por Pepe Gutiérrez-Álvarez
(extracto)
leer el
artículo completo: “Stefan Zweig:introductor a grandes clásicos de la literatura.”
“No fue hasta
que llegué a Barcelona descubrí por primera vez que existían las librerías,
unas tiendas con escaparates que ofrecían libros, un lugar que cada vez me
resultaba más llamativo y que estaba asociado a la cultura, algo que me
avergonzaba no tener.
(…)
Estaba como
perdido en un bosque sin nadie que me ayudara. En mi ambiente más inmediato
raramente se podía hablar de libros en plural, normalmente sucedía como en casa
de los abuelos que tenían dos ejemplares. Ni tan siquiera el profesor
republicano de la escuela nocturna de San Ramón tenía mucha idea. No comencé a
tener un cierto mapa hasta el día que descubrí –después de pasar por el lugar
durante más de un año seguido- que existía una biblioteca pública en un rincón
pegando con la comisaría de Collblanch
(…)
Una tarde me
encontré la biblioteca cerrada por defunción del bibliotecario al que siempre
le estaré agradecido.
Cuando esto
sucedió yo ya estaba probando un cierto método de lectura que consistía en
comenzar con biografías e introducciones, un método que me sirvió para sacar
sobresaliente en los cursos de bachillerato nocturno a los que estuve
asistiendo hasta que me impliqué como activista. Las historias eran muy
diversas, pero en lo de las biografías el espacio fue ocupado por dos
autores, Stefan Zweig, André Maurois
en mucho menor grado más Emil Ludwig
cuyos personajes no me interesaban tanto.
(…)
No sabría
decir porque, supongo que no existirían muchos problemas de derechos de
autor, pero el hecho era que, tanto Zweig como Maurois se encontraban sin dificultad en todo tipo de ediciones, se
veían tanto en los escaparates como en los puestos de Els Encants. Eran autores eminentemente didácticos que te permitían abrir la puerta a la una
cultura que se le negaba al pueblo, acceder a los primeros escalones del nada
fácil arte de leer sin perderte demasiado por los muchos vericuetos. Los
ensayos biográficos tenían la virtud de situarte ante personajes, especialmente ante los grandes novelistas
del siglo XIX de manera que te permitían
elaborar ciclos muy amplios de lecturas más o menos sistemáticas. El
sistema significó una superación de las lecturas al azar. Autores como Tolstói, Dickens, Balzac, Goethe y
otros, me sedujeron durante largas temporadas durante las cuales buscaba robar tiempo en los descansos
laborales, en el tiempo de las comidas, en los viajes, en la espera del autobús
incluso caminando. Recuerdo que Pedro me llamó “lletraferit”, una expresión catalana que me tuvo que
explicar y que más o menos se podía traducir por “loco por los libros”.
(…)
Entre lecturas
y conversaciones pude saber algunas cosas sobre aquel refinado autor, un sensible erudito de entre guerra al
que, sobre el papel, la vida le había
tratado muy bien, pero su viejo mundo se estaba deshaciendo y no estaba nada
claro que fuese para mejor. Provenía de casa bien, sus padres eran judíos de
fortuna en la Viena culta y decadente de entre siglos. A Stefan le hicieron estudiar en aquélla
ciudad y en Berlín, aunque él se graduó en Filosofía en Viena; antes que
escritor fue un hombre de mundo, un buscador, un cosmopolita que residió en
Francia, Italia, Inglaterra, Bélgica.
(…)
Sus
experiencias de narrador se iniciaron bajo la influencia de otro escritor
austriaco: Arthur Schnitzler
(1862-1931), al que acabaría conociendo a través del cine gracias a un cineasta
extraordinario Max Ophuls,
responsable de maravillas como La ronda
(1950), el mejor Schnitzler jamás filmado (lo siento por Kubrick), y también
del mejor Stefan Zweig del llamado Séptimo Arte, Carta a una desconocida, realizada dos años antes, una joya más
conocida gracias a Joan Fontaine y Louis Jourdan, a cual más inmenso en
una penetrante descripción psicológica del “amor” amén de evocación nostálgica
de Austria y de unos tiempos que no volverán.
De su
producción juvenil sólo le quedó a Stefan Zweig algo esencial en un escritor
afanoso de “profesionalizarse”: la conciencia aguda y omnipresente del papel
decisivo que el estilo propio ha de desempeñar en su obra, así como de una
exquisita preocupación por llegar a los lectores incluyendo a los más atrasados
como era mi caso. Pero, al menos durante casi toda su juventud, no fue la
literatura lo que absorbió al inteligente y culto judío y viajero que fue
Zweig. Durante muchos años siguió siendo un ávido viajero. Estuvo en la India,
China, Canadá, África… y fue lo suficientemente inteligente y conocedor de sus
propias limitaciones para no caer en la fácil tentación de hacer libros de
viajes, un terreno en el que, al menos que yo sepa, no destacó.
(…)
En 1912 conoció
a la que fue su esposa, la también escritora Friederike Marie von
Winternitz, que se separó de su anterior marido para unirse a él. Los
viajes le sorprendieron en 1917 en Suiza, en plena guerra mundial. (…) La
forzada inmovilidad de su estancia lejos de la odiosa guerra, la aprovechó
Stefan para estrenar en Suiza un drama antibélico Jeremías y entablar una larga amistad con otro escritor pacifista,
el novelista francés Romain Rolland,
(…)
Al acabar la
“Gran Guerra”, Zweig se estableció en Salzburgo e inició su fase más fecunda de
escritor, la que va de 1918 a 1934. Publicó novelas cortas: Amok (1922), Confusión de sentimientos (1926) y empezó a trabajar en abundantes
ensayos de base psicoanalítico-freudiana. Entre ellos los dedicados a: Holderlin, Kleist, Nietzsche (La lucha con el demonio, 1925), Balzac y Dickens, Dostoyevski (Tres maestros, 1919), ensayos que se
leían de un tirón y que te abrían el apetito. Zweig no compartió el rechazo del
psicoanálisis freudiano por parte de autores de su generación. Muy al
contrario, fue siempre un freudiano preparadísimo, lo suficientemente agudo
para percibir la importancia del campo de posibilidades literario-biográficas
que ofrecían las teorías del Dr. Freud
sobre la relación entre la “psique” y el
destino individual. No se olvide que el mismo Freud confesaba haber tenido grandes
ambiciones literarias. Zweig vino a constituirse en el realizador capaz de
tales ambiciones y lo hizo fundamentalmente, con la serie de biografías históricas,
especialmente con la muy puntillista María
Antonieta (1933).
(…)
Creo que mi
primera lectura de Zweig fue su biografía de Erasmo de Rotterdam (1934), autor del que había leído el Elogio a la locura, un lejano
precedente del surrealismo. Le siguieron unas tras de otra hasta llegar a la
última de la serie: Americo Vespucio
(1942). Estos libros habían sido precedidos por el tomo Tres maestros: Casanova, Stendhal, Tolstói, que significaron otras
fases de larga durada de lecturas de títulos subyugantes, de aquellos que no
podías dejar de leer. Y toda esta obra le había ayudado a verse a sí mismo como
escritor europeo culto, hijo de una cultura moribunda, la burguesa europea,
cuya decadencia significaba también la tragedia íntima de su vida. Desde 1934,
Zweig emprende una serie de viajes, vive en Inglaterra (su libro sobre María
Estuardo lo terminó allí) por último, en 1935, se va a Brasil y a Argentina. A
su vuelta, vive en Italia algún tiempo. Aquellos años son para él de difícil
adaptación a una crisis interior que afecta también su vida afectiva: en 1938
se divorcia de Friederike von Winternitz para unirse a Lotte Altmann, su secretaria, si bien sigue manteniendo una buena
amistad con su ex esposa.
A Zweig, la
descomposición de la Austria de su juventud y el apogeo de la barbarie
fascista, le amargó los últimos años de vida. Tanto fue así que en 1940 dejó su
muy amada Europa –la Europa de Erasmo y de Freud- para emigrar como tantos
otros y otras a los Estados Unidos, pero el país del dólar no los recibe
precisamente con los brazos abierto, y finalmente al Brasil. Por esta época
escribió un libro que fue una especie de testamento intelectual: El mundo de ayer 1946). Son unas
memorias en que va asomando un desencanto cada vez mayor, una pérdida creciente
de las esperanzas depositadas en el poder de la cultura y del elemento racional
en la historia, que a él, como judío alemán culto, le parecían una conquista de
las masas y a la vez, baluarte y garantía contra el avance de la barbarie. Al
cabo de dos guerras mundiales, Stefan veía que todas estas esperanzas no han
servido para nada.
(…)
Zweig fue para
mí parte de un tránsito, parte central de una seducción de lecturas que me
resultaron mucho más asequibles, más cercanas, uno de los soportes con los que
construir una adicción a la literatura que, con todas sus enormes limitaciones,
me permitió transitar con una mayor claridad. Leer sus ensayos sobre Balzac, Dickens, Dostoivski me llevaron
a dedicar meses de concentración a los autores citados con la sensación que, al
menos en algo los conocía.
A diferencia
de otros autores, Zweig no fue estimado como un autor peligroso por las
autoridades culturales del franquismo y posiblemente, tampoco debía de dar
mucho problema a los editores con el asunto de los derechos, de manera que sus
obras aparecían en los escaparates y en las ediciones en formato de pequeño
periódico que durante un tiempo se podían comprar en los kioscos a precios
irrisorios.
(…I
Es por todo
eso que no puedo citar a Zweig sin un profundo agradecimiento amén de un
lamento por la pérdida de un tiempo en el que creía que lo podía leer todo
porque tenía delante mía todo el tiempo del mundo. Buena parte de su obra está
en las estanterías de las bibliotecas públicas, felizmente conquistadas con las
libertades y que a los jóvenes les debe de parecer –afortunadamente- lo más
normal del mundo. Sin embargo, yo no recuerdo haber visto nunca una hasta
principios de los años sesenta. Estaba instalada en un autobús rojo que me
recordaba algunos vistos en películas británicas que permaneció durante unos
días aparcado en la calle Amadeo Vives del barrio de Pubilla Casas. Desde unas ventanas
se veían la estantería y dentro una chica joven dispuesta a atender, un detalle
que impidió par preguntar qué libros
ofrecían.
Por entonces,
todavía no era un lletraferit.”
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