Vespres Literaris vuelve a Stefan Zweig.
En enero de 2017 el
grupo leyó y debatió sobre “Los ojos del
hermano eterno”, una novela breve
sobre la “historia de Virata, a quien su pueblo enaltecía con los cuatro
nombres de la virtud pero de quien nada hay escrito en las crónicas de los soberanos
ni en los libros de los sabios, y cuya memoria los hombres han olvidado”. Escrito como una leyenda oriental, situado antes
de los tiempos de Buda, narra la vida de Virata, hombre justo y virtuoso, el
juez más célebre del reino, que decide un día experimentar el efecto de los
castigos que impone, dentro de su jurisdicción,
Esta nueva temporada
la inaugura el autor austriaco, con la
novela tardía e inacabada Clarissa, y es que nuestro autor de este mes está
de moda. Desde el año 2014 se han publicado en España unos cuarenta títulos
entre obras de Zweig o referidas a la vida y obra del mismo, tal es el interés por
el autor de Momentos estelares de la
humanidad, que en el primer semestre de este año se han publicado seis
títulos más a sumar a los publicados en los cinco años anteriores.
¿Por qué este
interés por un autor olvidado? y que, en
palabras de Rafael Argullol, : “[Fue] Tremendamente popular en la Europa de
entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda
contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las
plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con
frecuencia veíamos Veinticuatro horas de
la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de
nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor
que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el
siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el
inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando
un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus
interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.” (el
subrayado es mío).
¿Es un autor
necesario Zweig hoy, en estos tiempos y en las circunstancias que nos han
tocado vivir? La lectura de Clarissa tal
vez nos arroje luz sobre esta cuestión, mientras tanto, un librito ilustrado muy
breve (apenas 50 hojas), nos puede arrojar luz sobre la personalidad y la obra
de nuestro autor:
Afegeix la llegenda |
Stefan Zweig, la tinta violeta
Jesús Marchamalo
Ilustrador: Antonio Santos
Editorial
Nórdica, 2019
páginas: 48
(fragmento)
“Escribía con una letra pulcra,
redonda y firme. Una caligrafía cuidada, tinta violeta, en folios y cuartillas
de papel grueso que tenían en el encabezado un monograma con sus iniciales, S,
Z, convertidas en sello, en divisa.
Era educado, cortés, mirada
inquieta, y en su rostro, tez clara y gesto relamido, destacaba un flequillo
lacio sobre la frente y el bigote poblado, grave, de una formalidad administrativa.
Vestía con frecuencia traje
oscuro, zapatos relucientes, camisas de un blanco inmaculado y corbatas en las
que siempre brillaba un alfiler con una perla.
Nació en Viena, pocos días antes
del trágico incendio del Ringtheatre. El 7 de diciembre de 1881, durante la
representación de la ópera de Offenbach Los cuentos de Hoffmann, hubo un escape
de gas en las candilejas: una explosión apagada, un fogonazo apenas, tras el
que aparecieron llamas, al principio inocentes, cautelosas, que se extendieron
por el entarimado y acabaron creciendo convertidas en un monstruo voraz.
Alimentado por los densos
cortinajes, el terciopelo rojo, los crespones con los colores patrios que colgaban
airosos de los palcos, el fuego saltó, ya desbocado, a la platea, y ardieron
faldas de encaje y camisas de blonda; se consumieron en pavesas oscuras las
corbatas de lazo, los pañuelos de hilo; prendieron las chisteras, el satén,
mientras un humo negro, denso, se adueñaba del aire convertido en cortina
irrespirable.
Murieron más de cuatrocientas
personas y hubo miles de heridos. Desde el salón de la casa de los Zweig se veía
la plaza del teatro y asomados a las ventanas contemplaron incrédulos cómo el
fuego consumía el edificio casi hasta los cimientos.
Ese fue el primer recuerdo de
Alfred Zweig, que tenía entonces dos años: el caos y los heridos, los coches de
bomberos, las llamas amarillas, enormes y en apariencia vivas, reflejadas en
los cristales de su casa, tétricas a lo lejos, mientras su hermano Stefan
dormía plácidamente en la cuna y a su lado la nodriza, Margarete, canturreaba.
Los Zweig, una familia judía
acomodada. El padre, Moritz o Moriz, largas patillas, quevedos, pelo
ensortijado partido milimétricamente en dos por una raya, fue un exitoso empresario
dedicado al comercio textil. Alto, delgado, culto, presumía de no haber
solicitado nunca un crédito, de que a su nombre jamás se hubiera emitido un
pagaré, de no haber contraído deudas en la vida. La madre, Ida Brettauer, hija
de un banquero, refinada, políglota, la reina de la casa, fue perdiendo oído
después de su segundo parto y acabó llevando una trompetilla a los conciertos,
a las conversaciones de café, a las veladas en el salón de casa, mundanas,
relucientes —manteles de hilo, cubertería y copas de cristal—, a las que
acudían amigos artistas, abogados, industriales de pompa y circunstancia.”
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