Ralph Albert Blakelock |
Ralph
Blakelock va néixer a Nova York el 15 d'octubre de 1847. Entre els anys 1869 i
1972, va viatjar sol per tot l'oest americà, passant llargues estades entre les
tribus d'indis americans.
De formació autodidacta, va ser un gran paisatgista i
pintor d'escenes de la vida quotidiana dels indígenes.
Casat el 1877 amb Cora Rebecca Bailey, van tenir nou fills. La família va patir múltiples
penalitats econòmiques, vivint pràcticament en la pobresa.
El 1891 va patir la
seva primera crisi nerviosa. L'any 1899, va patir una crisi molt violenta, i va
ser internat a l'asil estatal de Middletown, Nova York. A partir d'aquest
moment es va passar els vint anys restants de la seva vida en institucions
mentals.
El 1916, un
dels seus paisatges es va vendre en una subhasta per 20.000 dòlars, establint
un rècord per la venda d'una pintura d'artista viu als Estats Units. Va morir
el 9 d'agost de 1919.
Moonlight, 1885 (Ralph Balkelock)
Oli sobre llenç
68,7 x 81, 3
Brooklyn
Museum (Nova York)
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"(..) Luego llegué a Luz de luna, el
objetivo de mi extraño y complicado viaje, y en ese primer momento no pude
evitar sentirme decepcionado. No sabia qué era lo que esperaba -algo grandioso,
quizá, una chillona exhibición de superficial brillantez- pero ciertamente no
el sombrío cuadrito que tenía ante mí. Medía sólo sesenta y siete por ochenta
centímetros y a primera vista parecía casi carente de color: marrón oscuro,
verde oscuro, un mínimo toque de rojo en una esquina. No había duda de que
estaba bien ejecutado, pero no contenía nada de la intensa espectacularidad
que yo había supuesto atraería a Effing. Tal vez mi decepción no era tanto debida
al cuadro como a mí mismo por haber interpretado mal a Effing. Se trataba de
una obra profundamente contemplativa, un paisaje de introspección y calma, y
me sentía confuso al pensar que aquel cuadro hubiera podido decirle algo al
loco de mi jefe.
Traté de apartar a Effing de mi mente,
luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar el cuadro con mis propios
ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo -el
centro matemático exacto, me pareció- y este pálido disco blanco iluminaba todo
lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande
con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término
habla dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre
las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía
haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil
distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o
seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del
árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que
miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus
pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto
que él y el contraste le hacia parecer enano, insignificante. Él y su caballo
no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En
la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las
sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas
del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad
que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida,
tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra
hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de
estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente
levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso
que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el
cielo parecía demasiado visible. La pintura brillaba a través de las agrietadas
capas de barniz que cubrían la superficie con una intensidad antinatural, y
cuanto más me adentraba hacia el horizonte, más luminoso se volvía ese
resplandor, como si allí fuera de día y las montañas estuvieran iluminadas por
el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver otras cosas raras en el cuadro. El
cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente verdosa. Salpicado
por los bordes amarillos de las nubes, se arremolinaba en torno al árbol grande
en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma de espiral, un vórtice
de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Cómo podía ser verde el cielo?,
me pregunté. Era del mismo color del lago, y eso no era posible. Excepto en la
negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre
diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasiado diestro para no saber
eso. Pero si no había intentado representar un paisaje real, ¿qué era lo que
se había propuesto? Hice todo lo que pude por imaginármelo, pero el verde del
cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color que la tierra, una noche que
parecía el día y todas las formas humanas empequeñecidas por la grandeza del
paisaje, sombras ilegibles, simples ideogramas de vida. No quería hacer juicios
simbólicos atrevidos, pero, basándome en la evidencia del cuadro, no parecía
tener alternativa. A pesar de su pequeñez en relación con el entorno, los
indios no revelaban ningún temor ni ansiedad. Estaban cómodamente sentados, en
paz consigo mismos y con el mundo, y cuanto más pensaba en ello, más me parecía
que esa serenidad dominaba el cuadro. Me pregunté si Blakelock no habría
pintado el cielo verde para poner de relieve esa armonía, para mostrar la
conexión entre el cielo y la tierra. Si los hombres pueden vivir cómodamente en
su entorno, parecía decir, si pueden aprender a sentirse parte de las cosas que
les rodean, entonces quizá la vida en la tierra estará imbuida de un
sentimiento de santidad. Naturalmente, era sólo una suposición, pero se me
ocurrió que Blakelock habla pintado un idilio norteamericano, el mundo que los
indios habían habitado hasta que apareció el hombre blanco para destruirlo. La
placa que había en la pared decía que el cuadro había sido pintado en 1885. Si
la memoria no me fallaba, eso era justo a la mitad del periodo entre el Último
Baluarte de Custer y la masacre de Wounded Knee; en otras palabras, al final,
cuando ya era demasiado tarde para conservar la esperanza de que ninguna de
estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este cuadro quería representar todo
lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era un monumento, una canción
fúnebre para un mundo desaparecido."
El palacio de la luna
Paul Auster
pág: 176-179
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