14 d’oct. 2024

Auður Ava Ólafsdóttir, obra 6

 

La escritora

Ungfrú Ísland,
2018

Auður Ava Ólafsdóttir


traductor: Fabio Teixidó Benedí

Alfaguara, 2021

páginas: 192

Sinopsis:

    Apenas 180.000 habitantes, un premio Nobel de Literatura, una base militar estadounidense, dos aerolíneas transatlánticas: esto es Islandia en 1963. Hekla siempre ha querido ser escritora. En un país de poetas, en el que cada casa está repleta de libros y hay más escritores per cápita que en cualquier otro lugar, Hekla solo encuentra un obstáculo: ser mujer. Después de empacar todas sus pertenencias, incluida una máquina de escribir, llega a Reikiavik con un manuscrito en su maleta. Se va a vivir con su amigo Jón John, un hombre homosexual que desea con todas sus fuerzas empezar a trabajar en el teatro. Ambos se sentirán totalmente desubicados en un mundo pequeño y profundamente conservador, pero que muy pronto empezará a cambiar: los años sesenta prometen transformarlo todo.

Fragmento:

“1942

LA CÁMARA DE LA QUE ME DIO A LUZ

    Un día, estando embarazada de cinco meses de ti, encontré un nido de águilas, un simple hueco de dos metros abierto entre el raigrás al borde de un precipicio, junto al río. En su interior se acurrucaban dos crías bien cebadas, yo caminaba sola y el águila volaba en círculos sobre su nido y sobre mi cabeza, batiendo con fuerza sus alas, una de ellas desplumada, pero sin atacarme. Supuse que era la hembra. Su sombra negra me siguió hasta la puerta de casa, como una nube que oculta el sol. Entonces tuve el presentimiento de que esperaba a un niño y decidí que lo llamaría Örn, «águila». El día en que naciste, tres semanas antes de tiempo, el águila volvió a sobrevolar la granja. El anciano veterinario, que estaba en nuestra finca inseminando una vaca, fue quien te trajo al mundo. Su última labor antes de jubilarse consistió en dar la bienvenida a un recién nacido. Cuando salió de la vaqueriza, se quitó las botas de agua y se lavó las manos con una pastilla nueva de jabón Lux. Entonces te alzó en sus brazos y proclamó:

—Lux mundi.

    La luz del mundo.

    El veterinario, aunque habituado a dejar que las hembras lamieran a sus propias crías, llenó de agua el barreño de las morcillas para darte un baño. Yo lo observaba mientras se arremangaba la camisa de franela y sumergía los brazos hasta los codos. Tu padre y él se ocupaban de ti, yo los veía de espaldas.

—Es la hija de su padre —anunció tu padre antes de añadir en voz alta y clara—: Bienvenida, pequeña Hekla.

    Había escogido tu nombre sin habérmelo consultado.

—¡Un nombre de volcán no! Y menos el de la puerta del infierno —protesté desde la cama.

—Pues por algún lugar se tiene que entrar —oí decir al veterinario.

    Ambos seguían de espaldas a mí, inclinados sobre el barreño, aprovechándose de mi indefensión, pues yo era una herida abierta.

    Cuando me casé con tu padre, no sabía de su obsesión por los volcanes. Se pasaba el día leyendo descripciones de erupciones, se escribía cartas con tres geólogos y tenía sueños premonitorios sobre explosiones volcánicas. Su mayor deseo era poder ver una nube de vapor elevarse en el cielo y sentir temblar el suelo bajo sus pies.

—¿Es que quieres que se abra la tierra por nuestro henar? —le pregunté—. ¿Que se parta en dos como una mujer al parir?

    Yo odiaba el malpaís. Los henares de nuestra finca estaban rodeados de una colada de lava milenaria que había que franquear para poder coger arándanos, y no había manera de clavar el rastrillo en el campo de patatas sin golpear una piedra.

—Arnhildur, «águila hembra» —sugerí bajo el edredón con el que tu padre me había tapado—. La nacida para librar batallas. En esta isla no vivirán más de veinte águilas, Gottskálk —añadí—. Mientras que habrá doscientos volcanes —esa fue mi última baza.

—Te prepararé un buen café —dijo tu padre. Era su vía de conciliación, su compromiso. Ya había tomado la decisión. Al final me di la vuelta y cerré los ojos para que me dejaran tranquila.

    Cuatro años y medio después de tu nacimiento, el Hekla entró en erupción tras un letargo de ciento dos años. Por fin tu padre pudo oír desde la región de Dalir el estruendo con el que tanto había soñado, que sonaba como un eco lejano de la guerra mundial recién terminada. Tu hermano Örn tenía entonces dos años. Tu padre llamó inmediatamente a su hermana, que vivía en las islas Vestmann, para preguntarle qué veía desde la ventana de la cocina. Tu tía estaba friendo rosquillas y le contó que la nube volcánica cubría todo el archipiélago, que el sol era de color rojo y que llovían cenizas.”

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