Una hora en la vida de Stefan Zweig, título
de la obra del dramaturgo canario Antonio Tabares, recrea los últimos momentos
de Stefan Zweig. Mientras el matrimonio
Zweig prepara, con calculada meticulosidad, todos los detalles de su suicidio,
un exiliado judío, recién llegado de Europa, se presenta en la casa. ¿Quién es
este extraño e inoportuno visitante? ¿Cuál es su secreto? ¿Es realmente judío o
un agente al servicio de los nazis? Y, sobre todo, ¿por qué muestra ese
indisimulado interés por una lámina de William Blake que durante años
perteneció a Stefan Zweig?
Nos dice el
autor de su obra: “En Una hora en la
vida de Stefan Zweig no he pretendido ahondar en las razones que llevaron
al escritor austriaco a quitarse la vida, razones que por otra parte pueden
entreverse en la pérdida definitiva de ese universo espiritual que describió en
sus magníficas memorias El mundo de
ayer. Mi intención no era tanto incidir en por qué se suicidó Stefan Zweig
sino en cómo lo hizo, es decir, cuál fue su actitud ante su voluntaria
desaparición. Sus últimas cartas revelan un estado depresivo y desesperanzado;
los testimonios de quienes lo trataron en aquellos días del verano austral
hablan de un hombre envejecido y agotado física y moralmente. Esta descripción
contrasta, no obstante, con la desconcertante meticulosidad con la que Zweig
preparó su suicidio. Fue un acto calculado y minucioso, pero no necesariamente
frío. Quiero pensar que en esa hora final existía ya una determinación tan
firme y consciente por su parte que de alguna manera había logrado desprenderse
de sus últimos miedos e incertidumbres.
Y en esa
circunstancia extrema imagino a un extraño: Samuel Fridman, un personaje de
ficción que quizá no lo sea tanto. “Toda mi vida me han intrigado los
monomaníacos, las personas obsesionadas por una sola idea,” –escribe Zweig–
“pues cuanto más se limita uno, más se acerca por otro lado al infinito”. Y en
efecto, su obra está llena de personajes entregados en cuerpo y alma a un único
objetivo; personajes espiritualmente torturados, esclavos de pasiones
freudianas que narran su historia para que el escritor a su vez nos la cuente a
nosotros. Zweig debió ser un oyente excepcional y su encuentro con Fridman es,
en cierto modo, el encuentro del autor con el protagonista de una última novela
nunca escrita.
El tercer
personaje en liza es Lotte, ese ser en apariencia insulso y enfermizo que, como
en los mejores relatos de Zweig, se convierte de manera inesperada en el
catalizador por el que los demás (y también ella misma) alcanzan la redención,
esto es, la posibilidad de ser libres y fieles a sí mismos, incluso en contra
del mundo entero, conforme a la máxima de Montaigne. Esa es la lección que
aprenden los personajes de esta obra. Y me gusta pensar que, al hacerlo, los
tres logran un triunfo postrero del espíritu frente a la barbarie.”
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