Fragmento:
“Buenos días, dice Gladys cuando
pasa detrás de él de camino a la planta alta. Lo dice bajo, tanto como para que
la escuche si está despierto y no se despierte si está dormido. Chazarreta no
responde. Duerme la mona, piensa Gladys, y sigue. Pero antes de subir la
escalera se arrepiente. Mejor secar el whisky porque si el líquido humedece el
piso encerado durante demasiado tiempo, se va a formar una de esas manchas
blancas tan difíciles de hacer desaparecer si no es a fuerza de pasar cera
sobre cera. Y Gladys no tiene ganas de empezar la semana encerando el piso.
Vuelve sobre sus pasos, saca el trapo del balde, se agacha, levanta el vaso,
seca el whisky al costado del sillón de terciopelo y avanza un poco a tientas
con el trapo hacia el frente. Pero en seguida el trapo se sumerge en otra
mancha, un charco oscuro, ella no sabe qué es; suelta el trapo con rapidez para
que la humedad de la que se impregna no llegue a su mano; en cambio toca el
líquido, apenas, con la punta del dedo índice: es pegajoso. ¿Sangre?, se
pregunta sin terminar de creerlo. Entonces levanta la vista y mira a Chazarreta.
Chazarreta está ahí, frente a ella, degollado. Un tajo le atraviesa de lado a
lado el cuello que se abre como dos labios casi perfectos. Gladys no sabe qué
es lo que ve dentro de ese tajo porque la impresión que le produce la carne
roja, la sangre y el amasijo de tejidos y tubos le provoca un gesto de asco que
le hace cerrar los ojos, al tiempo que se lleva las manos a la cara como si
cerrarlos no fuera suficiente para dejar de ver, mientras su boca se abre
debajo de ellas sólo para dejar salir un gemido ahogado.
Sin embargo el asco dura poco,
lo vence el miedo. Un miedo que no la paraliza sino que la pone en acción. Por
eso Gladys Varela ahora saca las manos de su cara y abre los ojos, se obliga a
hacerlo, levanta otra vez la cabeza, mira el cuello desgarrado, la ropa de
Chazarreta manchada de sangre, el cuchillo en la mano derecha sobre su regazo y
la botella de whisky vacía a un costado de su cuerpo, junto al apoyabrazos. Y
no lo piensa dos veces, se levanta, sale corriendo a la calle y grita. Grita
sin parar, dispuesta a hacerlo hasta que alguien la escuche.”
Betibú
Claudia Piñeiro
Alfaguara, 2011
Pág. 17-18
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