5 d’ag. 2019

lotte, stefan




Stefan Zweig: solo de lo negado canta el hombre,
por María Valcárcel

“VERANO DE 1936

Southampton. Hay un hombre solo a punto de embarcar en el puerto inglés rumbo a la Argentina. Es escritor, es judío, es austríaco. Tres elementos constitutivos del ser, que pueden extirparse con violencia si el tiempo en el que se vive es un tiempo de barbarie. Es un hombre solo porque existe una separación insoportable entre su pasado y su presente, entre lo que imaginó y su realidad. Durante ese extrañamiento abismal habita casas en ciudades que —a pesar de su profundo cosmopolitismo— no es capaz de sentir. Escribe, pero ya no como europeo, sino como exiliado, como refugiado, como apátrida. A ese barco sube alguien que se diría ausente de sí, casi casi inexistente.

Stefan Zweig se dirige a Buenos Aires invitado por el Pen Club Internacional a su decimocuarto congreso y él percibe esta convocatoria como una oportunidad, quizás una de las últimas, de hermanamiento entre los pueblos, a través de las voces literarias más prestigiosas del mundo. El barco zarpa y es sencillo fantasear con un viaje que lleva en su seno el drama de una generación que creyó en una Europa civilizada, culta, libre.

Hacen escala en el puerto de Vigo. Zweig deambula por unas calles ya mayoritariamente rendidas ante el poder franquista. Delante del ayuntamiento contempla una escena que lo acompañará durante el resto del trayecto: jóvenes campesinos (sic) entran en el consistorio, para salir, al cabo de pocos minutos, enfundados en el lustroso uniforme del régimen, bayoneta en mano. Sus rostros reflejan entusiasmo. Vehículos militares, también resplandecientes, los recogen y, segundos más tarde, desaparecen. La euforia del dominio le recuerda a Italia, a Alemania. Se estremece. "Me estremecí —escribe— era un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo".

Cómo se derrumbó el optimismo de unos jóvenes que conocieron la euforia del saber; esa exuberancia de progreso, de erudición, de fervor infinito por la cultura.

El barco arriba a Buenos Aires. Es recibido como el escritor famoso que es. Idolatrado por los lectores, querido por los editores, considerado, en todas partes, una autoridad moral. Él tiene problemas con su perfil público. No le gusta exponerse. Es pacifista, es humanista. Valora como instancia superior su libertad individual. Pero estamos en 1936. Muchos de sus amigos le reprochan ese modo característico de zafarse de las declaraciones políticas; es, para esos amigos, una salida ignominiosa. Joseph Roth expresa su desacuerdo en tono desesperado y vehemente en las cartas que le escribe. "Humillados y deshonrados estábamos desde el primer día del hitlerismo, ¿por qué no se ha indignado usted hasta hoy? ¡Pero está bien! Más vale hoy que jamás".

El 5 de septiembre se inaugura el congreso y Zweig es declarado huésped de honor. Todos esperan sus palabras. Minutos antes, Emil Ludwig, biógrafo alemán, también judío, también exiliado, denuncia los crímenes nazis. El siguiente es un instante que forma parte de la historia. La Casa Stefan Zweig de Petrópolis (Brasil) conserva la fotografía del escritor en ese segundo que bien podría ser el negativo de su alma afligida. Las manos tensas, cruzadas, sobre el rostro inclinado y oculto. Es la imagen de un hombre solo. Derrotado. Casi casi inexistente.

Cuando llega el momento de su discurso, la expectación crece y sus palabras, en muchos círculos, decepcionan. Referencias sucintas al mundo actual, a la Alemania de Hitler, a los judíos. Él siempre ha sido un escritor. Cree en la lucha de su palabra no de su nombre. Son sus libros los que han de hablar por él. Pero, una vez más, como antes, como en todo lo que ha perdido y no había imaginado perder, el hombre libre sucumbe ante la realidad.

Existe un desajuste con el mundo que no comprende. Semanas antes del congreso viaja a Brasil y experimenta algo que es como renacer un poco, algo sano en un país nuevo, con futuro. Acaso signifique un poco de luz. Pero no. Tampoco. Porque es difícil explicar lo que siente de verdad un intelectual europeo nacido en 1881, que habla cinco idiomas con fluidez, que viaja, vive y conoce el continente como si fuera su Viena natal, cuyas amistades son los personajes más influyentes de la literatura y la historia del siglo XX. Para saber eso, para saber por qué no hay luz, habría que volver atrás, a lo que queda, a lo perdido. Habría que contar que eso supone exponer una privación violenta de la voluntad, de la naturaleza de uno. Y eso no se cuenta sin romperse.

Ya de regreso en Europa, se refugia en París, después en Londres  y, más tarde, se muda a Bath con Lotte, su secretaria, con la que contrae matrimonio. Visita regularmente a Freud, asentado también en Londres, y hablan de la guerra. Todos hablan de la guerra. El pasado de Zweig se torna cada vez más escurridizo. En Alemania están quemando sus libros en hogueras, estalla por doquier un frenesí implacable. Se agudiza el odio y se disparan los instintos. Esa embriaguez, término que tanto le gusta utilizar, genera y produce terror. Lo que comienza a desaparecer no es solamente una obra literaria repleta de éxitos, sino un territorio interior cuyo centro era la lengua alemana.

MARZO DE 1938

Hitler invade Austria. "Pacíficamente". Zweig pierde su pasaporte austríaco y ha de solicitar a las autoridades inglesas un documento para extranjeros. Es, en ese momento, una vez más, un hombre solo. Ya vencido. Casi casi inexistente. Mientras, escribe.

Cómo unir los puntos de la realidad europea sin vislumbrar un dibujo cruel donde la responsabilidad, la culpabilidad, la incertidumbre y el miedo se erigen en un interior habitado por vacíos. Cómo saber dónde quedó aquel sueño de ciudadanos libres, de pueblos en concordia.

Stefan Zweig hace por última vez la maleta para abandonar Europa definitivamente. Ese día, ya con la guerra a las espaldas, con el fardo funesto bien agarrado a la garganta, se despide de todo eso que había dado sentido a su existencia. Se instala en Petrópolis, se lleva consigo notas e informes que le servirán de ayuda para escribir su autobiografía, El mundo de ayer, en la que recorre de la mano su tiempo con el tiempo de la historia. Viaja, por cortos espacios, a Nueva York. Allí vive Friderike, su primera mujer, algún amigo. Pero allí se siente demasiado desterrado. Todavía más. En 1940 el dolor es enorme y el consuelo inefectivo. Como la vida de un hombre en medio de lo atroz.

23 DE FEBRERO DE 1942

 Sobre la mesa hay una nota manuscrita, con la que Zweig da una explicación a ese abrupto final: "Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal. Su más preciada posesión en esta tierra". Nada de lo que podamos imaginar que fue, en realidad fue. Esa tarde, quizá como otra cualquiera, quizá no, Stefan y Lotte decidieron suicidarse. Él sesenta y un años, ella treinta y tres. Los mató la nostalgia de la optimista Europa, de la brillante Europa. Los mató la confianza pisoteada. A la manera de Spinoza, los mató la ausencia de 'conatus', esa perseverancia por existir, ese adecuarse a la esencia. A la manera actual, los mató la falta de resiliencia. Los mató el cansancio, sobre todo a él, a ella, suponemos que sobre todo el amor, pero no lo sabemos. Fueron encontrados en su habitación, tumbados en la cama, reposando al fin. Los mató todo aquello que les fue negado. 


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