7 d’ag. 2019

toni morrison




Toni Morrison, escritora.
1931-2019
Premio Pulitzer 1988
Premio Nobel de Literatura 1993
Obra:  The Bluest Eye, 1970;  Sula, 1973;  Song of Solomon, 1977;  Tar Baby, 1981;  Beloved, 1987;  Jazz, 1992;  Paradise, 1997;  Love, 2003;  A Mercy, 2008;  Home, 2012;  God help the child, 2015.

Paradise, fragment

“La historia es la siguiente: mi abuelo fue al colegio un solo día en toda su vida para decirle al maestro que no volvería porque tenía que trabajar. Su hermana mayor, dijo, le enseñaría a leer. Era uno de los detalles que aparecían en el relato de la historia de la familia, pero no tardé mucho en preguntarme dónde podría encontrarse ese «colegio». Mi abuelo había nacido en 1864, un año después de la Proclamación de Emancipación. A mediados del siglo XIX, en la Alabama rural, ¿dónde podría estar situada esa escuela? ¿En el sótano de una iglesia? ¿Bajo los árboles de un bosque? ¿Quién podría ser ese maestro tan osado? El lugar tendría que estar oculto porque se ponían trabas, incluso violentas, a la educación de los negros en general y a la enseñanza de la lectura en particular, y en gran parte del sur había sido ilegal enseñar a leer a los afroamericanos. La ley de Virginia de 1831 resulta representativa y reveladora: «Cualquier persona blanca que reúna a los negros libres para enseñarles a leer o a escribir será objeto de una multa de hasta cincuenta dólares y podrá ser encarcelada por un período inferior a los dos meses». «Por lo cual, se promulga que si un blanco, a cambio de una cantidad de dinero, congrega a esclavos para enseñarles a leer o a escribir, será multado por cada uno de los delitos a discreción de la justicia...» con una cantidad comprendida entre los diez y los cien dólares. En definitiva, no era posible enseñar sin castigo a los negros, libres o esclavos, pagando o sin pagar. Sin duda, cualquier maestro o maestra conocía los riesgos que corría.
Sin embargo, la hermana de mi abuelo consiguió su objetivo y, contra todo pronóstico, este terminó aprendiendo. La siguiente pregunta es cómo pudo poner en práctica esas habilidades. ¿Qué libros tenía a mano? ¿Había algún libro en la pobre granja de Greenville, Alabama? Poco probable. ¿Alguna biblioteca? Por supuesto que no. Sin embargo, sí tenía a mano un libro: la Biblia. Supongo que por ese motivo, entre otras hazañas legendarias, mi abuelo alardeaba de haber leído entera cinco veces, de cabo a rabo, la versión del rey Jacobo.
Mi familia valoraba la importancia de leer y escribir, no solo por la información y el placer que podría proporcionar, sino también como gesto de desafío político, puesto que históricamente se había puesto un gran empeño en impedirnos el acceso al aprendizaje. Mi madre se apuntó a la Literary Guild en los años cuarenta. Estábamos suscritos a periódicos dedicados exclusivamente a noticias y opiniones relacionadas con el mundo afroamericano: los ejemplares de The Pittsburgh Courier y el Cleveland Call and Post, tras pasar por numerosos lectores y lecturas, terminaban hechos jirones. Igual que otros periódicos étnicos, los nuestros suscitaban debates, preguntas y comentarios apasionados. Nos volcábamos sobre la obra de J. A. Rogers, Las almas del pueblo negro de Du Bois y cualquier obra que nos confortara e informara sobre el hecho de ser negro en Estados Unidos.
Así pues, fue inevitable que cuando edité The Black Book, un complejo registro de la vida afroamericana compuesto de recortes procedentes de numerosos coleccionistas, llegara a sentir fascinación por los periódicos antiguos, especialmente los «de color». En ellos se mostraba en fotografías y en letra impresa gran parte de la historia afroamericana: triste, irónica, resistente, trágica, orgullosa y triunfante. Me resultaron especialmente interesantes los impresos en el siglo XIX, cuando mi abuelo vivió los pocos minutos de su vida escolar. Supe entonces que hubo una cincuentena de periódicos negros en el sudoeste de Estados Unidos tras la Emancipación y el violento desplazamiento de los americanos nativos del territorio de Oklahoma. La oportunidad de establecer ciudades negras generó un frenesí tan febril como las ansias de los blancos por ocupar la tierra. Los periódicos «de color» fomentaban ese entusiasmo enfebrecido y prometían una especie de paraíso a los recién llegados: tierras, gobierno propio, seguridad; incluso hubo movimientos en firme para establecer un estado propio.
En relación con estos periódicos me intrigaba un asunto en concreto. Tanto en los titulares como en los artículos destacaba una advertencia clara: «Venid preparados o no vengáis».
Estos avisos contenían dos órdenes implícitas: en primer lugar, si no tienes nada, no vengas. En segundo lugar, esta nueva tierra es una utopía para pocos. Lo que, traducido, equivalía a decir que en el paraíso que estaban construyendo, los antiguos esclavos pobres no eran bienvenidos.
¿Qué podría significar eso para los ex esclavos —refugiados agotados y amenazados— sin recursos? ¿Cómo se sentirían cuando, tras haber recorrido todo el camino, desde las cadenas hasta la libertad, les dijeran: «Esto es el Paraíso, pero no podéis entrar»? También advertí que los dirigentes de las poblaciones que aparecían en las fotografías eran siempre hombres de piel clara. ¿El color de la piel también influía en la separación? ¿Replicaban así el aborrecido racismo de los blancos?
Quise profundizar en estos asuntos explorando el fenómeno inverso: la exclusividad de aquellos que tenían la piel muy negra, la construcción de una forma de «urbanización privada» que negaba la entrada a una raza mixta. Teniendo en cuenta la necesidad de engendrar progenie para perdurar, ¿qué papel tenía el patriarcado y en qué medida el matriarcado podía constituir una amenaza? Para describir y explorar estas cuestiones necesitaba, en primer lugar, examinar la definición de paraíso; en segundo lugar, investigar sobre el poder de la discriminación basada en el color de la piel; en tercero, dar forma dramática al conflicto entre patriarcado y matriarcado, y, por último, alterar el discurso racial indicándolo primero y después borrándolo.
La idea del paraíso ya no se puede imaginar o, mejor dicho, se ha imaginado demasiadas veces, lo que equivale a lo mismo: se ha convertido en algo familiar, comercializado, incluso banal. Históricamente, las imágenes del paraíso en la poesía y en la prosa intentaban describir una idea grandiosa pero accesible, algo situado más allá de la rutina pero abarcable con la imaginación, tan seductor como si fuera un recuerdo. Milton nos habla de «los más hermosos árboles, cargados de las más exquisitas frutas. Flores y frutos brillaban con los reflejos del oro [...] mezclados con alegres colores esmaltados [...] y perfumes nativos». De «la fuente de zafiro de la que manaban los rumorosos arroyos y luego saltaban entre perlas de Oriente y arenas de oro» [...] «El néctar surgía en cada planta y alimentaba flores dignas del Paraíso» [...] «Bosques cuyos árboles destilaban olorosas resinas y bálsamos; otros cuyos frutos, de luciente oro, pendían apetitosos [...] y tenían sabor exquisito. Entre ellos se extendían los prados, con rebaños que pastaban la verde hierba» [...] «Flores de todos los tonos y rosas sin espinas». «Grutas frescas tras parras cubiertas de vides purpúreas en las que crecían exuberantes...»
En el siglo XXI podemos identificar ese territorio beatífico y lujoso como algún tipo de finca cerrada, propiedad de los adinerados y envidiada por los que nada tienen, o bien como uno de esos parques maravillosos que visitan los turistas. En nuestros días, el paraíso de Milton está hasta cierto punto disponible, si no de hecho, al menos como deseo irreprochable. El paraíso moderno tiene cuatro de las características del de Milton: belleza, riqueza, reposo y exclusividad. La eternidad parece haber quedado relegada.
La belleza es una naturaleza benévola y controlable combinada con metales preciosos, mansiones, joyas y adornos.
La abundancia, en un mundo de excesos y avaricia que vuelca los recursos hacia los ricos y fuerza a los demás a la envidia, es un rasgo casi obsceno del paraíso contemporáneo. En un mundo en el que la riqueza se acicala, se alza y se pavonea ante los desposeídos, la mera idea de «abundancia» como utópica debería hacernos temblar. La abundancia no tendría que parecernos una situación exclusivamente paradisíaca, sino algo normal, cotidiano, propio de la vida humana.
El reposo como un descanso del trabajo o de la lucha por obtener lujos o recompensas es algo cada vez menos común en estos tiempos. Es una ausencia de deseo que sugiere un tipo especial de muerte sin morir. El reposo puede sugerir aislamiento, unas vacaciones sin actividad placentera o relajante. En otras palabras, castigo y/o pereza voluntaria.
Sin embargo, la exclusividad sigue siendo un rasgo atractivo del paraíso, incluso irresistible, porque muchos —aquellos que no son dignos— no están en él. Los límites son seguros: ahí están los perros guardianes, los sistemas de seguridad y las puertas para verificar la legitimidad de los habitantes. Proliferan tales enclaves separados de las atestadas zonas urbanas. Así pues, no parece posible ni deseable que una ciudad se conciba —y menos aún que se construya— de modo tal que pueda acomodar a los pobres. La exclusividad no es solo un sueño hecho realidad para los ricos: es un objetivo popular entre la clase media. Se tiene la idea de que las «calles» están ocupadas por los indignos, los peligrosos. Los jóvenes que pasean por las calles son vistos como merodeadores dispuestos a hacer algo malo. El espacio público se controla como si fuera privado. ¿Quién disfruta de un parque, una playa, la esquina de una calle? El término «público» es en sí mismo un tema de debate.”

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