15 d’ag. 2019

zweig, el perfeccionista

Fotografía ULLSTEIN BILD / GETTY

Stefan Zweig, el triunfo de la perfección sobre el caos
Artículo de Lola Moreno aparecido en El Viejo Topo el  22 de febrero de 2019
(extracto)

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“ En la obra de ficción de Stefan Zweig (Viena, 28 de noviembre de 1881 – Petrópolis, 22 de febrero de 1942) hay verdad y belleza como supremo ejemplo del ideal platónico de la creación, elevación estilística contra el naturalismo, una exquisita sensibilidad, un profundo conocimiento del ser humano en general, y de la psique femenina en particular, minuciosas e insuperables descripciones de los estados de ánimo de sus personajes, de estados del alma, psicoanálisis y teoría de la interpretación de los sueños, como admirador y amigo de Freud que fue, influencias de, entre otros, Balzac, Dickens y Dostoievski, poesía… música, en el más amplio sentido de la palabra. A partir de la obra Epicoene, o la mujer silenciosa, del poeta y dramaturgo del Renacimiento inglés Ben Jonson, compuso el libreto de la ópera La mujer silenciosa (Die schweigsame Frau, 1934), de Richard Strauss. Coetáneo de varios de los más grandes compositores clásicos, proclamó que el valor más vivo de su presente fue la gloriosa herencia de la música, y que lo gloriosamente realizado en el espacio de una manifestación de arte siempre vale para todas las demás.

Y todo ello como maestro indiscutible de la novela breve, impulsado por su confesa naturaleza de lector impaciente que no soportaba que le hicieran perder el tiempo con páginas superfluas. En suma, el grueso de su obra completa rezuma intelectualidad y sapiencia con mayúsculas. Las de un premio Nobel.

Para Zweig, de todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación, el arcano más profundo de nuestro mundo, de naturaleza extraterrenal, a través del cual lo inmortal se hace visible a nuestro mundo transitorio. Habla entonces de un milagro llevado a cabo por un ser humano, pues «la máxima virtud del espíritu humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en un principio le parece incomprensible».
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 Y considera que toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte, el misterio más luminoso de la humanidad. «No estamos en condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir, al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos astros apagados.»

Stefan Zweig nos dice sobre su proceso creativo: “En realidad, escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el corazón… en cuanto termino de poner en limpio el primer borrador de un libro, empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que consiste en condensar y componer, un trabajo del que nunca quedo suficientemente satisfecho de una versión a otra… Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego, una, dos o tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no discriminaría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad el más divertido.

Así mismo considera sorprendente el hecho de que poseamos tan pocas confesiones sobre el origen de una obra artística, y para explicarlo se apoya en el ensayo The philosophy of composition, de Edgar Allan Poe, donde este afirma: «… yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor —si fuera capaz de ello— nos describiera con todos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo semejante informe».

Y nos ofrece la respuesta a por qué el artista no nos describe su modo de crear, la experiencia más importante de su vida. Porque todo proceso creativo verdadero supone un estado apasionado, una situación de éxtasis, un estado de concentración absoluta que constituye un elemento ineludible, la verdadera médula del secreto: «El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real».

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Además incide en que no hay que confundir la inspiración con la creación, de la cual resulta la obra artística. En que, puesto que sólo somos capaces de comprender lo que se ofrece visiblemente a nuestros sentidos, la inspiración de un artista tiene que tomar formas terrenales para resultarnos terrenalmente comprensible.

Y en que sólo podemos intentar descubrir algo del secreto del artista, acercarnos humildemente al profundo arcano de sus creaciones, a una parte de cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas, mediante la observación de la transición de la idea a la realización artística en sus trabajos previos, las huellas que deja en el lugar de su acción al realizar su tarea, las únicas huellas visibles, «el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de regreso en ese laberinto misterioso». De ahí la importancia de la conservación de manuscritos.

En este sentido, a Stefan Zweig le debemos brillantes, como todo lo suyo, descripciones de dos métodos enormemente diferentes de componer música, que a su vez precisan de dos estados de ánimo dispares durante el rapto creador, pero con similar resultado de genialidad y perfección. En uno, el artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación, de modo que el genio de la inspiración dicta y él no es más que el escribiente, el instrumento, el ejecutante de una orden superior: «No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar».

Fue el caso de Mozart, en su opinión «el genio tal vez más grande de la música», de Händel al componer El Mesías, de Schubert en sus lieder, de Bach, Rossini y Haydn. En el lado opuesto sitúa a Beethoven, genio de igual rango a Mozart, y a Wagner, con un proceso de composición mucho más lento y dificultoso, menos divino y mucho más humano.
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Zweig nos explica, como pocos autores, que en el arte no existe una medida común, que cada artista tiene su propio método y sus propias dificultades y, en consecuencia, se toma su propio tiempo: Lope de Vega y Balzac mucho menos que Goethe y Flaubert, como en pintura Van Gogh menos que Leonardo, y Goya y Frans Hals menos que Holbein y Durero.

Luego el proceso creativo parte de la condición previa de la concentración y de dos elementos contrarios, lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano, la alada inspiración pura o el trabajo consciente y penoso, aunque es cierto que suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. Y, según Stefan Zweig, procedan las ideas, en un instante de iluminación, bien de las profundidades de la naturaleza humana, bien de la altura del cielo, la fórmula verdadera de la creación artística es inspiración, trabajo, trabajo, trabajo, paciencia, deleite y tormento. «Cada artista agrega al gran arcano de la creación uno nuevo: su misterio propio, personal. Las diferencias se hallan en la técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintas artistas.»

            (…) Para Zweig, la perfección lo es todo, y todo camino que conduce a ella es acertado. Cada artista debe ser creador y maestro de su propio arcano. Aquí radica para él el compromiso ético o moral del artista. «De cada hombre sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo.»

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Porque, sobre todas las cosas, Stefan Zweig creía posible un arte elevado y noble que ha de servir a lo absoluto.

Existe una fotografía en blanco y negro, perteneciente a una serie propiedad de Ullstein Bild/Getty, en la que aparece Stefan Zweig en Ossining (Nueva York), en 1941, a los siete años de su itinerante exilio huyendo del nazismo y apenas un año antes de su suicidio en Petrópolis (Río de Janeiro). Como era su costumbre, impecablemente vestido, camisa blanca, pajarita negra y, en esa ocasión, sin chaqueta, sentado en un pequeño sillón de mimbre con las piernas cruzadas, mirando de perfil derecho al horizonte, en el jardín de entrada de una casa cuyo porche principal, con seis peldaños y sostenido por dos columnas con sendos capiteles de estilo jónico, aparece de fondo. No resultaría extraño, al menos así me lo imagino yo, que en ese momento resonara en su cabeza una composición de alguno de los geniales compositores que vio nacer su amada Austria, algún libreto de ópera suyo o, simplemente, como había proclamado en el funeral cívico del gran poeta compatriota y amigo Hugo von Hofmannsthal, «una parte del alma del austríaco es siempre música».”



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