12 de nov. 2012

moonlight

Ralph Albert Blakelock


Ralph Blakelock va néixer a Nova York el 15 d'octubre de 1847. Entre els anys 1869 i 1972, va viatjar sol per tot l'oest americà, passant llargues estades entre les tribus d'indis americans. 
De formació autodidacta, va ser un gran paisatgista i pintor d'escenes de la vida quotidiana dels indígenes.

Casat el 1877 amb Cora Rebecca Bailey, van tenir nou fills. La família va patir múltiples penalitats econòmiques, vivint pràcticament en la pobresa. 
El 1891 va patir la seva primera crisi nerviosa. L'any 1899, va patir una crisi molt violenta, i va ser internat a l'asil estatal de Middletown, Nova York.  A partir d'aquest moment es va passar els vint anys restants de la seva vida en institucions mentals.

El 1916, un dels seus paisatges es va vendre en una subhasta per 20.000 dòlars, establint un rècord per la venda d'una pintura d'artista viu als Estats Units. Va morir el 9 d'agost de 1919.

Moonlight,  1885 (Ralph Balkelock)
Oli sobre llenç
68,7 x 81, 3
Brooklyn Museum (Nova York)

"(..) Luego llegué a Luz de luna, el objetivo de mi extraño y complicado viaje, y en ese primer momento no pude evitar sentirme decepcionado. No sabia qué era lo que esperaba -algo grandioso, quizá, una chillona exhibición de superficial brillan­tez- pero ciertamente no el sombrío cuadrito que tenía ante mí. Medía sólo sesenta y siete por ochenta centímetros y a primera vista parecía casi carente de color: marrón oscuro, verde oscuro, un mínimo toque de rojo en una esquina. No había duda de que estaba bien ejecutado, pero no contenía nada de la intensa espec­tacularidad que yo había supuesto atraería a Effing. Tal vez mi decepción no era tanto debida al cuadro como a mí mismo por haber interpretado mal a Effing. Se trataba de una obra profunda­mente contemplativa, un paisaje de introspección y calma, y me sentía confuso al pensar que aquel cuadro hubiera podido decirle algo al loco de mi jefe.
Traté de apartar a Effing de mi mente, luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar el cuadro con mis propios ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo -el centro matemático exacto, me pareció- y este pálido disco blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término habla dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto que él y el contraste le hacia parecer enano, insignificante. Él y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible. La pintura brillaba a través de las agrietadas capas de barniz que cubrían la superficie con una intensidad antinatural, y cuanto más me adentraba hacia el horizonte, más luminoso se volvía ese resplandor, como si allí fuera de día y las montañas estuvieran iluminadas por el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver otras cosas raras en el cuadro. El cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente verdosa. Salpica­do por los bordes amarillos de las nubes, se arremolinaba en torno al árbol grande en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma de espiral, un vórtice de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Cómo podía ser verde el cielo?, me pregun­té. Era del mismo color del lago, y eso no era posible. Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasia­do diestro para no saber eso. Pero si no había intentado represen­tar un paisaje real, ¿qué era lo que se había propuesto? Hice todo lo que pude por imaginármelo, pero el verde del cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color que la tierra, una noche que parecía el día y todas las formas humanas empequeñecidas por la grandeza del paisaje, sombras ilegibles, simples ideogramas de vida. No quería hacer juicios simbólicos atrevidos, pero, basándo­me en la evidencia del cuadro, no parecía tener alternativa. A pesar de su pequeñez en relación con el entorno, los indios no revelaban ningún temor ni ansiedad. Estaban cómodamente sen­tados, en paz consigo mismos y con el mundo, y cuanto más pensaba en ello, más me parecía que esa serenidad dominaba el cuadro. Me pregunté si Blakelock no habría pintado el cielo verde para poner de relieve esa armonía, para mostrar la conexión entre el cielo y la tierra. Si los hombres pueden vivir cómodamente en su entorno, parecía decir, si pueden aprender a sentirse parte de las cosas que les rodean, entonces quizá la vida en la tierra estará imbuida de un sentimiento de santidad. Naturalmente, era sólo una suposición, pero se me ocurrió que Blakelock habla pintado un idilio norteamericano, el mundo que los indios habían habita­do hasta que apareció el hombre blanco para destruirlo. La placa que había en la pared decía que el cuadro había sido pintado en 1885. Si la memoria no me fallaba, eso era justo a la mitad del periodo entre el Último Baluarte de Custer y la masacre de Wounded Knee; en otras palabras, al final, cuando ya era dema­siado tarde para conservar la esperanza de que ninguna de estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este cuadro quería represen­tar todo lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era un monumento, una canción fúnebre para un mundo desaparecido."

El palacio de la luna
Paul Auster
pág: 176-179



Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada