9 d’abr. 2015

factótum, capítol final

"La Agencia de Trabajadores para la Industria estaba emplazada justo al lado del aserradero. Los vagabundos estaban mejor vestidos, eran más jóvenes, pero igualmente desclasados. Se sentaban por ahí en los bordes de las ventanas, encogidos, calentándose con el sol y bebiendo el café gratis que la Agencia ofrecía. No tenía leche ni azúcar, pero era gratuito. No había valla de alambre que nos separara de los empleados. Los teléfonos sonaban más a menudo y los empleados estaban mucho más relajados que en el mercado de las granjas.
Me acerqué al mostrador y me dieron una tarjeta y una pluma atada con una cadenita.
—Rellénela —me dijo el encargado, un joven mexicano de agradable apariencia, que
trataba de ocultar su cálida naturaleza bajo una frialdad profesional.
Empecé a rellenar la tarjeta. En el apartamento de mi dirección y número de teléfono escribí: «No tengo.» Luego en el apartado de estudios y habilidades profesionales escribí:  «Dos años en el City College de L.A. Periodismo y artesanía.»
Entonces le dije al empleado. —He estropeado esta tarjeta. ¿Me puede dar otra?
Me dio otra. Escribí entonces: «Graduado en la Escuela Superior de Los Angeles. Encargado de envíos, empleado de almacén, mozo de carga. Algo de mecanografía.»
Le entregué la tarjeta.
—De acuerdo —dijo el empleado—, siéntese y veremos si aparece algún trabajo.
Encontré un hueco en el borde de una ventana y me senté. Un negro viejo estaba sentado a mi lado. Su rostro era interesante; no tenía el usual aire de resignación de la mayoría de nosotros. Parecía como si estuviese tratando de no reírse de sí mismo y de todos los demás.
Se dio cuenta de que le miraba. Me sonrió. 
—El tío que lleva esto es un tío con cojones. Le echaron del trabajo en granjas, se cabreó, vino aquí y comenzó todo esto. Se ha especializado en el trabajo a destajo. Si alguien, por ejemplo, quiere tener un camión descargado rápido y barato, llama aquí.
—Sí, ya he oído.
—Si un tío necesita tener un camión descargado en poco rato y a poco precio, llama aquí. El tío que lleva esto se lleva el 50 por ciento. Nosotros no nos quejamos. Cogemos lo que él nos consiga.
—Por mí está bien. Mierda.
—Pareces un poco amuermado. ¿Te encuentras bien?
—Perdí a una mujer.
—Tendrás otras y las volverás a perder.
—¿Adonde se van?
—Prueba un poco de esto.
Era una botella metida en una bolsa. Me tomé un trago. Era oporto.
—Gracias.
—No hay mujeres por los alrededores del aserradero. 
Me volvió a pasar la botella.
—No dejes que nos vea bebiendo. Es una de las cosas que no soporta
Mientras estábamos allí sentados bebiendo, llamaron a varios hombres y se marcharon a trabajar. Eso nos animó. Por lo menos había un poco de acción.
 Mi amigo negro y yo aguardamos, pasándonos la botella el uno al otro.
Pronto se vació.
—¿Dónde está la tienda de licores más cercana? —pregunté. 
Apunté la dirección y salí. Por alguna razón siempre hacía calor durante el día en las proximidades del aserradero de Los Angeles. Veías a viejos vagabundos paseando por ahí con pesados abrigos en mitad de la calorina. Pero cuando llegaba la noche y el albergue de la misión estaba repleto, aquellos abrigos eran su mejor garantía de supervivencia.
Cuando volví de la tienda de licores mi amigo seguía todavía allí.
Me senté y abrí la botella, le pasé la bolsa.
—Mantenla baja —me dijo.
Se estaba bien allí, bebiendo vino sin preocupaciones.
Unos cuantos mosquitos comenzaron a revolotear a nuestro alrededor.
—Mosquitos del vino —dijo él.
—Los hijos de puta son unos adictos.
—Saben lo que es bueno.
—Beben para olvidar a sus mujeres.
—Solamente beben. 
Di un manotazo en el aire y atrapé a uno de los mosquitos vinateros. Cuando abrí la mano todo lo que pude ver en mi palma fue una diminuta mancha negra y la extraña intuición de un par de alitas. Kaputt.
—¡Ahí viene!
Era el agradable joven que dirigía el lugar. Se plantó delante nuestro.
—¡Muy bien! ¡Vayanse de aquí! ¡Salgan cagando leches de aquí, jodidos borrachos!
¡Váyanse volando antes de que llame a la policía! 
Nos llevó hasta la puerta, empujándonos y maldiciendo. Me sentí culpable, pero no me enfadé. A pesar de que nos iba dando empellones yo sabía que en realidad no estaba molesto con nosotros, era un chico agradable. Llevaba un grueso anillo en su mano derecha. 
No íbamos lo bastante deprisa y recibí de lleno el anillo en el ojo izquierdo; sentí cómo la sangre me empezaba a caer y luego noté cómo se hinchaba. Mi amigo y yo nos vimos de patas en la calle.
Nos alejamos caminando. Encontramos un portal y nos sentamos en el escalón. Le pasé la botella. Le pegó un trago.
—Buen vino.
Me pasó la botella. Pegué un trago.
—Sí, buen vino.
—El sol ya está alto.
—Sí, el sol está bien alto.
Nos sentamos en silencio, pasándonos la botella el uno al otro.
Se acabó la botella.
—Bueno —dijo él—, me tengo que ir.
—Hasta la vista.
Se alejó. Yo me levanté y me fui en dirección opuesta, di la vuelta a la esquina y subí por Main Street. Seguí caminando hasta que llegué al Roxy. Había fotos de las bailarinas colocadas con chinchetas detrás de un cristal junto a la puerta. Entré y compré un ticket. La chica de la taquilla tenía mucha mejor pinta que las de las fotos. Ahora sólo me quedaban 38 centavos. Me introduje en el oscuro teatrillo de ocho filas. Las tres primeras filas estaban llenas. 
Tuve suerte. La película había terminado y la primera bailarina acababa de empezar el strip-tease. La primera solía ser habitualmente la peor, una veterana venida a menos, relegada ahora a menear la pierna en el coro la mayoría de las veces. Aquí teníamos a Darlene como apertura. Probablemente alguna otra había sido asesinada o tenía la regla o había tenido un ataque de histeria y esta había sido la oportunidad para Darlene de volver a bailar sola. 
Pero Darlene era una tipa legal. Flaca, pero con buenas tetas, un cuerpo como un sauce. Y al final de aquella esbelta espalda, de aquel cuerpo como un junco, había un enorme trasero. Era como un milagro —suficiente para volver loco a un hombre. 
Darlene iba vestida con un largo traje de terciopelo negro, con la falda cortada muy alta, sus muslos y pantorrillas eran de un blanco mortecino en contraste con el negro del vestido. Bailaba y nos miraba a través de unos ojos espesamente pintados. Esta era su oportunidad. Quería volver, ser otra vez una bailarina cotizada. Yo estaba de su parte. Mientras se bajaba las cremalleras más y más partes de su cuerpo iban quedando al descubierto, deslizándose fuera del terciopelo negro, las piernas y la pálida carne. Pronto su atuendo quedó reducido al sujetador rosado y a la mínima braguita enjoyada —con los diamantes de baratija agitándose y destelleando mientras bailaba. 
Darlene siguió bailando y se agarró a la cortina del escenario. La cortina estaba raída y mugrienta. La abrazó, bailando al ritmo de los cuatro tíos de la banda y la luz intermitente de los focos. 
Empezó a follarse la cortina. La banda aceleró su ritmo. Darlene se estaba cepillando realmente la cortina; la banda le daba más marcha y ella seguía la marcha. La luz rosada cambió repentinamente a púrpura. La banda se puso de pie, tocó con todas sus ganas. Ella pareció llegar al climax. Su cabeza cayó hacia atrás, su boca se abrió... 
Entonces se incorporó y volvió bailando hasta el centro del escenario. Desde donde yo estaba pude oírla cantar para sí misma por debajo de la música. Cogió un tirante de su sostén y se lo quitó con un veloz movimiento, un tío de la tercera fila encendió un cigarrillo. Sólo quedaba la braguita enjoyada. Se metió el dedo en el ombligo y gimió. 
Siguió bailando en el centro del escenario. La banda tocaba ahora muy suavemente. Comenzó a menearse con dulzura. Se nos estaba follando a todos. La reluciente braguita se balanceaba lentamente. Entonces los cuatro tíos de la banda comenzaron a arremeter de nuevo con un crescendo progresivo. Estaba apoyando la culminación del acto; el batería estaba sacudiendo un repiqueteo de tambores como el fuego de una ametralladora; parecían agotados, desesperados. 
Darlene se acarició las tetas, enseñándonoslas; sus ojos luminosos relucían con la plenitud del sueño, sus labios estaban húmedos y abiertos. Entonces se giró rápidamente y agitó su espléndido trasero delante nuestro. Los adornos saltaban y flasheaban entre destellos, enloquecían, centelleaban. Los focos temblaban intermitentes en el paroxismo, danzando como astros desorbitados. La banda tocaba una música frenética, desenfrenada. Darlene vibraba como una poseída. Se quitó la braguita enjoyada. Yo miré, todos miraron. Pudimos ver los pelos de su coño a través de la braga de malla color carne. La banda la estaba sacudiendo de verdad, sus nalgas parecían el corazón vivo del mundo.
Y a mí no se me pudo poner dura.

Factótum
(capítol final)

Charles Bukowski

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