2 de nov. 2012

realidad y ficción


"La realidad de la ficción", es el título que Antonio Muñoz Molina dio al ciclo de conferencias que nuestro autor dictó en la Fundación Juan March, de Madrid, los días 22: "El argumento y la historia", 24: "El personaje y su modelo",  29: "La mirada y la voz" y 31: "La sombra del lector" de enero de 1991 y de los que extraemos unos fragmentos:

"Yo me eduqué oyendo contar historias a mis mayores, y amé y amo tanto ese oficio y me bastaba de tal modo que nunca tuve tiempo ni ganas de reflexionar sobre él: quería tan sólo que me contaran buenas historias, quería contarlas yo mismo. Como el novelista apócrifo Jacinto Solana, yo me decía que no importa que una historia sea verdad o mentira, sino que uno sepa contarla. Pero hubo un momento, no muy antiguo en mi vida, en que me di cuenta de que en esa pasión podía esconderse un veneno y empecé a recelar parcialmente de ella. Había amado y exaltado siempre la imaginación, pero de pronto no estuve seguro de que mi incondicionalidad fuera del todo legítima. Había leído y escrito los libros, escuchado y contado e imaginado las historias, como si ellas bastaran, como si su sola existencia fuera beneficiosa, pero empecé a advertir sus efectos secundarios, y a sospechar que no siempre me habían hecho bien.
Y fue a partir de entonces cuando hice o intenté hacer, de manera desordenada y más bien instintiva, un análisis de la vinculación no sólo entre mi vida y la literatura, sino entre la realidad y la ficción: en qué medida y por qué lo real puede importarnos menos que lo imaginario, por qué caminos una rigurosa invención se vuelve verdadera, qué hay en el interior de una experiencia vulgar que lo convierte de pronto en el punto de partida para una narración memorable.
No se trata de una sofisticada preocupación literaria, sino de un estupor tan compartido que se trasluce en el habla común. Cuando ocurre algo inesperado o sorprendente decimos que nos parece mentira. Oímos hablar de un amor de novela, de una casa de película, de personajes de la literatura o del cine que parecen reales. Algunas veces alguien nos dice: «Si yo contara mi vida sería una novela».
Si uno se para a pensarlo, una parte muy considerable de las novelas trata de la influencia de las novelas en la vida de los lectores. Algunos de ellos, cuando se encuentran ante un escritor, lo primero que hacen es preguntarle qué parte de verdad hay en sus libros, en qué se parece el novelista a los héroes de sus novelas, de dónde procede cierta historia que se relata en alguna de ellas.
La pregunta del lector fascinado y receloso que desea saber en qué medida el novelista ha vivido los hechos que cuenta y en qué se parece a los protagonistas de sus libros tiene mucho que ver con la posición del novelista principiante: ambos creen en el fondo que la legitimidad de la literatura reside en su parecido con lo real, y, como el poeta adolescente, creen que el escritor ha de ser sobre todo sincero.
Puede que el aprendizaje más severo y difícil del novelista sea ése: el modo de manipular la experiencia para convertirla en ficción. En cualquier parte, en nuestra casa, en nuestra vida diaria, en el interior de cada uno de nosotros, existen historias que merecen ser contadas y que pueden convertirse en una magnífica ficción. El escritor no anda a la busca de historias: escribe porque las ha encontrado y está seguro de que vale la pena contarlas.
En el acto de escribir, como en la conciencia diaria de cualquiera, inventar y recordar son tareas que se parecen mucho y que de vez en cuando se confunden entre sí. La memoria está inventando de manera incesante nuestro pasado. La memoria común inventa, selecciona y combina, y el resultado es una ficción más o menos desleal a los hechos, que nos sirve para interpretar las peripecias casuales o inútiles del pasado y darle la coherencia de un destino: dentro de todos nosotros hay un novelista oculto que escribe y reescribe a diario una biografía torpe o lujosamente novelada.
Pero el ejercicio de la ficción no se limita al ámbito del pasado, aunque es cierto que prefiere usar como materiales los que proceden de la memoria más antigua, entre otras cosas porque es la más fragmentaria y la más fácilmente manejable. Hay quien trama sin descanso la novela de su primera infancia, y quien se dedica a la novela de su adolescencia o de su primer amor.
 Los buenos personajes, como las buenas historias, no se buscan: se encuentran, o mejor dicho, se aparecen, se le presentan al escritor como me contaban de niño que se presentaban los fantasmas, sin explicación, sin saber de dónde vienen ni por qué han llegado (….) el escritor verdadero también es cada uno de sus demás personajes, con la misma intensidad y con la misma mentira, y si es escritor no es porque sepa trazar un retrato fiel de sí mismo, sino porque se retrata al inventar y dibujar a otros y porque tiene a veces la extraña cualidad de ser él mismo y ser cualquiera.
La máxima fuente de verdad y mentira que posee el escritor es él mismo: inventando a sus personajes celebra un solitario examen de conciencia, se conoce y se desconoce, descubre recuerdos que ignoraba y facetas de su carácter que por ningún otro camino se le habrían revelado. Se sueña escribiendo, pero no siempre es agradable lo que ve, y algunas veces inventa personajes que van creciendo a costa de rasgos suyos que jamás aceptaría como propios.
Por lo común no es él quien los elige: son como visitantes asiduos que un buen día se instalan en el libro sin pedir permiso a nadie, a veces con timidez y ocupando un pasillo o un desván, y otras con un descaro que los lleva a tomar posesión de las mejores habitaciones de la casa. Los hay de dos tipos: los que aparecen cuando el edificio ni siquiera está construido y se instalan confortablemente en el solar vacío y los que llegan a mitad de las obras y dan órdenes a los albañiles y hasta nos obligan a modificar los planos para ofrecerles un alojamiento adecuado.(…)
A nosotros el acto de escribir nos parece sagrado, y por eso veneramos a nuestros escritores preferidos y buscamos con avaricia sus palabras exactas. Pero una gran parte de las mejores historias que se han inventado y contado en el mundo no tienen un autor conocido, y muchos de los más grandes narradores eludieron o desdeñaron el acto de escribir. (…)
Hace muchos años que nos alejamos de la infancia y el mundo en el que las voces eran las depositarías soberanas de la ficción se ha extinguido; pero a pesar de todo, nosotros, lectores cultos que nos decimos en silencio las palabras escritas, lo que buscamos es escuchar una voz o una sucesión de voces que se entrelacen en nuestra imaginación como los sonidos de la música. Simétricamente, la tarea del escritor es encontrar la suya y aprender a usarla, y también oír las voces de los otros y hacer que suenen en las palabras de sus personajes. (…) Pero la voz soberana, la que instaura y cuenta la ficción, desaparece en ocasiones o se difumina en otras voces, de tal modo que es posible que nos pase desapercibida, que no lleguemos a notarla."

Antonio Muñoz Molina

"Al inventar uno tiene la vana creencia de que se apodera de los lugares y las cosas, de la gente acerca de la que escribe: en mi cuarto de trabajo, bajo la luz de la lámpara, que ilumina mis manos y el teclado, el ratón, la concha cuyas acanaladuras me gusta acariciar distraídamente con las yemas de los dedos, la postal de la niña de Velázquez, puedo tener la sensación de que nada de lo que invento o recuerdo está fuera de mí, de este espacio cerrado. Pero los lugares existen aunque yo no esté en ellos y aunque no vaya a volver, y las otras vidas que viví y los hombres que fui antes de llegar a ser quien soy contigo quizás perduran en la memoria de otros, y en este mismo momento, a seis horas y seis mil kilómetros de distancia de este cuarto, la niña  que me mira desde la pálida reproducción de una postal mira y sonríe levemente en un lienzo verdadero y tangible, pintado por Velázquez hacia 1640, llevado a Nueva York hacia 1900 por un multimillonario americano, colgado en un gran salón medio en penumbra de un museo que visita muy poca gente. Quién sabe si ahora mismo, cuando en Nueva York son las dos y cuarto de la tarde y aquí empieza un anochecer de diciembre, habrá alguien mirando la cara de esa niña, alguien que advierta o reconozca en sus ojos oscuros la melancolía de un largo destierro."

Sefarad
Antonio Muñoz Molina
pág. 592-593

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