Bukowski amb Sean Penn i Madonna, any 1995 |
“La ambulancia estaba llena pero me
encontraron un sitio arriba de todo y allá nos fuimos. Había estado vomitando
sangre en grandes cantidades y me preocupaba el que pudiese vomitar sobre la
gente que iba abajo. Viajábamos oyendo la sirena. Sonaba como muy lejos, como
si el sonido no lo produjese nuestra propia ambulancia. Íbamos camino al
hospital del condado, todos nosotros, los pobres. Los casos de beneficencia.
Teníamos todos males distintos y muchos no volverían. Lo único que teníamos en
común era el ser pobres y el no haber tenido grandes oportunidades. Allí
estábamos hacinados. Nunca había pensado que en una ambulancia pudiese caber
tanta gente.
-Dios mío, oh Dios mío -oí decir a una mujer
negra debajo-, ¡Jamás pensé que pudiera sucederme esto a mi! ¡Jamás creí que
pudiese pasar algo así, señor...!
Yo no compartía tales sentimientos. Llevaba
cierto tiempo jugando con la muerte. No puedo decir que fuésemos grandes
amigos, pero nos conocíamos bien. Aquella noche se me había acercado un poco más
y un poco más deprisa. Había habido advertencias: dolores como espadas
aguijoneándome el estómago, que yo había ignorado. Me consideraba un tipo duro
y el dolor era para mí sólo como la mala suerte: lo ignoraba. Simplemente,
bañaba el dolor con whisky y seguía entregado a lo mío. Lo mío era beber y
emborracharme. La culpa era del whisky; debería haber seguido fiel al vino.
La sangre de vomito no es del color rojo
brillante de la que sale, por ejemplo, de un corte en el dedo. La sangre de
vomito es oscura, de un púrpura casi negro, y apestosa, huele peor que la mierda.
Aquel fluido vivificante olía peor que una mierda de cerveza.
Sentí que llegaba otro espasmo de vómito. Era
la misma sensación que cuando se vómita comida, y después de echar la sangre
uno se sentía mejor, pero era simple ilusión... cada vomitada te acercaba cada
vez más a Papá Muerte.
-Oh Dios mío, nunca pensé...
Vino la sangre y la retuve en la boca. No
sabía qué hacer. Desde allá arriba, desde la hilera superior, habría regado a
todos los compañeros que iban abajo. Retuve la sangre en la boca e intenté
pensar lo que podía hacer. La ambulancia dobló una esquina y la sangre empezó a
escapárseme por las comisuras de la boca. En fin, un hombre ha de mantener el
decoro hasta cuando agoniza. Procuré serenarme, cerré los ojos y tragué otra
vez la sangre. Era repugnante. Pero había resuelto el problema. Mi única
esperanza era llegar pronto a algún sitio donde pudiera liberarme de la
próxima.
En realidad, no pensaba en absoluto en morir;
mi único pensamiento era: qué terrible inconveniente, ya no controlo lo que
pasa. Te reducen las posibilidades y te arrastran de un lado a otro. Por fin llegó
la ambulancia a su destino y allí me vi en una mesa donde me hacían preguntas:
¿cuál era mi religión? , ¿dónde había nacido?, ¿debía dinero al condado por anteriores viajes
a su hospital?, ¿vivían mis padres?, ¿casado? En fin, todo lo que sabéis. Hablan a
un hombre como si dispusiese de todas sus facultades. Ni siquiera se les ocurre
que puedas estar agonizando. Y no se dan, ni mucho menos, prisa. Esto produce
un efecto calmante, pero no es ése su motivo: simplemente están aburridos y no
le preocupa si tú te mueres, vuelas o tiras pedo. No, más bien prefieren que no
te tires un pedo.
Luego me vi en un ascensor y se abrió la
puerta a lo que parecía una bodega oscura. Allí me llevaron. Me metieron en una
cama y se fueron. E inmediatamente apareció un ayudante brotado de la nada que
me dio una pildorita blanca.
-Tome esto -dijo. Tragué la píldora, me
entregó un vaso de agua y desapareció. Era lo más amable que me había sucedido
en bastante tiempo. Me recosté y examiné los alrededores. Había ocho o diez
camas, ocupadas todas por norteamericanos varones. Todos teníamos una jarrita
metálica de agua y un vaso en la mesilla de noche. Las sabanas parecían
limpias. Estaba muy oscuro aquello y hacia frio, y la sensación era la del
sótano de una casa de apartamentos. Había una bombillita sin pantalla. Junto a
mi había un hombre corpulento, viejo, de cincuenta y tantos. Miraba fijamente
hacia arriba, hablaba hacia el techo.
-... y era tan buen chico, un chico tan
limpio y tan agradable, necesitaba el trabajo, decía que necesitaba el trabajo,
y dije: "me agradas mucho, muchacho. Necesitamos un buen cocinero, un
cocinero honrado, y sé distinguir una cara honrada, muchacho, sé conocer a la
gente, trabajaras conmigo y con mi mujer y tendrás aquí un buen puesto para
toda la vida, muchacho...". Y él dijo: "de acuerdo, señor", y
parecía feliz de conseguir aquel trabajo y yo dije: "Martha, tenemos ahora
un buen chico, un chico listo y limpio, no hará como los otros sucios hijos de
puta". En fin, salí e hice una buena compra de pollos, una compra
excelente. Martha puede hacer grandes cosas con un pollo, tiene toques mágicos
con los pollos. Salí y compré veinte pollos para el fin de semana. Íbamos a
tener un fin de semana excelente. Íbamos a echar a Col Sanders del negocio. Un
buen fin de semana como aquel puedes sacar doscientos billetes de beneficio
limpio. El muchacho nos ayudó incluso a preparar y cortar los pollos. Lo hizo
en sus horas libres. Martha y yo no teníamos hijos. Estábamos tomándole cariño
al muchacho. En fin, Martha preparó los pollos en la parte de atrás, los
preparó todos... teníamos pollos preparados de diecinueve maneras distintas,
nos salían pollos hasta por el culo. Lo único que tenía que hacer el muchacho
era cocinar el otro material, las hamburguesas, los filetes, etc. Los pollos
estaban listos. Y tuvimos un gran fin de semana, desde luego. Noche del
viernes, sábado y domingo. El muchacho era buen trabajador, y muy simpático,
además. Daba gusto tenerle allí. Y hacia aquellas bromas tan divertidas. A mí
me llamaba Col Sanders y yo le llamaba hijo. Col Sanders e Hijo, eso éramos.
Cuando cerramos el sábado por la noche, estábamos muy cansados pero muy
contentos. Habíamos vendido todos los pollos. El local se había llenado, la
gente esperando, nunca había pasado una cosa así. Cerré las puertas y saqué una
botella de whisky y nos sentamos allí, cansados y felices, a echar un buen
trago. El chico lavó todos los platos y fregó el suelo. "bien, Col.
Sanders, ¿a qué hora vengo mañana?" dijo, sonriendo. Le dije que a las
seis y media y cogió su gorra y se fue. "es un chico magnifico,
Martha", dije, y luego fui a la caja a contar las ganancias. ¡La caja
estaba VACIA! Sí, lo que dije: " ¡La caja estaba VACIA!". Y la caja
de puros con el beneficio de los otros dos días, también la había encontrado,
un chico tan majo y tan limpio... no lo entiendo...le dije que podría tener
puesto de trabajo para toda la vida, eso le dije... veinte pollos... Martha
realmente sabe lo que es un pollo... y aquel muchacho, aquel cabrón de mierda,
se escapó con todo el dinero, aquel muchacho...
Luego se puso a gemir. He oído llorar a mucha
gente, pero no había oído llorar a nadie así. Se incorporó forzando las
ligaduras que le ataban a la cama y empezó a gritar. Parecía que iba a lograr
romper las ligaduras. Toda la cama rechinaba, la pared nos lanzaba de rebote el
chillido. El hombre sufría terriblemente. No era un grito breve. Era un grito
largo, largo y seguía y seguía. Por fin cesó. Los ochos o diez norteamericanos
varones, enfermos, tumbados en nuestras camas, saboreamos el silencio.
Luego empezó a hablar otra vez.
-Era tan buen muchacho, me gustaba su
aspecto. Le dije que podría tener un puesto de trabajo para toda la vida. Hacia
aquellas bromas tan divertidas, era agradable tenerle allí. Salí y compré
aquellos veinte pollos. Veinte pollos. Un fin de semana bueno puedes sacar
doscientos. Teníamos veinte pollos. El chico me llamaba Col Sanders...
Me incliné hacia un lado y vomité en el suelo
una bocanada de sangre...
Al día siguiente apareció una enfermera que
me cogió y me acompaño hasta una litera de ruedas. Yo aún vomitaba sangre y
estaba muy débil. Me llevó en la litera al ascensor.
El técnico se situó detrás de su máquina. Me
punzaron en el vientre y me dijeron que esperase allí. Me sentía muy débil.
-Estoy demasiado débil para aguantarme de pie
-dije.
-Vamos, vamos, estese ahí -dijo el técnico.
-No creo que pueda -dije.
-Aguante.
Poco a poco, fui dándome cuenta que empezaba
a caerme de espaldas.
-Me caigo -dije.
-No se caiga -dijo él.
-Estese quieto -dijo la enfermera.
Me caí de espaldas.
Tenía la sensación de estar hecho de goma. No
sentí nada al tocar el suelo. Me sentía muy ligero. Probablemente lo estuviese.
-¡Maldita sea! -dijo el técnico.
La enfermera me ayudó a levantarme y me
aguantó contra la maquina con aquella aguja en la barriga.
-No puedo sostenerme -dije-, creo que estoy
agonizando. No puedo sostenerme, lo siento pero no puedo sostenerme.
-Aguante firme -dijo el técnico-. Aguante
usted ahí.
-Aguante ahí -dijo la enfermera.
Sentí de nuevo que caía. Caí.
-Lo siento -dije.
-¡Hombre, por dios, qué hace usted! -gritó el
técnico-. ¡Ya he estropeado dos películas! ¡Y esas malditas películas cuestan
dinero!
-Lo siento -dije.
.Llévatelo de aquí -dijo el técnico.
La enfermera me ayudó a levantarme y me
colocó otra vez en la litera. Tarareando me arrastró otra vez hasta el
ascensor.
Me sacaron de aquel sótano y me pusieron en
una sala grande, muy grande. Había allí unas cuarenta personas agonizando. Los
cables de los timbres estaban desconectados y había grande puertas de madera,
unas puertas muy gruesas de madera, reforzadas con tiras metalizas a ambos
lados, que nos separaban de las enfermeras y de los médicos. Habían puesto
biombos alrededor de mi cama y me pidieron que utilizase la cuña pero a mí no
me gustaba la cuña, ni para vomitar sangre ni, menos aún, para cagar. Si
alguien inventase alguna vez una chata cómoda y práctica, enfermeras y médicos
le odiarían por toda la eternidad y hasta después.
Llevaba tiempo con ganas de cagar, pero sin
suerte. Por supuesto, lo único que me daban era leche y tenía el estómago
destrozado, tanto que apenas podía mandar nada al ojo del culo. Una enfermera
me había ofrecido un poco de carne asada de buey, con zanahorias semicocidas y
patatas semimachacadas. Lo rechacé. Sabía que lo único que querían era disponer
de otra cama libre. De todos modos, aún seguía con ganas de cagar. Extraño. Era
mi segunda o tercera noche allí. Estaba muy débil. Conseguí descorrer una
cortina y salir de la cama. Llegué hasta el cagadero y me senté. Hice fuerzas
allí sentado, descansé, volví a hacer fuerza. Por fin me levanté. Nada. Solo un
remolinito de sangre. Entonces se inició un tiovivo en mi cabeza y me apoyé
contra la pared con una mano y vomité una bocanada de sangre. Tiré la cadena y
salí. Cuando iba por la mitad del camino tuve otra arcada. Caí. Luego, en el
suelo, vomité otra bocanada de sangre. No sabía que hubiese tanta sangre dentro
de la gente. Solté otra bocanada.
-Oye hijo de la gran puta -aulló un viejo
desde su cama-, cállate de una vez, aquí no hay quien duerma.
-Perdona, compadre -dije, y luego me
desmayé...
La enfermera se puso furiosa.
-Pedazo de cabrón -decía-, te dije que no
descorrieras las cortinas. ¡Este mierda me va a joder la noche!
-Oye, coño apestosa -le dije-, tu tenías que
estar en una casa de putas en Tijuana.
Me alzó la cabeza, cogiéndome del pelo y me
abofeteó.
-¡Retira eso! -dijo-. ¡Retira eso!
-Florence Nightingale -dije-, te amo.
Me soltó la cabeza y salió de la habitación.
Era una dama con auténtico espíritu y auténtico fuego; eso me gustó. Me
revolqué en mi propia sangre, manchando la bata. Eso la enseñaría.
Florence Nightingale volvió con otra sádica y
me pusieron en una silla y la arrastraron hacia mi cama.
-¡Basta ya de ruidos! -dijo el viejo. Tenía
razón.
Volvieron a meterme en la cama y Florence
volvió a cerrar la cortinilla.
-Ahora, hijoputa -dijo-, no salgas de ahí
porque si no la próxima vez te joderé.
-Chúpamela -dije-, chúpamela antes de irte.
Se apoyó en la cabecera y me miró a la cara.
Tengo una cara muy trágica. Atrae a algunas mujeres.
La enfermera tenía unos ojos grandes y
apasionados y los clavó en los míos. Levanté la sábana y me alcé la bata. Me
escupió en la cara. Luego se fue...
Luego apareció la enfermera jefe.
-Señor Bukowsky -dijo-, no podemos darle a
usted sangre. No tiene usted crédito de sangre. -Sonrió. Venía a comunicarme
que iban a dejar que me muriera.
-De acuerdo -dije.
-¿Quiere usted ver al sacerdote?
-¿Para qué?
-En su ficha de ingreso dice que es usted
católico.
-Lo puse por poner algo.
-¿Por qué?
-Lo fui. Si pongo "ninguna
religión" siempre hacen un montón de preguntas.
-Está usted ingresado como católico, señor
Bukowsky.
-Oiga, me resulta difícil hablar. Me estoy
muriendo. De acuerdo, de acuerdo. Soy católico, si ése es su gusto.
-No podemos administrarle nada de sangre,
señor Bukowsky.
-Escuche, mi padre trabaja para el condado.
Creo que tienen un programa de sangre. Museo del Condado de Los Ángeles. Se
llama señor Henry Bukowsky. Me odia.
-Comprobaremos eso...
Algo pasó con mis papeles mientras yo estaba
arriba. No vi a un médico hasta el cuarto día, y por entonces descubrieron que
mi padre, que me odiaba, era un buen tipo que tenía un trabajo y que tenía un
hijo borracho agonizante sin trabajo y el buen tipo había dado sangre para el
programa de sangre, así que cogieron una botella y me la sirvieron. Trece
pintas de sangre y trece de glucosa sin parar. La enfermera se quedó sin sitio
donde clavar la aguja...
Cuando desperté estaba a mí lado el
sacerdote.
-Padre -dije-, váyase, por favor. Puedo morir
sin esto.
-¿Quieres que me vaya, hijo mío?
-Sí, padre.
-¿Has perdido la fe?
-Sí, he perdido la fe.
-El que fue católico siempre es católico,
hijo mío.
-Cuentos, padre.
Un viejo de la cama de al lado dijo:
-Padre, yo hablaré con usted. Hable usted
conmigo, padre.
El sacerdote se acercó a él. Yo esperaba la
muerte, sabes perfectamente que no fallecí entonces, porque si no, no estaría
contándote esto...
Vida y muerte en el pabellón de
caridad
Charles Bukoswski
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