"La
Agencia de Trabajadores para la Industria estaba emplazada justo al lado del
aserradero. Los vagabundos estaban mejor vestidos, eran más jóvenes, pero
igualmente desclasados. Se sentaban por ahí en los bordes de las ventanas,
encogidos, calentándose con el sol y bebiendo el café gratis que la Agencia
ofrecía. No tenía leche ni azúcar, pero era gratuito. No había valla de alambre
que nos separara de los empleados. Los teléfonos sonaban más a menudo y los
empleados estaban mucho más relajados que en el mercado de las granjas.
Me
acerqué al mostrador y me dieron una tarjeta y una pluma atada con una
cadenita.
—Rellénela
—me dijo el encargado, un joven mexicano de agradable apariencia, que
trataba
de ocultar su cálida naturaleza bajo una frialdad profesional.
Empecé
a rellenar la tarjeta. En el apartamento de mi dirección y número de teléfono escribí:
«No tengo.» Luego en el apartado de estudios y habilidades profesionales
escribí: «Dos
años en el City College de L.A. Periodismo y artesanía.»
Entonces
le dije al empleado. —He estropeado esta tarjeta. ¿Me puede dar otra?
Me
dio otra. Escribí entonces: «Graduado en la Escuela
Superior de Los Angeles. Encargado de envíos, empleado de almacén, mozo de carga.
Algo de mecanografía.»
Le
entregué la tarjeta.
—De
acuerdo —dijo el empleado—, siéntese y veremos si aparece algún trabajo.
Encontré
un hueco en el borde de una ventana y me senté. Un negro viejo estaba sentado a
mi lado. Su rostro era interesante; no tenía el usual aire de resignación de la
mayoría de nosotros. Parecía como si estuviese tratando de no reírse de sí
mismo y de todos los demás.
Se
dio cuenta de que le miraba. Me sonrió.
—El
tío que lleva esto es un tío con cojones. Le echaron del trabajo en granjas, se
cabreó, vino aquí y comenzó todo esto. Se ha especializado en el trabajo a
destajo. Si alguien, por ejemplo, quiere tener un camión descargado rápido y
barato, llama aquí.
—Sí,
ya he oído.
—Si
un tío necesita tener un camión descargado en poco rato y a poco precio, llama aquí.
El tío que lleva esto se lleva el 50 por ciento. Nosotros no nos quejamos.
Cogemos lo que
él nos consiga.
—Por
mí está bien. Mierda.
—Pareces
un poco amuermado. ¿Te encuentras bien?
—Perdí
a una mujer.
—Tendrás
otras y las volverás a perder.
—¿Adonde
se van?
—Prueba
un poco de esto.
Era
una botella metida en una bolsa. Me tomé un trago. Era oporto.
—Gracias.
—No
hay mujeres por los alrededores del aserradero.
Me
volvió a pasar la botella.
—No
dejes que nos vea bebiendo. Es una de las cosas que no soporta
Mientras
estábamos allí sentados bebiendo, llamaron a varios hombres y se marcharon a
trabajar. Eso nos animó. Por lo menos había un poco de acción.
Mi
amigo negro y yo aguardamos, pasándonos la botella el uno al otro.
Pronto
se vació.
—¿Dónde
está la tienda de licores más cercana? —pregunté.
Apunté
la dirección y salí. Por alguna razón siempre hacía calor durante el día en las
proximidades del aserradero de Los Angeles. Veías a viejos vagabundos paseando
por ahí con pesados abrigos en mitad de la calorina. Pero cuando llegaba la
noche y el albergue de la misión
estaba repleto, aquellos abrigos eran su mejor garantía de supervivencia.
Cuando
volví de la tienda de licores mi amigo seguía todavía allí.
Me
senté y abrí la botella, le pasé la bolsa.
—Mantenla
baja —me dijo.
Se
estaba bien allí, bebiendo vino sin preocupaciones.
Unos
cuantos mosquitos comenzaron a revolotear a nuestro alrededor.
—Mosquitos
del vino —dijo él.
—Los
hijos de puta son unos adictos.
—Saben
lo que es bueno.
—Beben
para olvidar a sus mujeres.
—Solamente
beben.
Di
un manotazo en el aire y atrapé a uno de los mosquitos vinateros. Cuando abrí
la mano todo lo que pude ver en mi palma fue una diminuta mancha negra y la
extraña intuición de un par de alitas. Kaputt.
—¡Ahí
viene!
Era
el agradable joven que dirigía el lugar. Se plantó delante nuestro.
—¡Muy
bien! ¡Vayanse de aquí! ¡Salgan cagando leches de aquí, jodidos borrachos!
¡Váyanse
volando antes de que llame a la policía!
Nos
llevó hasta la puerta, empujándonos y maldiciendo. Me sentí culpable, pero no
me enfadé. A pesar de que nos iba dando empellones yo sabía que en realidad no
estaba molesto con nosotros, era un chico agradable. Llevaba un grueso anillo
en su mano derecha.
No
íbamos lo bastante deprisa y recibí de lleno el anillo en el ojo izquierdo;
sentí cómo la sangre me empezaba a caer y luego noté cómo se hinchaba. Mi amigo
y yo nos vimos de patas en la calle.
Nos
alejamos caminando. Encontramos un portal y nos sentamos en el escalón. Le pasé
la botella. Le pegó un trago.
—Buen
vino.
Me
pasó la botella. Pegué un trago.
—Sí,
buen vino.
—El
sol ya está alto.
—Sí,
el sol está bien alto.
Nos
sentamos en silencio, pasándonos la botella el uno al otro.
Se
acabó la botella.
—Bueno
—dijo él—, me tengo que ir.
—Hasta
la vista.
Se
alejó. Yo me levanté y me fui en dirección opuesta, di la vuelta a la esquina y
subí por
Main Street. Seguí caminando hasta que llegué al Roxy. Había
fotos de las bailarinas colocadas con chinchetas detrás de un cristal junto a
la puerta.
Entré y compré un ticket. La chica de la taquilla tenía mucha mejor pinta que
las de las fotos. Ahora sólo me quedaban 38 centavos. Me introduje en el oscuro
teatrillo de ocho filas.
Las tres primeras filas estaban llenas.
Tuve
suerte. La película había terminado y la primera bailarina acababa de empezar
el strip-tease. La primera solía ser habitualmente la peor, una veterana venida
a menos, relegada ahora a menear la pierna en el coro la mayoría de las veces.
Aquí teníamos a Darlene como apertura. Probablemente alguna otra había sido
asesinada o tenía la regla o había tenido un ataque de histeria y esta había
sido la oportunidad para Darlene de volver a bailar sola.
Pero
Darlene era una tipa legal. Flaca, pero con buenas tetas, un cuerpo como un
sauce. Y al final de aquella esbelta espalda, de aquel cuerpo como un junco,
había un enorme trasero. Era como un milagro —suficiente para volver loco a un
hombre.
Darlene
iba vestida con un largo traje de terciopelo negro, con la falda cortada muy
alta, sus muslos y pantorrillas eran de un blanco mortecino en contraste con
el negro del vestido. Bailaba y nos miraba a través de unos ojos espesamente
pintados. Esta era su oportunidad. Quería volver, ser otra vez una bailarina
cotizada. Yo estaba de su parte. Mientras se bajaba las cremalleras más y más
partes de su cuerpo iban quedando al descubierto, deslizándose fuera del
terciopelo negro, las piernas y la pálida carne. Pronto su atuendo quedó
reducido al sujetador rosado y a la mínima braguita enjoyada —con los diamantes de baratija agitándose y destelleando mientras bailaba.
Darlene
siguió bailando y se agarró a la cortina del escenario. La cortina estaba raída
y mugrienta. La abrazó, bailando al ritmo de los cuatro tíos de la banda y la
luz intermitente de los focos.
Empezó
a follarse la cortina. La banda aceleró su ritmo. Darlene se estaba cepillando
realmente la cortina; la banda le daba más marcha y ella seguía la marcha. La
luz rosada cambió repentinamente a púrpura. La banda se puso de pie, tocó con
todas sus ganas. Ella pareció llegar al climax. Su cabeza cayó hacia atrás, su
boca se abrió...
Entonces
se incorporó y volvió bailando hasta el centro del escenario. Desde donde yo
estaba pude oírla cantar para sí misma por debajo de la música. Cogió un
tirante de su sostén y se lo quitó con un veloz movimiento, un tío de la
tercera fila encendió un cigarrillo. Sólo quedaba la braguita enjoyada. Se
metió el dedo en el ombligo y gimió.
Siguió
bailando en el centro del escenario. La banda tocaba ahora muy suavemente.
Comenzó a menearse con dulzura. Se nos estaba follando a todos. La reluciente
braguita se balanceaba lentamente. Entonces los cuatro tíos de la banda comenzaron
a arremeter de nuevo con un crescendo progresivo. Estaba apoyando la
culminación del acto; el batería estaba sacudiendo un repiqueteo de tambores
como el fuego de una ametralladora; parecían agotados, desesperados.
Darlene
se acarició las tetas, enseñándonoslas; sus ojos luminosos relucían con la
plenitud del sueño, sus labios estaban húmedos y abiertos. Entonces se giró
rápidamente y agitó su espléndido trasero delante nuestro. Los adornos saltaban
y flasheaban entre destellos, enloquecían, centelleaban. Los focos temblaban
intermitentes en el paroxismo, danzando como astros desorbitados. La banda
tocaba una música frenética, desenfrenada. Darlene vibraba como una poseída. Se
quitó la braguita enjoyada. Yo miré, todos miraron. Pudimos ver los pelos de su
coño a través de la braga de malla color carne. La banda la estaba sacudiendo
de verdad, sus nalgas parecían el corazón vivo del mundo.
Y
a mí no se me pudo poner dura.
Factótum
(capítol final)
Charles Bukowski
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