la plenitud
de mis deseos y de mis afinidades, y lo que quisiera atesorar como un
coleccionista avaricioso y obsesivo son los instantes, las horas enteras, los
minutos que pasé escuchando una cierta música o mirando pinturas en las salas
de un museo, el gusto de caminar contigo una tarde por la orilla del Hudson
mientras el sol enciende de oro y de cobre los cristales de los rascacielos y
esa luz queda luego en una fotografía, la inquietud de aventura y de
incertidumbre que nos fue ganando esa penúltima mañana en Nueva York según
veíamos deslizarse tras la ventanilla de un autobús las últimas casas opulentas
del Upper East Side, los primeros descampados y bloques en ruinas de Harlem.
Hay una tendencia
en los días últimos de cualquier viaje a permanecer nublados y como
enrarecidos, a contaminarse de la extrañeza de quien se va a ir y subrayarla de
grisura. Según subíamos hacia el norte iban quedando menos pasajeros en el
autobús, y de una manera gradual, casi imperceptible, desaparecían las caras
blancas y sajonas, y en vez de ancianas muy pálidas y de aire quebradizo había
madres muy jóvenes con bebés en brazos o niños muy pequeños, negras o hispanas,
señoras gordas con el pelo teñido de rubio, las uñas largas y el habla
deslenguada del Caribe, abuelas negras que permanecían en sus asientos con una
majestad de matronas etíopes y que al levantarse cuando llegaba su parada se
movían con mucha dificultad, oscilando paso a paso sobre sus enormes zapatillas
deportivas, los cuerpos desproporcionados y torcidos, como afectados por una
dolorosa enfermedad de los huesos. Y a medida que los pasajeros del autobús
dejaban de ser blancos también cambiaba la ciudad tras la ventanilla, se volvía
más ancha y más vacía, deteriorada, más pobre, con menos tráfico, con pocos
escaparates en las aceras casi desiertas, disgregándose en amplitudes
despobladas, en perspectivas de solares cercados por alambradas y con edificios quemados o en ruinas al fondo, solares de casas derribadas de
las que tal vez quedaba en pie todavía un muro con los huecos de las ventanas
tapados por tablones en aspa, siniestros como tachaduras. De vez en cuando
pasábamos por un tramo de calle en el que por algún motivo perduraba una sombra
de vida vecinal, una acera y una fila de casas salvadas del abandono, con una
tienda de aire modestamente próspero en la esquina y hombres solitarios sentados en los escalones, con madres jóvenes que llevaban
a niños pequeños de la mano y macetas de
geranios en alguna ventana. Hacía muchas paradas que se habían bajado del
autobús los últimos turistas, los que iban a los museos de la parte alta, el
Metropolitan o el Guggenheim, y ya no veíamos a
nuestra izquierda las arboledas de Central Park, coronadas a lo lejos por las
torres de apartamentos de West Side Avenue, con sus pináculos como zigurats o
templos de remotas religiones asiáticas o cúpulas o faros de escenografías de
cine expresionista con crestas y gárgolas.
Cruzando por aquellos parajes despoblados el
autobús ya casi vacío iba mucho más rápido, y el conductor de vez en cuando se
volvía para mirarnos o estudiaba nuestra rareza en el retrovisor. Habíamos
pasado junto a una plaza ajardinada a la manera francesa que tenía en el centro
una estatua en bronce de Duke Ellington. El pedestal era como el filo de un
escenario, y Duke Ellington, recto y con smoking, se apoyaba en un piano de
gran cola también fundido en bronce. (Ahora no sé si he visto de verdad o si me
acuerdo que alguien me ha contado que en otro lugar de Nueva York hay una
estatua de Duke Ellington montado a caballo.) Hacía ya más de una hora que
habíamos subido al autobús, en la parada de Union Square. Pero estábamos tan
lejos y habíamos viajado tan despacio que parecía que lleváramos mucho más tiempo,
y tampoco había indicios de que fuéramos a llegar pronto a nuestro destino, la
calle ciento cincuenta y cinco. Extranjeros en la ciudad, ahora lo éramos
doblemente y por añadidura en esos barrios que nunca habíamos visitado, y en
los que no estábamos seguros de encontrar nuestro camino.
La parada de la calle ciento cincuenta y
cinco estaba en la esquina de una avenida muy ancha, con edificios no muy altos
y dispersos, con una sugestión de soledad y de límite acentuada por la grisura
del día, por las tapias bajas de los descampados. No había por los alrededores
nadie a quien preguntarle. Casas pobres, iglesias, tiendas cerradas, una
bandera americana ondeando sobre un edificio de ladrillo con un aire a la vez
desastrado y oficial. De pronto nos ganaba el desánimo y el miedo a habernos
perdido, quizás a encontrarnos de un momento a otro en una zona peligrosa, dos
turistas extranjeros que se distinguen a la legua y no saben dónde están, que
advierten con aprensión que entre los pocos coches que circulan no se ve la
mancha amarillo fuerte de ningún taxi.
Caminamos ahora junto a las tapias de un gran
cementerio que al principio nos pareció un parque o un bosque. Hacia el oeste
se intuyen las vastas lejanías del Hudson, y en una encrucijada, donde termina
el cementerio, se ve al otro lado de la avenida, como una aparición o un
espejismo, el edificio que veníamos buscando, imponente y neoclásico, no menos
raro que nosotros en este paisaje periférico, la sede de la Hispanic Society of
Americ, donde nos han contado que hay cuadros de Velázquez y de Goya, y una
gran biblioteca que nadie visita, porque quién va a venir a este lugar, tan
lejos de todo, en un barrio que desde el sur de Manhattan es fácil imaginar
devastado y peligroso.
Hay una verja, y tras ella un patio con
estatuas, entre dos edificios con cornisas de mármol y columnas, con nombres
españoles tallados a lo largo de la fachada. Hay una enfática estatua ecuestre
del Cid, y en el muro de uno de los edificios un gran bajorrelieve de don
Quijote montado sobre Rocinante, jinete y cabalgadura igualmente derrotados y
esqueléticos. Junto a la puerta de entrada, una mujer de pelo blanco sujeto con
un pasador y aspecto general de abandono fuma un cigarrillo, con esa actitud
entre obstinada y furtiva de los fumadores americanos que han de salir a la
intemperie para aspirar unas caladas, defendiéndose del frío junto a alguna
columna o al abrigo de un ángulo del edificio, dando chupadas rápidas al cigarrillo
y disimulándolo luego, temerosos de la censura de quienes pasan a su lado. La
mujer nos mira un instante, y luego recordaremos los dos que nos impresionaron
sus ojos, que brillaban como ascuas en su cara ajada como detrás de una
máscara, los ojos vivos y fieros de una mujer mucho más joven que su aspecto
físico, una empleada o secretaria americana ya cerca de la jubilación, que vive
sola y no se ocupa mucho de arreglarse, que se corta el pelo de cualquier modo
y lleva jerseys oscuros y pantalones de hombre, zapatos entre ortopédicos y
deportivos, gafas sujetas con una cadenilla, y que se ha quedado tan antigua
que ni siquiera prescindió del hábito de fumar."
Sefarad
Antonio Muñoz Molina
pág. 572-577
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