Toni Morrison,
escritora.
1931-2019
Premio Pulitzer 1988
Premio Nobel de
Literatura 1993
Obra: The
Bluest Eye, 1970; Sula, 1973; Song of Solomon, 1977; Tar Baby, 1981; Beloved, 1987; Jazz, 1992;
Paradise, 1997; Love, 2003; A Mercy, 2008; Home, 2012;
God help the child, 2015.
Paradise, fragment
“La historia
es la siguiente: mi abuelo fue al colegio un solo día en toda su vida para
decirle al maestro que no volvería porque tenía que trabajar. Su hermana mayor,
dijo, le enseñaría a leer. Era uno de los detalles que aparecían en el relato
de la historia de la familia, pero no tardé mucho en preguntarme dónde podría
encontrarse ese «colegio». Mi abuelo había nacido en 1864, un año después de la
Proclamación de Emancipación. A mediados del siglo XIX, en la Alabama rural,
¿dónde podría estar situada esa escuela? ¿En el sótano de una iglesia? ¿Bajo
los árboles de un bosque? ¿Quién podría ser ese maestro tan osado? El lugar
tendría que estar oculto porque se ponían trabas, incluso violentas, a la
educación de los negros en general y a la enseñanza de la lectura en
particular, y en gran parte del sur había sido ilegal enseñar a leer a los
afroamericanos. La ley de Virginia de 1831 resulta representativa y reveladora:
«Cualquier persona blanca que reúna a los negros libres para enseñarles a leer
o a escribir será objeto de una multa de hasta cincuenta dólares y podrá ser
encarcelada por un período inferior a los dos meses». «Por lo cual, se promulga
que si un blanco, a cambio de una cantidad de dinero, congrega a esclavos para
enseñarles a leer o a escribir, será multado por cada uno de los delitos a
discreción de la justicia...» con una cantidad comprendida entre los diez y los
cien dólares. En definitiva, no era posible enseñar sin castigo a los negros,
libres o esclavos, pagando o sin pagar. Sin duda, cualquier maestro o maestra conocía
los riesgos que corría.
Sin embargo,
la hermana de mi abuelo consiguió su objetivo y, contra todo pronóstico, este
terminó aprendiendo. La siguiente pregunta es cómo pudo poner en práctica esas
habilidades. ¿Qué libros tenía a mano? ¿Había algún libro en la pobre granja de
Greenville, Alabama? Poco probable. ¿Alguna biblioteca? Por supuesto que no.
Sin embargo, sí tenía a mano un libro: la Biblia. Supongo que por ese motivo,
entre otras hazañas legendarias, mi abuelo alardeaba de haber leído entera
cinco veces, de cabo a rabo, la versión del rey Jacobo.
Mi familia
valoraba la importancia de leer y escribir, no solo por la información y el
placer que podría proporcionar, sino también como gesto de desafío político,
puesto que históricamente se había puesto un gran empeño en impedirnos el
acceso al aprendizaje. Mi madre se apuntó a la Literary Guild en los años
cuarenta. Estábamos suscritos a periódicos dedicados exclusivamente a noticias
y opiniones relacionadas con el mundo afroamericano: los ejemplares de The
Pittsburgh Courier y el Cleveland Call and Post, tras pasar por numerosos
lectores y lecturas, terminaban hechos jirones. Igual que otros periódicos
étnicos, los nuestros suscitaban debates, preguntas y comentarios apasionados.
Nos volcábamos sobre la obra de J. A. Rogers, Las almas del pueblo negro de Du
Bois y cualquier obra que nos confortara e informara sobre el hecho de ser
negro en Estados Unidos.
Así pues, fue
inevitable que cuando edité The Black Book, un complejo registro de la vida
afroamericana compuesto de recortes procedentes de numerosos coleccionistas,
llegara a sentir fascinación por los periódicos antiguos, especialmente los «de
color». En ellos se mostraba en fotografías y en letra impresa gran parte de la
historia afroamericana: triste, irónica, resistente, trágica, orgullosa y
triunfante. Me resultaron especialmente interesantes los impresos en el siglo
XIX, cuando mi abuelo vivió los pocos minutos de su vida escolar. Supe entonces
que hubo una cincuentena de periódicos negros en el sudoeste de Estados Unidos
tras la Emancipación y el violento desplazamiento de los americanos nativos del
territorio de Oklahoma. La oportunidad de establecer ciudades negras generó un
frenesí tan febril como las ansias de los blancos por ocupar la tierra. Los
periódicos «de color» fomentaban ese entusiasmo enfebrecido y prometían una
especie de paraíso a los recién llegados: tierras, gobierno propio, seguridad;
incluso hubo movimientos en firme para establecer un estado propio.
En relación con
estos periódicos me intrigaba un asunto en concreto. Tanto en los titulares
como en los artículos destacaba una advertencia clara: «Venid preparados o no
vengáis».
Estos avisos
contenían dos órdenes implícitas: en primer lugar, si no tienes nada, no vengas.
En segundo lugar, esta nueva tierra es una utopía para pocos. Lo que,
traducido, equivalía a decir que en el paraíso que estaban construyendo, los
antiguos esclavos pobres no eran bienvenidos.
¿Qué podría
significar eso para los ex esclavos —refugiados agotados y amenazados— sin
recursos? ¿Cómo se sentirían cuando, tras haber recorrido todo el camino, desde
las cadenas hasta la libertad, les dijeran: «Esto es el Paraíso, pero no podéis
entrar»? También advertí que los dirigentes de las poblaciones que aparecían en
las fotografías eran siempre hombres de piel clara. ¿El color de la piel
también influía en la separación? ¿Replicaban así el aborrecido racismo de los
blancos?
Quise
profundizar en estos asuntos explorando el fenómeno inverso: la exclusividad de
aquellos que tenían la piel muy negra, la construcción de una forma de
«urbanización privada» que negaba la entrada a una raza mixta. Teniendo en
cuenta la necesidad de engendrar progenie para perdurar, ¿qué papel tenía el
patriarcado y en qué medida el matriarcado podía constituir una amenaza? Para
describir y explorar estas cuestiones necesitaba, en primer lugar, examinar la
definición de paraíso; en segundo lugar, investigar sobre el poder de la
discriminación basada en el color de la piel; en tercero, dar forma dramática
al conflicto entre patriarcado y matriarcado, y, por último, alterar el
discurso racial indicándolo primero y después borrándolo.
La idea del
paraíso ya no se puede imaginar o, mejor dicho, se ha imaginado demasiadas
veces, lo que equivale a lo mismo: se ha convertido en algo familiar, comercializado,
incluso banal. Históricamente, las imágenes del paraíso en la poesía y en la
prosa intentaban describir una idea grandiosa pero accesible, algo situado más
allá de la rutina pero abarcable con la imaginación, tan seductor como si fuera
un recuerdo. Milton nos habla de «los más hermosos árboles, cargados de las más
exquisitas frutas. Flores y frutos brillaban con los reflejos del oro [...]
mezclados con alegres colores esmaltados [...] y perfumes nativos». De «la
fuente de zafiro de la que manaban los rumorosos arroyos y luego saltaban entre
perlas de Oriente y arenas de oro» [...] «El néctar surgía en cada planta y
alimentaba flores dignas del Paraíso» [...] «Bosques cuyos árboles destilaban
olorosas resinas y bálsamos; otros cuyos frutos, de luciente oro, pendían
apetitosos [...] y tenían sabor exquisito. Entre ellos se extendían los prados,
con rebaños que pastaban la verde hierba» [...] «Flores de todos los tonos y
rosas sin espinas». «Grutas frescas tras parras cubiertas de vides purpúreas en
las que crecían exuberantes...»
En el siglo
XXI podemos identificar ese territorio beatífico y lujoso como algún tipo de
finca cerrada, propiedad de los adinerados y envidiada por los que nada tienen,
o bien como uno de esos parques maravillosos que visitan los turistas. En
nuestros días, el paraíso de Milton está hasta cierto punto disponible, si no
de hecho, al menos como deseo irreprochable. El paraíso moderno tiene cuatro de
las características del de Milton: belleza, riqueza, reposo y exclusividad. La
eternidad parece haber quedado relegada.
La belleza es
una naturaleza benévola y controlable combinada con metales preciosos,
mansiones, joyas y adornos.
La abundancia,
en un mundo de excesos y avaricia que vuelca los recursos hacia los ricos y
fuerza a los demás a la envidia, es un rasgo casi obsceno del paraíso
contemporáneo. En un mundo en el que la riqueza se acicala, se alza y se
pavonea ante los desposeídos, la mera idea de «abundancia» como utópica debería
hacernos temblar. La abundancia no tendría que parecernos una situación exclusivamente
paradisíaca, sino algo normal, cotidiano, propio de la vida humana.
El reposo como
un descanso del trabajo o de la lucha por obtener lujos o recompensas es algo
cada vez menos común en estos tiempos. Es una ausencia de deseo que sugiere un
tipo especial de muerte sin morir. El reposo puede sugerir aislamiento, unas
vacaciones sin actividad placentera o relajante. En otras palabras, castigo y/o
pereza voluntaria.
Sin embargo,
la exclusividad sigue siendo un rasgo atractivo del paraíso, incluso
irresistible, porque muchos —aquellos que no son dignos— no están en él. Los
límites son seguros: ahí están los perros guardianes, los sistemas de seguridad
y las puertas para verificar la legitimidad de los habitantes. Proliferan tales
enclaves separados de las atestadas zonas urbanas. Así pues, no parece posible
ni deseable que una ciudad se conciba —y menos aún que se construya— de modo
tal que pueda acomodar a los pobres. La exclusividad no es solo un sueño hecho
realidad para los ricos: es un objetivo popular entre la clase media. Se tiene
la idea de que las «calles» están ocupadas por los indignos, los peligrosos.
Los jóvenes que pasean por las calles son vistos como merodeadores dispuestos a
hacer algo malo. El espacio público se controla como si fuera privado. ¿Quién
disfruta de un parque, una playa, la esquina de una calle? El término «público»
es en sí mismo un tema de debate.”
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