13 d’oct. 2024

Auður Ava Ólafsdóttir, obra 5

 

Hotel silencio

Ör (Scar),
2016

Auður Ava Ólafsdóttir


traductor: Fabio Teixidó Benedi

Alfaguara, 2019

páginas: 184

Sinopsis:

    Su mujer lo ha abandonado. La demencia de su madre no hace más que avanzar. Acaba de descubrir que su hija no es su hija biológica. Visto que solo su particular habilidad para las reparaciones y las chapuzas domésticas sigue teniendo algo de sentido, Jónas decide agarrar su caja de herramientas y hacer un viaje solo de ida a un país extraño y devastado por la guerra para desaparecer y darle un fin definitivo a esta triste existencia. Pero los desperfectos en el Hotel Silencio en el que se aloja comienzan a requerir sus atenciones, y también lo hacen los huéspedes, y los habitantes de la ciudad, y su plan aplaza una y otra vez. Así, con mucho humor y sutileza, Ólafsdóttir deja claro que las heridas particulares, vengan de donde vengan, solo cicatrizan en común.

Fragmento:

"5 DE MAYO

    La mesa del estudio de tatuajes Tryggvi está cubierta de unos botecitos de cristal con tintas de todos los colores y el chico me pregunta si ya he escogido una imagen, si ya tengo pensado algún dibujo personalizado o algún símbolo.

    Su cuerpo está plagado de tatuajes. Observo la serpiente que repta por su cuello y se enrosca alrededor de una calavera negra. La tinta impregna cada centímetro de su piel y alrededor del brazo que blande la aguja se enrolla un triple alambre de espino.

—Muchos vienen para ocultar alguna cicatriz —me explica, hablándome a través del espejo. Cuando se gira, veo asomar las pezuñas de un caballo encabritado por encima de su camiseta de tirantes.

    Se estira sobre una pila de carpetas de plástico, escoge una y busca la imagen que quiere enseñarme.

—A los cuarentones les da mucho por hacerse unas alas —dice. En el antebrazo que sostiene la carpeta veo cuatro espadas clavadas en un corazón en llamas.
    En mi cuerpo tengo un total de siete cicatrices: cuatro por encima del ombligo, el origen, y tres por debajo. Un ala que cubriera todo el hombro, por ejemplo, que descendiera desde el cuello hasta la clavícula, con el aire familiar y reconfortante de un viejo conocido, taparía dos o incluso tres de ellas, sería la sombra emplumada de mí mismo, mi coraza y mi bastión. El untuoso plumaje ocultaría la vulnerable carne rosada.

    El chico pasa las hojas con rapidez, mostrándome distintos modelos de alas, hasta que finalmente señala un dibujo con el dedo índice.

—Las que más se llevan son las de águila.

    Podría haber añadido: ¿qué hombre no ha soñado alguna vez con ser un ave rapaz solitaria que otea desde las alturas el mundo, los pantanos, las acequias y las marismas en busca de una presa que atrapar en sus garras?

Pero se limita a decir:

—Tómate tu tiempo.

    Y me explica que tiene a otro cliente esperando en el sillón, al otro lado de la cortina. Está a punto de terminarle una ondeante bandera nacional con sombreado.

    Baja la voz.

—Ya le he advertido de que el asta se le va a arrugar en cuanto gane un par de kilos, pero se la quiere hacer igualmente.
    Tengo previsto pasarme por casa de mi madre antes de que se eche la siesta, así que me gustaría dejar zanjada la cuestión cuanto antes.

—Estaba pensando en dibujarme un taladro.

    Si le ha sorprendido mi sugerencia, no da ninguna muestra de ello; es más, se pone a buscar de inmediato en la carpeta correspondiente.

—Puede que tengamos algún taladro por aquí, entre los aparatos eléctricos —comenta—. De todos modos, no será tan complicado como el quad que me pidieron la semana pasada.

—No, que era broma —le aclaro.

    Me mira con gesto serio y no acierto a saber si se ha ofendido.

    Hurgo en mi bolsillo, saco la hoja doblada, aliso el dibujo y se lo tiendo. Lo examina desde todos los ángulos y lo acerca a la luz. He logrado sorprenderlo. No puede disimular su confusión.

—¿Es una flor o...?

—Una ninfea blanca, un nenúfar —respondo decidido.

—¿De un color solo?

—Sí, de un color solo, blanco. Sin sombreado —añado.

—¿Sin nada escrito?

—Sin nada escrito.

    Amontona las carpetas diciendo que puede dibujar la flor a mano alzada y enciende la pistola de tatuar.

—¿Y dónde la quieres?

    Se dispone a sumergir la aguja en el líquido blanco.

    Me desabrocho la camisa y me señalo el corazón.

—Va a haber que afeitar primero —dice, apagando la pistola—. Si no, tu flor se va a perder en la oscuridad del bosque."





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