Uno de los objetos de la casa es
la carta que Gabriela Mistral (poeta chilena, destacada como cónsul en
Petrópolis el mismo año de la llegada de Zweig a la ciudad) le envió a Eduardo
Mallea (escritor periodista y diplomático argentino) tras el suicidio de Stefan Zweig, el 24 de
febrero de 1942.
“Van adjuntas unas letras de
hace días, donde hallará usted un recado de nuestro Stefan Zweig. Yo no podía
mandárselas hoy sin añadirles unas palabras sobre el horrible
día 23. Salí hacia Petrópolis a las once y media; mi bus ha debido pasar por la
casa de nuestro amigo a mediodía: a esa hora él y su mujer agonizaban, allí,
solos, sin que nadie supiese esa agonía. La criada tenía costumbre de que sus
patrones durmiesen hasta las 10; no le extrañó mucho, al acercarse a la puerta
hacia las 12, oír "la respiración del señor Zweig". Pero la pobre
mujer solamente a las cuatro se decidió a abrir la puerta. Avisó a la policía;
andaba tan trastornada que al recibir a un arquitecto francés que venía de
visita, le contestó: "Sí, allí están; pero están muertos". La policía
llamó al presidente del PEN Club, Dr. [Cláudio] De Souza, a quien estaba
dirigida la carta del maestro para sus amigos y que tal vez usted ya ha leído.
El doctor fue a comunicar personalmente la tragedia al presidente -quien ordenó
hacer las exequias por cuenta del Estado- y avisó a la prensa de Río. Nosotros
supimos la desventura por un telefonazo de M. Dominique Braga, a las nueve de
la noche. Yo estaba recogida y oía sin entender este diálogo: "No puedo
oírle, señor Braga; hable usted más alto. El teléfono está mal. No le oigo
todavía. No le puedo oír". Y después: "¡Qué cosa tan horrible!"
y el llanto no dejaba hablar a Connie [Saleva, secretaria de Gabrela Mistral.],
lo mismo que a M. Braga. Creí que se tratase de un accidente de auto y busqué
entre mis amigos de Petrópolis. A cualquiera hallaba menos a ellos. Porque
hacían la vida más quieta del mundo, y la más dulce en la apariencia y la más
linda de ver.
Tenía tanto miedo de saber,
amigo mío, tanto temor, que no quería preguntar. Connie subió llorando como un
niño. Aquí los tres teníamos, más que el cariño, la ternura de ese hombre llano
como una criatura, tierno en la amistad como no sé decirlo, y realmente
adorable. Usted sabe con cuánta frecuencia nos veíamos, ¡ay! Con menos de la
necesaria para haber sabido el secreto de ellos y haberlos ayudado, si dable
era ayudarles, ¡Dios mío!
Salimos hacia Petrópolis con una
sensación de sonámbulos que hacen cosas absurdas: saberlos muertos no era
posible para nosotros, y muertos por suicidio, menos. La pequeña casa de
columnetas, a media colina, a cuya puerta nos esperaba siempre, subiendo
lentamente las escaleras, estaba guardada por la policía. Arriba hallamos al
doctor De Souza y a su buena mujer, al presidente de la Academia de Petrópolis,
a un grupo de hebreos, al editor brasileño de Zweig y a los consabidos
corresponsales de la prensa nacional y extranjera. Nosotros seguíamos hablando y
oyéndolo todo como sonámbulos.
Al fin entré en el dormitorio y
estuve allí no sé cuánto tiempo sin levantar la cabeza. Yo no podía o no quería
ver. En dos pequeños lechos juntos estaba el maestro, con su hermosa cabeza
solamente alterada por la palidez. La muerte violenta no le dejó violencia
alguna. Dormía sin su eterna sonrisa, pero con una dulzura grande y una
serenidad mayor todavía. Parece que él murió antes que ella. Su mujer, que
habrá visto ese acabamiento, le retenía la cabeza con el brazo derecho, y toda
su cara estaba echada sobre la suya. Al ser separada de su cuerpo, ella quedó
con brazo y mano torcidos y rígidos, y habrá que desgobernar el pobrecito
cuerpo al ponerla en el ataúd. El rostro de ella estaba muy parecido. No habrá
nada que me disuelva esta visión.
Tenía él 61 años; ella, 33. El
decía siempre: "En años, soy más que su padre". Ella supo irse con
él, dejando atrás la vida entera. La miré mucho rato en el ademán y en el
prodigioso enflaquecimiento del veneno o de la angustia de la última hora: la
de verlo muerto a su lado. Mantengo todo mi concepto cristiano sobre el
suicidio, amigo mío, pero creo que él no me prohíbe sentir este desgarramiento
por el amor de esa mujer hacia un hombre viejo a quien quiso con pasión y
amistad. Lo cuidaba con un celo tal que no estaba lejos de él diez minutos: del
aire frío, del mucho escribir, del mucho andar -que era su vicio único-, del
desaliento: de todo lo guardaba. En mi país yo hubiese rogado que los
sepultasen juntos, como a los Berthelot. Zweig dormía sin sueños, aliviado para
siempre del tiempo y el mundo vergonzosos que fueron la ración de su vejez.
Mi asombro y el de cuantos lo
tratamos aquí es inmenso. Hoy sólo puedo contarle nuestro penúltimo encuentro.
Nos invitó a almorzar, añadiendo a nosotros tres a Hortensia Río Branco, que
estaba en casa. Lo encontré un poco desmejorado, pero en un ánimo más alegre
que otras veces. Le di la noticia de la venida de Waldo Frank, anunciada en la
carta suya, y le participé mi proposición de que el amigo viniese a casa, a Petrópolis,
para escapar del calor. Entonces ambos me dijeron que compartiríamos a Frank,
quien podía pasar días con ellos, días conmigo. Así lo convinimos.
Contó riendo que él había
dispuesto un almuerzo austríaco, desde la sopa hasta el postre. Y él lo sirvió,
con su linda manera, que nunca se sabía si era de uno muy viejo o muy niño.
Habló un poco de Bélgica con doña Hortensia, residente de media vida en ese
país.
Luego salimos hacia la terraza,
donde a él le gustaba trabajar, pero me detuvo al pasar por su escritorio para
leerme una preciosa carta de Martin du Gard, el novelista. Leía y repetía
frases y frases, haciéndome sentir el perfecto, el hermoso estado de espíritu
de esta otra alma en prueba. Salimos a la terraza hablando de las gentes que
están viviendo su tragedia sin la pérdida de una pizca de decoro y de elegancia
en la conducta. Entonces me dijo, mirándome de un modo particular y
recalcándome las palabras: "Habría que decir lo peligroso que es en
América comenzar una persecución de los alemanes; sé que hay algunos signos de
eso, y me alarman mucho". Lo tranquilicé, asegurándole que no habrá
inquisición, ni cosas parecidas a las débauches sangrientas de Europa, en
nuestros pueblos. Y entramos en una larguísima conversación sobre el indio, el
negro y las gentes cruzadas. Le oí una alabanza conmovida de los misioneros
portugueses. Yo había procurado antes interesarlo en los misioneros del
Continente como asunto para un libro suyo que podría ayudar mucho a nuestros
indios. Celebró la bondad del negro, "que es una sola cosa -dijo- con su
alegría". Añadió lindas observaciones del temperamento brasileño en la
piedad y el equilibrio pasional. De la gente pasó a la tierra, y me pidió
caminar con él por los alrededores de nuestra ciudad, lo cual le prometí. Él me
creía entendida en plantas, sólo por haberme visto cultivar un pedazo de jardín
de la casa? "Gabriela Mistral -me dijo-, yo tengo este deseo que me va a
conceder. Conversaremos mejor de todo esto andando por la tierra rural."
Hace unos diez días de todo
esto: trato de recordar con mucha precisión la parte referente a Frank y la
última, porque son dos compromisos que él se hacía y que nadie le había
solicitado. Estoy cierta de que no me engañaba -¡para qué!- y de que no pensaba
matarse.
Poco después me habló por
teléfono para preguntarme si yo iría a una recepción oficial de la Prefectura
(o Gobernación) de Petrópolis, pues él tenía la invitación, pero no la
compañía. Allá fuimos y estuvo a gusto, a pesar de lo poco que le agradaba la vida
mundana.
No creo en las conjeturas que se
hacen sobre la situación económica del maestro Zweig. Su editor las desmintió
rotundamente anoche, a dos pasos del muerto. Las grandes ediciones suyas
lanzadas por la mayor editorial yanqui, más algunos artículos pedidos de los
Estados Unidos, podían asegurarle a lo menos unos años de un bienestar modesto,
pero suficiente. Por otra parte, no puede ni imaginarse un momento de extravío
o de locura: escritor más sensato, más dueño de su alma, menos delirante (a
pesar de haber descrito como nadie el delirio), no puede tal vez encontrarse en
nuestra generación. Pienso, sin pretensión de adivinar, que las últimas
noticias de la guerra lo deprimieron horriblemente y en especial el comienzo de
la guerra en el Caribe, el hundimiento de barcos sudamericanos. ¡Ay! ¡Había
visto llegar así la guerra a tantas costas! Habrá que añadir su última
información: la de los sucesos del Uruguay. También eso se parecía de un modo
tremendo a lo visto en Europa, duela o no duela confesarlo. Estaba harto de
horror, no podía ya más.
Amigo mío: ya sé que los fáciles
dirán para condenar -y hasta algunos estoicos- que Zweig se debía a nosotros y
que su escapada de la tragedia común es una gran flaqueza. Y mucho más se dirá.
Hablarán de su falta de fe en lo sobrenatural y acaso de la famosa cobardía
israelita.
Yo me quedo esperando su
autobiografía, escrita aquí mismo, en nuestro Petrópolis, que él amaba tanto
como yo. Porque no sabemos todo lo que este hombre padeció desde hace unos
siete años, desde que el escritor alemán fiel a la libertad pasó a ser bestia
de cacería. Su sensibilidad superaba a la mostrada en sus libros: era una
sensibilidad femenina, en el mejor sentido del vocablo; habría que decir
"inefable". Cuando hablábamos de la guerra, yo seguía en su cara,
punto a punto, su corazón en carne viva e iba midiendo lo que yo podía decir,
lo cual no me ha ocurrido con ningún hombre de letras. Y no era que perdiese en
momento alguno su control riguroso; era que los hechos brutales, o simplemente
penosos, no parecían ser oídos, sino tocados por él en el mismo instante en que
los escuchaba y le caía al rostro una tristeza sin límites que lo envejecía de
golpe. (Usted recuerda la juventud de su aspecto; toda ella desaparecía en
cayendo la guerra en la conversación.) Su repugnancia de la violencia era no
sólo veraz; era absoluta.
Le importaban todos los pueblos
y se había apegado muchísimo a los nuestros. Estuvo a punto de irse a Chile,
por una invitación de Agustín Edwards; se quedó en Brasil y lo sirvió con un
libro ejemplar sobre territorio, historia y pueblo. Halló los Estados Unidos
demasiado recios o duros, no sé. Prefería el sur porque, además, necesitaba de
mucha dulzura de clima el hombre de sesenta años.
Su melancolía más visible era la
pérdida de la lengua materna. En su primera visita a esta casa me dijo que nada
del mundo podría consolarlo de no volver a oír en torno suyo el habla de su
infancia. "Esto -dijo- es lo único irremediable." Él esperaba
entonces con certidumbre cabal la caída del hitlerismo; pero ya había comprado
una casa en Inglaterra y posiblemente, como muchos desterrados, pensaba que al
regresar llevaría las heridas de un dictador, y además las de los seudo amigos
que traicionan o que consienten. Su sobriedad para juzgar a su patria me
pareció completa; jamás un denuesto, ni siquiera un vocablo castigador; su
continencia verbal formaba parte de su hidalguía. (El tipo de nariz no era
judío; mejor recordaba al español, inglés o francés).
No pudimos hacer nada por él,
aparte de quererle en esta casa los tres, porque era lo más natural del mundo
el tenerle no sólo admiración, sino una ternura conmovida.
¡Ay! Que no remuevan los
creyentes estos huesos de doble fugitivo y renuncien al ejercicio fácil de dar
una lección sobre un muerto que deja empobrecida a la humanidad, y en todo caso
a los mejores. En él había miel de Isaías, también llama paulista, también
ambrosía de Ruth.
Adiós. G. M.”
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