23 d’ag. 2019

descubrir a Stefan Zweig




por  Pepe Gutiérrez-Álvarez
(extracto)


“No fue hasta que llegué a Barcelona descubrí por primera vez que existían las librerías, unas tiendas con escaparates que ofrecían libros, un lugar que cada vez me resultaba más llamativo y que estaba asociado a la cultura, algo que me avergonzaba no tener.
(…)
Estaba como perdido en un bosque sin nadie que me ayudara. En mi ambiente más inmediato raramente se podía hablar de libros en plural, normalmente sucedía como en casa de los abuelos que tenían dos ejemplares. Ni tan siquiera el profesor republicano de la escuela nocturna de San Ramón tenía mucha idea. No comencé a tener un cierto mapa hasta el día que descubrí –después de pasar por el lugar durante más de un año seguido- que existía una biblioteca pública en un rincón pegando con la comisaría de Collblanch
(…)
Una tarde me encontré la biblioteca cerrada por defunción del bibliotecario al que siempre le estaré agradecido.

Cuando esto sucedió yo ya estaba probando un cierto método de lectura que consistía en comenzar con biografías e introducciones, un método que me sirvió para sacar sobresaliente en los cursos de bachillerato nocturno a los que estuve asistiendo hasta que me impliqué como activista. Las historias eran muy diversas, pero en lo de las biografías el espacio fue ocupado por dos autores,  Stefan Zweig, André Maurois en mucho menor grado más Emil Ludwig cuyos personajes no me interesaban tanto.
(…)
No sabría decir porque, supongo que no existirían muchos problemas de derechos de autor,  pero el hecho era que, tanto Zweig como Maurois se encontraban sin dificultad en todo tipo de ediciones, se veían tanto en los escaparates como en los puestos de Els Encants. Eran autores eminentemente didácticos  que te permitían abrir la puerta a la una cultura que se le negaba al pueblo, acceder a los primeros escalones del nada fácil arte de leer sin perderte demasiado por los muchos vericuetos. Los ensayos biográficos tenían la virtud de situarte ante personajes,   especialmente ante los grandes novelistas del siglo XIX de manera que te permitían   elaborar ciclos muy amplios de lecturas más o menos sistemáticas. El sistema significó una superación de las lecturas al azar. Autores como Tolstói, Dickens, Balzac, Goethe y otros, me sedujeron durante largas temporadas durante las cuales    buscaba robar tiempo en los descansos laborales, en el tiempo de las comidas, en los viajes, en la espera del autobús incluso caminando. Recuerdo que Pedro me llamó “lletraferit”,  una expresión catalana que me tuvo que explicar y que más o menos se podía traducir por “loco por los libros”.
(…)
Entre lecturas y conversaciones pude saber algunas cosas sobre aquel refinado  autor, un sensible erudito de entre guerra al que, sobre el papel,  la vida le había tratado muy bien, pero su viejo mundo se estaba deshaciendo y no estaba nada claro que fuese para mejor. Provenía de casa bien, sus padres eran judíos de fortuna en la Viena culta y decadente de entre siglos.  A Stefan le hicieron estudiar en aquélla ciudad y en Berlín, aunque él se graduó en Filosofía en Viena; antes que escritor fue un hombre de mundo, un buscador, un cosmopolita que residió en Francia, Italia, Inglaterra, Bélgica.
(…)
Sus experiencias de narrador se iniciaron bajo la influencia de otro escritor austriaco: Arthur Schnitzler (1862-1931), al que acabaría conociendo a través del cine gracias a un cineasta extraordinario Max Ophuls, responsable de maravillas como La ronda (1950), el mejor Schnitzler jamás filmado (lo siento por Kubrick), y también del mejor Stefan Zweig del llamado Séptimo Arte, Carta a una desconocida, realizada dos años antes, una joya más conocida gracias a Joan Fontaine y Louis Jourdan, a cual más inmenso en una penetrante descripción psicológica del “amor” amén de evocación nostálgica de Austria y de unos tiempos que no volverán.

De su producción juvenil sólo le quedó a Stefan Zweig algo esencial en un escritor afanoso de “profesionalizarse”: la conciencia aguda y omnipresente del papel decisivo que el estilo propio ha de desempeñar en su obra, así como de una exquisita preocupación por llegar a los lectores incluyendo a los más atrasados como era mi caso. Pero, al menos durante casi toda su juventud, no fue la literatura lo que absorbió al inteligente y culto judío y viajero que fue Zweig. Durante muchos años siguió siendo un ávido viajero. Estuvo en la India, China, Canadá, África… y fue lo suficientemente inteligente y conocedor de sus propias limitaciones para no caer en la fácil tentación de hacer libros de viajes, un terreno en el que, al menos que yo sepa,  no destacó.
(…)
En 1912 conoció a la que fue su esposa, la también escritora Friederike Marie von Winternitz, que se separó de su anterior marido para unirse a él. Los viajes le sorprendieron en 1917 en Suiza, en plena guerra mundial. (…) La forzada inmovilidad de su estancia lejos de la odiosa guerra, la aprovechó Stefan para estrenar en Suiza un drama antibélico Jeremías y entablar una larga amistad con otro escritor pacifista, el novelista francés Romain Rolland,
(…)
Al acabar la “Gran Guerra”, Zweig se estableció en Salzburgo e inició su fase más fecunda de escritor, la que va de 1918 a 1934. Publicó novelas cortas: Amok (1922), Confusión de sentimientos (1926) y empezó a trabajar en abundantes ensayos de base psicoanalítico-freudiana. Entre ellos los dedicados a: Holderlin, Kleist, Nietzsche (La lucha con el demonio, 1925), Balzac y Dickens, Dostoyevski (Tres maestros, 1919), ensayos que se leían de un tirón y que te abrían el apetito. Zweig no compartió el rechazo del psicoanálisis freudiano por parte de autores de su generación. Muy al contrario, fue siempre un freudiano preparadísimo, lo suficientemente agudo para percibir la importancia del campo de posibilidades literario-biográficas que ofrecían las teorías del Dr. Freud sobre la relación entre la  “psique” y el destino individual. No se olvide que el mismo Freud confesaba haber tenido grandes ambiciones literarias. Zweig vino a constituirse en el realizador capaz de tales ambiciones y lo hizo fundamentalmente, con la serie de biografías históricas, especialmente con la muy puntillista María Antonieta (1933).
(…)
Creo que mi primera lectura de Zweig fue su biografía de Erasmo de Rotterdam (1934), autor del que había leído el Elogio a la locura, un lejano precedente del surrealismo. Le siguieron unas tras de otra hasta llegar a la última de la serie: Americo Vespucio (1942). Estos libros habían sido precedidos por el tomo Tres maestros: Casanova, Stendhal, Tolstói, que significaron otras fases de larga durada de lecturas de títulos subyugantes, de aquellos que no podías dejar de leer. Y toda esta obra le había ayudado a verse a sí mismo como escritor europeo culto, hijo de una cultura moribunda, la burguesa europea, cuya decadencia significaba también la tragedia íntima de su vida. Desde 1934, Zweig emprende una serie de viajes, vive en Inglaterra (su libro sobre María Estuardo lo terminó allí) por último, en 1935, se va a Brasil y a Argentina. A su vuelta, vive en Italia algún tiempo. Aquellos años son para él de difícil adaptación a una crisis interior que afecta también su vida afectiva: en 1938 se divorcia de Friederike von Winternitz para unirse a Lotte Altmann, su secretaria, si bien sigue manteniendo una buena amistad con su ex esposa.

A Zweig, la descomposición de la Austria de su juventud y el apogeo de la barbarie fascista, le amargó los últimos años de vida. Tanto fue así que en 1940 dejó su muy amada Europa –la Europa de Erasmo y de Freud- para emigrar como tantos otros y otras a los Estados Unidos, pero el país del dólar no los recibe precisamente con los brazos abierto, y finalmente al Brasil. Por esta época escribió un libro que fue una especie de testamento intelectual: El mundo de ayer 1946). Son unas memorias en que va asomando un desencanto cada vez mayor, una pérdida creciente de las esperanzas depositadas en el poder de la cultura y del elemento racional en la historia, que a él, como judío alemán culto, le parecían una conquista de las masas y a la vez, baluarte y garantía contra el avance de la barbarie. Al cabo de dos guerras mundiales, Stefan veía que todas estas esperanzas no han servido para nada.
(…)
Zweig fue para mí parte de un tránsito, parte central de una seducción de lecturas que me resultaron mucho más asequibles, más cercanas, uno de los soportes con los que construir una adicción a la literatura que, con todas sus enormes limitaciones, me permitió transitar con una mayor claridad. Leer sus ensayos sobre Balzac, Dickens, Dostoivski me llevaron a dedicar meses de concentración a los autores citados con la sensación que, al menos en algo los conocía.
A diferencia de otros autores, Zweig no fue estimado como un autor peligroso por las autoridades culturales del franquismo y posiblemente, tampoco debía de dar mucho problema a los editores con el asunto de los derechos, de manera que sus obras aparecían en los escaparates y en las ediciones en formato de pequeño periódico que durante un tiempo se podían comprar en los kioscos a precios irrisorios.
                (…I
Es por todo eso que no puedo citar a Zweig sin un profundo agradecimiento amén de un lamento por la pérdida de un tiempo en el que creía que lo podía leer todo porque tenía delante mía todo el tiempo del mundo. Buena parte de su obra está en las estanterías de las bibliotecas públicas, felizmente conquistadas con las libertades y que a los jóvenes les debe de parecer –afortunadamente- lo más normal del mundo. Sin embargo, yo no recuerdo haber visto nunca una hasta principios de los años sesenta. Estaba instalada en un autobús rojo que me recordaba algunos vistos en películas británicas que permaneció durante unos días aparcado en la calle Amadeo Vives del barrio de Pubilla Casas. Desde unas ventanas se veían la estantería y dentro una chica joven dispuesta a atender, un detalle que impidió  par preguntar qué libros ofrecían.

Por entonces, todavía no era un lletraferit.”

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada