Stefan Zweig: solo de
lo negado canta el hombre,
por María Valcárcel
“VERANO DE 1936
Southampton.
Hay un hombre solo a punto de embarcar en el puerto inglés rumbo a la
Argentina. Es escritor, es judío, es austríaco. Tres elementos constitutivos
del ser, que pueden extirparse con violencia si el tiempo en el que se vive es
un tiempo de barbarie. Es un hombre solo porque existe una separación
insoportable entre su pasado y su presente, entre lo que imaginó y su realidad.
Durante ese extrañamiento abismal habita casas en ciudades que —a pesar de su
profundo cosmopolitismo— no es capaz de sentir. Escribe, pero ya no como europeo,
sino como exiliado, como refugiado, como apátrida. A ese barco sube alguien que
se diría ausente de sí, casi casi inexistente.
Stefan Zweig
se dirige a Buenos Aires invitado por el Pen Club Internacional a su
decimocuarto congreso y él percibe esta convocatoria como una oportunidad,
quizás una de las últimas, de hermanamiento entre los pueblos, a través de las
voces literarias más prestigiosas del mundo. El barco zarpa y es sencillo
fantasear con un viaje que lleva en su seno el drama de una generación que
creyó en una Europa civilizada, culta, libre.
Hacen escala
en el puerto de Vigo. Zweig deambula por unas calles ya mayoritariamente
rendidas ante el poder franquista. Delante del ayuntamiento contempla una
escena que lo acompañará durante el resto del trayecto: jóvenes campesinos
(sic) entran en el consistorio, para salir, al cabo de pocos minutos,
enfundados en el lustroso uniforme del régimen, bayoneta en mano. Sus rostros
reflejan entusiasmo. Vehículos militares, también resplandecientes, los recogen
y, segundos más tarde, desaparecen. La euforia del dominio le recuerda a
Italia, a Alemania. Se estremece. "Me estremecí —escribe— era un poder que
amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades
anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos:
paz, humanidad, entendimiento mutuo".
Cómo se
derrumbó el optimismo de unos jóvenes que conocieron la euforia del saber; esa
exuberancia de progreso, de erudición, de fervor infinito por la cultura.
El barco
arriba a Buenos Aires. Es recibido como el escritor famoso que es. Idolatrado
por los lectores, querido por los editores, considerado, en todas partes, una
autoridad moral. Él tiene problemas con su perfil público. No le gusta
exponerse. Es pacifista, es humanista. Valora como instancia superior su
libertad individual. Pero estamos en 1936. Muchos de sus amigos le reprochan
ese modo característico de zafarse de las declaraciones políticas; es, para
esos amigos, una salida ignominiosa. Joseph Roth expresa su desacuerdo en tono
desesperado y vehemente en las cartas que le escribe. "Humillados y
deshonrados estábamos desde el primer día del hitlerismo, ¿por qué no se ha
indignado usted hasta hoy? ¡Pero está bien! Más vale hoy que jamás".
El 5 de septiembre
se inaugura el congreso y Zweig es declarado huésped de honor. Todos esperan
sus palabras. Minutos antes, Emil Ludwig, biógrafo alemán, también judío,
también exiliado, denuncia los crímenes nazis. El siguiente es un instante que
forma parte de la historia. La Casa Stefan Zweig de Petrópolis (Brasil)
conserva la fotografía del escritor en ese segundo que bien podría ser el
negativo de su alma afligida. Las manos tensas, cruzadas, sobre el rostro
inclinado y oculto. Es la imagen de un hombre solo. Derrotado. Casi casi
inexistente.
Cuando llega
el momento de su discurso, la expectación crece y sus palabras, en muchos
círculos, decepcionan. Referencias sucintas al mundo actual, a la Alemania de
Hitler, a los judíos. Él siempre ha sido un escritor. Cree en la lucha de su
palabra no de su nombre. Son sus libros los que han de hablar por él. Pero, una
vez más, como antes, como en todo lo que ha perdido y no había imaginado
perder, el hombre libre sucumbe ante la realidad.
Existe un
desajuste con el mundo que no comprende. Semanas antes del congreso viaja a
Brasil y experimenta algo que es como renacer un poco, algo sano en un país
nuevo, con futuro. Acaso signifique un poco de luz. Pero no. Tampoco. Porque es
difícil explicar lo que siente de verdad un intelectual europeo nacido en 1881,
que habla cinco idiomas con fluidez, que viaja, vive y conoce el continente
como si fuera su Viena natal, cuyas amistades son los personajes más
influyentes de la literatura y la historia del siglo XX. Para saber eso, para saber
por qué no hay luz, habría que volver atrás, a lo que queda, a lo perdido.
Habría que contar que eso supone exponer una privación violenta de la voluntad,
de la naturaleza de uno. Y eso no se cuenta sin romperse.
Ya de regreso
en Europa, se refugia en París, después en Londres y, más tarde, se muda a Bath con Lotte, su
secretaria, con la que contrae matrimonio. Visita regularmente a Freud,
asentado también en Londres, y hablan de la guerra. Todos hablan de la guerra.
El pasado de Zweig se torna cada vez más escurridizo. En Alemania están
quemando sus libros en hogueras, estalla por doquier un frenesí implacable. Se
agudiza el odio y se disparan los instintos. Esa embriaguez, término que tanto
le gusta utilizar, genera y produce terror. Lo que comienza a desaparecer no es
solamente una obra literaria repleta de éxitos, sino un territorio interior
cuyo centro era la lengua alemana.
MARZO DE 1938
Hitler invade
Austria. "Pacíficamente". Zweig pierde su pasaporte austríaco y ha de
solicitar a las autoridades inglesas un documento para extranjeros. Es, en ese
momento, una vez más, un hombre solo. Ya vencido. Casi casi inexistente.
Mientras, escribe.
Cómo unir los
puntos de la realidad europea sin vislumbrar un dibujo cruel donde la
responsabilidad, la culpabilidad, la incertidumbre y el miedo se erigen en un
interior habitado por vacíos. Cómo saber dónde quedó aquel sueño de ciudadanos
libres, de pueblos en concordia.
Stefan Zweig
hace por última vez la maleta para abandonar Europa definitivamente. Ese día,
ya con la guerra a las espaldas, con el fardo funesto bien agarrado a la
garganta, se despide de todo eso que había dado sentido a su existencia. Se
instala en Petrópolis, se lleva consigo notas e informes que le servirán de
ayuda para escribir su autobiografía, El mundo de ayer, en la que recorre de la
mano su tiempo con el tiempo de la historia. Viaja, por cortos espacios, a
Nueva York. Allí vive Friderike, su primera mujer, algún amigo. Pero allí se
siente demasiado desterrado. Todavía más. En 1940 el dolor es enorme y el
consuelo inefectivo. Como la vida de un hombre en medio de lo atroz.
23 DE FEBRERO
DE 1942
Sobre la mesa hay una nota manuscrita, con la
que Zweig da una explicación a ese abrupto final: "Prefiero, pues, poner
fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo
cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal. Su más
preciada posesión en esta tierra". Nada de lo que podamos imaginar que
fue, en realidad fue. Esa tarde, quizá como otra cualquiera, quizá no, Stefan y
Lotte decidieron suicidarse. Él sesenta y un años, ella treinta y tres. Los
mató la nostalgia de la optimista Europa, de la brillante Europa. Los mató la
confianza pisoteada. A la manera de Spinoza, los mató la ausencia de 'conatus',
esa perseverancia por existir, ese adecuarse a la esencia. A la manera actual,
los mató la falta de resiliencia. Los mató el cansancio, sobre todo a él, a
ella, suponemos que sobre todo el amor, pero no lo sabemos. Fueron encontrados
en su habitación, tumbados en la cama, reposando al fin. Los mató todo aquello
que les fue negado. “
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