Fotografía ULLSTEIN BILD / GETTY
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Stefan Zweig, el triunfo de la
perfección sobre el caos
Artículo de Lola Moreno aparecido en El
Viejo Topo el 22 de febrero de 2019
(extracto)
(…)
“ En la obra de ficción de Stefan
Zweig (Viena, 28 de
noviembre de 1881 – Petrópolis, 22 de febrero de 1942) hay verdad y belleza
como supremo ejemplo del ideal platónico de la creación, elevación estilística
contra el naturalismo, una exquisita sensibilidad, un profundo conocimiento del
ser humano en general, y de la psique femenina en particular, minuciosas e
insuperables descripciones de los estados de ánimo de sus personajes, de
estados del alma, psicoanálisis y teoría de la interpretación de los sueños, como
admirador y amigo de Freud que fue, influencias de, entre otros, Balzac,
Dickens y Dostoievski, poesía… música, en el más amplio sentido de la palabra.
A partir de la obra Epicoene, o la mujer
silenciosa, del poeta y dramaturgo del Renacimiento inglés Ben
Jonson, compuso el libreto
de la ópera La mujer silenciosa (Die schweigsame Frau, 1934), de Richard Strauss. Coetáneo de varios de los más
grandes compositores clásicos, proclamó que el valor más vivo de su presente
fue la gloriosa herencia de la música, y que lo gloriosamente realizado en el
espacio de una manifestación de arte siempre vale para todas las demás.
Y todo ello como maestro
indiscutible de la novela breve, impulsado por su confesa naturaleza de lector
impaciente que no soportaba que le hicieran perder el tiempo con páginas
superfluas. En suma, el grueso de su obra completa rezuma intelectualidad y
sapiencia con mayúsculas. Las de un premio Nobel.
Para Zweig, de todos los
misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación, el arcano
más profundo de nuestro mundo, de naturaleza extraterrenal, a través del cual
lo inmortal se hace visible a nuestro mundo transitorio. Habla entonces de un
milagro llevado a cabo por un ser humano, pues «la máxima virtud del espíritu
humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en un
principio le parece incomprensible».
(…)
Y considera que toda nuestra fantasía y toda
nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de
una obra de arte, el misterio más luminoso de la humanidad. «No estamos en
condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de
reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir,
al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos astros
apagados.»
Stefan Zweig nos dice sobre su
proceso creativo: “En realidad, escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez;
en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo
con todo lo que me dicta el corazón… en cuanto termino de poner en limpio el
primer borrador de un libro, empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que
consiste en condensar y componer, un trabajo del que nunca quedo
suficientemente satisfecho de una versión a otra… Este proceso de condensación
y a la vez de dramatización se repite luego, una, dos o tres veces en las
galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería:
descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no discriminaría la
precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el
de suprimir es en realidad el más divertido.
Así mismo considera sorprendente
el hecho de que poseamos tan pocas confesiones sobre el origen de una obra
artística, y para explicarlo se apoya en el ensayo The
philosophy of composition, de Edgar
Allan Poe, donde este afirma:
«… yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo
en que un autor —si fuera capaz de ello— nos describiera con todos los detalles
cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la
perfección. Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido
entregado al mundo semejante informe».
Y nos ofrece la respuesta a por
qué el artista no nos describe su modo de crear, la experiencia más importante
de su vida. Porque todo proceso creativo verdadero supone un estado apasionado,
una situación de éxtasis, un estado de concentración absoluta que constituye un
elemento ineludible, la verdadera médula del secreto: «El artista sólo puede
crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real».
(…)
Además incide en que no hay que
confundir la inspiración con la creación, de la cual resulta la obra artística.
En que, puesto que sólo somos capaces de comprender lo que se ofrece visiblemente
a nuestros sentidos, la inspiración de un artista tiene que tomar formas
terrenales para resultarnos terrenalmente comprensible.
Y en que sólo podemos intentar
descubrir algo del secreto del artista, acercarnos humildemente al profundo
arcano de sus creaciones, a una parte de cómo se han ido formando las obras que
conocemos y admiramos cual perfectas, mediante la observación de la transición
de la idea a la realización artística en sus trabajos previos, las huellas que
deja en el lugar de su acción al realizar su tarea, las únicas huellas
visibles, «el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de
regreso en ese laberinto misterioso». De ahí la importancia de la conservación
de manuscritos.
En este sentido, a Stefan Zweig
le debemos brillantes, como todo lo suyo, descripciones de dos métodos
enormemente diferentes de componer música, que a su vez precisan de dos estados
de ánimo dispares durante el rapto creador, pero con similar resultado de
genialidad y perfección. En uno, el artista parece asumir una actitud meramente
pasiva durante la creación, de modo que el genio de la inspiración dicta y él
no es más que el escribiente, el instrumento, el ejecutante de una orden
superior: «No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le
basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No
trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar».
Fue el caso de Mozart, en su
opinión «el genio tal vez más grande de la música», de Händel al componer El
Mesías, de Schubert en sus lieder, de Bach, Rossini y Haydn. En el lado opuesto
sitúa a Beethoven, genio de igual rango a Mozart, y a Wagner, con un proceso de
composición mucho más lento y dificultoso, menos divino y mucho más humano.
(…)
Zweig nos explica, como pocos
autores, que en el arte no existe una medida común, que cada artista tiene su
propio método y sus propias dificultades y, en consecuencia, se toma su propio
tiempo: Lope de Vega y Balzac mucho menos que Goethe y Flaubert, como en
pintura Van Gogh menos que Leonardo, y Goya y Frans Hals menos que Holbein y
Durero.
Luego el proceso creativo parte
de la condición previa de la concentración y de dos elementos contrarios, lo
inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano, la
alada inspiración pura o el trabajo consciente y penoso, aunque es cierto que
suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. Y, según Stefan Zweig,
procedan las ideas, en un instante de iluminación, bien de las profundidades de
la naturaleza humana, bien de la altura del cielo, la fórmula verdadera de la
creación artística es inspiración, trabajo, trabajo, trabajo, paciencia,
deleite y tormento. «Cada artista agrega al gran arcano de la creación uno
nuevo: su misterio propio, personal. Las diferencias se hallan en la técnica,
en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintas artistas.»
(…) Para Zweig, la
perfección lo es todo, y todo camino que conduce a ella es acertado. Cada
artista debe ser creador y maestro de su propio arcano. Aquí radica para él el
compromiso ético o moral del artista. «De cada hombre sólo sabemos
verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo.»
(…)
Porque, sobre todas las cosas,
Stefan Zweig creía posible un arte elevado y noble que ha de servir a lo
absoluto.
Existe una fotografía en blanco y
negro, perteneciente a una serie propiedad de Ullstein Bild/Getty, en la que
aparece Stefan Zweig en Ossining (Nueva York), en 1941, a los siete años de su
itinerante exilio huyendo del nazismo y apenas un año antes de su suicidio en
Petrópolis (Río de Janeiro). Como era su costumbre, impecablemente vestido,
camisa blanca, pajarita negra y, en esa ocasión, sin chaqueta, sentado en un
pequeño sillón de mimbre con las piernas cruzadas, mirando de perfil derecho al
horizonte, en el jardín de entrada de una casa cuyo porche principal, con seis
peldaños y sostenido por dos columnas con sendos capiteles de estilo jónico,
aparece de fondo. No resultaría extraño, al menos así me lo imagino yo, que en
ese momento resonara en su cabeza una composición de alguno de los geniales
compositores que vio nacer su amada Austria, algún libreto de ópera suyo o,
simplemente, como había proclamado en el funeral cívico del gran poeta
compatriota y amigo Hugo von Hofmannsthal, «una parte del alma del austríaco es
siempre música».”
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